Nadie, ningún politólogo serio,
negaría hoy que las dos bombas atómicas arrojadas por los norteamericanos en
Japón fueron, no sólo para terminar la guerra, sino para evitar que los
soviéticos se adueñaran del imperio de Hirohito. Y para exhibirles, como modo
de amedrentamiento, el devastador poderío nuclear de los Estados Unidos. El
miedo a la “ola roja”, a su expansión, a sus conquistas, funcionó una vez más.
Había que tirar esas bombas: para liquidar a los japos, desde luego, pero
–proyectando las cosas hacia el futuro– porque todos sabían que la nueva guerra
ya había estallado. La nueva, la verdadera, la que enfrentaba a los auténticos
adversarios: occidente y el oriente soviético.
Entonces, ¿qué clase de guerra había sido la llamada “segunda”?
Muchos, todavía hoy, no saben responder esa pregunta. La nebulosa del
enfrentamiento entre las democracias de Occidente y el totalitarismo
nacional-socialista lo cubre todo, cree y dice ofrecer las respuestas, pero no,
miente. Hitler fue, desde un principio, un aliado del occidente capitalista.
Pese a su elocuencia, a su oratoria frenética contra la mediocridad burguesa,
el Führer, y quienes lo rodeaban, eran enemigos de los bolcheviques. Una cosa
eran los delirios de Hitler, sus extravagancias, sus ataques a los judíos, a
los minusválidos, a los gitanos y a sus opositores, y otra era una verdad de
peso genuino, que encajaba con la lógica de los tiempos: ese Führer tempestuoso
era el único, en Alemania, decidido a luchar contra los soviéticos. Sólo él
podría detener la amenaza de la ola roja. Las SA (SturmAbteilung) de Ernst Röhm
se enfrentaban en las calles de Berlín con los grupos organizados de los
sindicatos socialistas. Eso favorecía a Hitler y al Occidente “democrático”.
Nadie decía nada. “Déjenlo al loco. Por ahora lo necesitamos. Cuando haga bien
su trabajo, cuando lo complete, nos libraremos de él.” Esto se ve muy bien en
una escena de la película Cabaret de Bob Fosse. Es la escena campestre. Un
joven empieza a cantar una dulce canción, el sol brilla, los buenos alemanes
toman cerveza y acompañan la canción del joven que viste una camisa parda. De a
poco, casi imperceptiblemente, la canción se encrespa hasta transformarse en un
himno de guerra que proclama: El mañana nos pertenece. Un aristócrata de la
industria alemana, junto a un amigo que está de paso en Alemania, observa, sonriendo
con aire despectivo, irónico pero aprobatorio, al joven y a todos los que lo
han acompañado, elevando sus vasos de cerveza como lanzas de la vieja y
gloriosa Alemania de los Nibelungos, del Sacrum Imperium, del Primer Reich. Su
amigo pregunta: “¿Por qué no los frenan? ¿No son peligrosos?” “Sí”, contesta el
aristócrata, “pero, por ahora, los necesitamos. Van a limpiar Alemania de
bolcheviques y judíos. Después, nosotros tomaremos el control”. “¿Ustedes?”
“Claro, nosotros: Alemania”. Alemania no tomó el control, Hitler se adueñó de
Alemania. En otro film, un film majestuoso que dirigió Stanley Kramer y se
estrenó en 1961, Juicio en Nuremberg, se juzga a los jueces
nacionalsocialistas, a los que impartieron justicia durante en Tercer Reich. El
fiscal los acusa de ser culpables de las crueldades, de los desenfrenos nazis.
La defensa, a cargo de Hans Rolfe, un hombre brillante y apasionado, que viste
una toga negra y tiene las convicciones de un pelotón entero de las SS, es
impecable e implacable: “¿Qué hay del resto del mundo? ¿No conocía las
intenciones del Tercer Reich? ¿No había oído las palabras de Hitler
transmitidas a todo el mundo? ¿No había leído su intención en Mein Kampf, que
se publicó en todo el planeta? ¿Dónde quedó la responsabilidad de la Unión Soviética,
que en 1939 le ofreció a Hitler el pacto que le permitió hacer la guerra?
