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Por
Roberto Marra
Uno,
que hace mucho que viene escuchando a periodistas y analistas
políticos de toda laya, no se asombra cuando estos emiten sus
opiniones cargadas de prejuicios que arrastran de sus permanentes
coqueteos con el Poder. Es por la pleitesía que le rinden a este
sector que terminan atravesando sus comentarios con temerosos
planteos llenos de simplismos y ataduras a “lo establecido”, ese
incomprensible lugar donde todo permanece quieto, endurecido por el
tiempo en que hace que se nutren de esa abrumadora carga de
falsedades históricas, repetidas como consignas inalterables y
obligatorias para ser considerado un... “periodista serio”.
Por
supuesto, las excepciones existen, y logran hacernos sobrevivir a
tanta brutalidad informativa, aunque a costa de horas y horas de
aguantar a los “eruditos” que se pasean todo el día por las
pantallas y los micrófonos. En esos tiempos de espera de los buenos
periodistas, nos encontramos con figurones y figuritas de distinta
especie y origen, las más de las veces sin otro aprendizaje que la
caradurez con la que enfrentan un oficio donde la falta de talento se
puede disimular, pero solo por el tiempo que dure el adormilamiento
de los televidentes o los oyentes.
Este
panorama comunicacional viene haciendo estragos con la calidad de la
información, a la que contribuyen no solo quienes ponen las caras y
las voces, sino fundamentalmente quienes producen y conducen
ideológicamente esos esperpentos formadores de ciudadanos
imbecilizados. Lo que de allí se obtendrá, solo podrá ser
considerado a medias como información, palabras al margen de la
realidad o relatos que suplantan verdades ocultas que tendremos que
rastrear por otros métodos.
La
cuestión de los medios ha sido dejado en manos de los peores, luego
de que ellos mismos lograran convencer a la mayoría absoluta de la
población que solo sus voces son “independientes” y “veraces”,
haciendo papilla a los medios de propiedad pública, a los cuales se
los ha relegado en la consideración popular a fuerza de vaciamientos
de las viejas calidades de otros tiempos. Lo peor es que los líderes
políticos, complicados en la búsqueda de soluciones a los dramas
que deben afrontar después de los gobiernos arrasadores de derechos
y economías, terminan cediendo ante estos “propietarios de la
verdad revelada”, otorgándoles el inmerecido privilegio de
comunicar la realidad de sus actos, justo lo contrario de lo que
hacen.
Al
final, los capangas de la mentira programada, los productores de
programejos de vanidades periodísticas, los comunicadores
“alternativos” convertidos en calco de los originales fabricantes
de los peores embustes, terminan ocupando casi todos los espacios,
incluso los menos sospechados, haciendo trizas la ilusión de
descubrir nuevos horizontes informativos.
Y
uno, cabizbajo y meditabundo, o se aferra a la utopía de encontrar,
algún día, a un periodista de verdad en alguna pantalla perdida,
que no termine enredado en la telaraña del horror de la falsía que
sus dueños le fabriquen; o se anima a convertirse, él mismo, en
relator y difusor de lo que ve y escucha, en caminante virtual de la
verdad de la calle y de su gente, descubriendo y despertando
conciencias, haciendo lo que casi nadie se hace cargo ya de hacer
como se debe: comunicar la realidad, esa que siempre resulta ser la
única verdad.
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