Las noticias y la historia (que, en definitiva, son noticias
contadas mucho tiempo después de suceder), se nos presentan, casi siempre, como
hechos irrefutables. Son, para muchos, “la verdad” publicada. Son la amalgama
de realidades múltiples, contadas por quienes desean contarlas, expuestas como
necesitan que se entiendan. En esas noticias y en esa historia, intervienen
personas, que representan ideologías y emociones. La forma en cómo se caractericen
a esos actores y a los sucesos en los que intervienen, determinará la
interpretación que los receptores de las noticias o la historia puedan hacer.
Cuando se destacan los hechos menos significativos como los más enfatizados,
estamos ante una clara manipulación de la historia (presente o pasada),
pretendiendo hacernos ver que lo que sucedió, no ocurrió como fue. Cuando lo
trascendente se deja de lado, cuando lo profundo de los sucesos se soslaya, se
está impidiendo formar opinión certera y veraz sobre lo acontecido a quienes
receptan esas historias. Y si lo superfluo toma mayor gravitación que lo
importante, lo que nunca podrá obtenerse de la lectura de esas historias es lo
verdaderamente simbólico de los hechos que se relaten. Aunque, a veces…las
cosas son un poco más intrincadas.
Hace 71 años sucedió un hecho que cambió el
curso de la historia nacional. Centenares de miles de simples trabajadores,
atravesando tantos kilómetros como hábitos de sojuzgamiento, conquistaron la
Plaza que se convirtió, a partir de entonces, en el ámbito natural para las
expresiones político-culturales de mayor trascendencia.
La prensa oligárquica
de entonces mostraba, azorada, los centenares de pobres refrescando sus
sacrificados pies en la fuente de una Plaza que, hasta entonces, la
consideraban de su propiedad. Era un tema superfluo, si se quiere, frente a la
importancia de la demanda que la masa de los desheredados de siempre venían a plantear.
Pero tenía un enorme significado alegórico: la “chusma” se había animado a plantarse
frente al Poder exigiendo derechos hasta entonces conculcados, y lo hacía
mostrando sus culturas, denigradas hasta el hartazgo por los, hasta entonces,
dueños de sus vidas.
Tras ese manto de superficialidad noticiosa pretendieron
esconder la verdadera historia. Esa que, al decir de Scalabrini, surgía del “subsuelo
de la Patria”. Una Patria que, por fin, la entendían como propia. Una Patria
que hubo de ser conquistada y perdida tantas veces.
Hoy, cuando ese reflujo del
Poder que nunca quiere abandonar sus privilegios, nos ha arrastrado nuevamente hacia
el océano de las hipocresías perpetuas, con las que los poderosos acostumbran a
convencer a los Pueblos, estamos parados
frente a la necesidad de volver a mojarnos las “patas” (y el cerebro) en la
fuente imaginaria de la verdad sin intermediarios. De esa que se debe construir
con la experiencia de aquellas generaciones que sacrificaron sus propias vidas
para reconquistar lo importante.
Eso, tan esencial, que ahora parece estar perdiéndose
nuevamente: el poderoso símbolo de la Plaza Popular que nos legó aquel memorable
17 de octubre.
Fueron pocos los momentos tan autenticos donde el pueblo exigio un cambio. El 22 de mayo, el grito de alcorta, la reforma universitaria, el 17 de octubre, el 2001 entere otros escasos ejemplos.
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