¿Dónde quedó la responsabilidad del Vaticano, que en 1933 firmó con Hitler el
concordato que le dio su tremendo prestigio por primera vez? ¿Vamos a declarar
culpable al Vaticano? ¿Dónde quedó la responsabilidad del líder mundial Winston
Churchill, que en 1938, ¡en 1938!, dijo en una carta abierta al periódico
Times: ‘Si Inglaterra sufriera un desastre internacional, le rogaría a Dios que
nos enviara a un hombre con la inteligencia y la voluntad de Hitler’. ¿Vamos a
declarar culpable a Winston Churchill? ¿Dónde quedó la responsabilidad de los
industriales estadounidenses que, para ganar dinero, ayudaron a Hitler a
reconstruir su armamento? ¿Vamos a declarar culpables a esos industriales? No,
su Señoría. Alemania no es la única responsable. Todo el mundo es tan
responsable por Hitler como Alemania”.
El defensor Hans Rolfe sabe lo que dice. El fiscal Lawson lo comprueba
durante el juicio. Un superior lo convoca a una reunión privada y ahí,
duramente, le dice: “Usted está loco. Deje de maltratar a estos jueces. Los
necesitamos para la nueva guerra, la que se inicia ahora. No podemos pisotear
el honor de los alemanes”. El fiscal argumenta: “Estos hombres mandaron a
decenas de miles a los campos de concentración”. El superior insiste: “Eso ya
pasó. Ahora hay que mirar hacia el futuro”. El fiscal Lawson, un liberal, un
demócrata de esos que cada vez menos se encuentran en EE.UU., llega hasta la
puerta y se detiene. Mira a su superior. Dice: “Le voy a hacer una pregunta
divertida: ¿para qué fue la guerra?” Abre la puerta y sale.
¿Para qué fue la guerra? Tratemos de ser breves. O sea, resumiendo: el
terror a la “ola roja” se fijó en Alemania, la derrotada del Tratado de
Versalles, humillante, torpe. El colmo de la diplomacia de la venganza. La
República de Weimar no supo crear poder, una alegre negación de la realidad le
permitía jugar a la democracia, tomar cerveza, y cantar y bailar como Sally
Bowles en el Kit Kat Club. (Ver mi novela La sombra de Heidegger. También La
caída de los dioses en Siempre nos quedará París: el cine y la condición
humana. Y, desde luego, el film de Bob Fosse Cabaret y el de Bergman El huevo
de la serpiente.) La República de Weimar empezó a agrietarse. Los sindicatos
bolcheviques, los activistas del socialismo, lucharon en las calles, en las
fábricas y buscaron salir del desastre por medio del comunismo y el apoyo de la
URSS. El mundo occidental entró en pánico. ¿Quién era el mejor, en esa Alemania
derruida, para frenar eso? “Hay uno muy bueno. Adolf Hitler. Pero no es
confiable. Creemos que está loco.” “Eso no importa. Mientras frene a los
comunistas es nuestro hombre. Después nos ocuparemos de él.” Este fue el
diálogo secreto que –no lo dudemos– se habrá sostenido en las principales
alturas del poder político y bélico de Occidente. Entonces armaron al “loco”.
Así crearon a su más feroz enemigo. El “loco” derrotó a los comunistas, ganó
legalmente las elecciones (luego de haber matado a muchos de sus opositores y
con las cárceles llenas de obreros, abogados, escritores, políticos disidentes)
y se dispuso, sin más, a conquistar el mundo. El “loco” estaba loco y su locura
fascinaba a Alemania. “¿Ha visto usted la belleza de sus manos?”, le pregunta
Heidegger a Jaspers. Hitler pacta con Molotov y luego invade Polonia. Empieza
la guerra. Esta guerra es visualizada, torpe o deliberadamente, como fruto de
la locura del Führer y su entorno de fanáticos. Falso: la guerra tiene lugar
porque Occidente armó a Hitler para que frenara a los comunistas. Que nadie se
asombre si Henry Ford lo visitó. Si Charles Lindberg se declaró su entusiasta
partidario y además antisemita. Si la Ford le vendió autos y aviones. Si la
Inglaterra de Churchill le regaló o vendió a bajo precio aviones de la RAF
(Royal Air Force), con los que luego Hitler llevaría a cabo sus bombardeos
sobre Londres. ¡Qué paradoja siniestra! El León de Inglaterra, el gran Sir
Winston, había entregado aviones al Monstruo que ahora destruia Londres, ciudad
que él, también ahora, con gloriosa tenacidad defendía, defensa que le habría
de permitir frases que la Historia recogería como ejemplo de coraje ante la
adversidad (Sólo puedo prometerles sangre, sudor y lágrimas), una adversidad
posibilitada por él mismo, por el héroe que ahora protegía a su pueblo de la
furia de los aviones alemanes... y de los ingleses.
En suma, el guerrero anticomunista al que armaron, al que crearon para
que impidiera que Alemania, el centro del mundo, el centro de Europa, la
maltratada por las negociaciones posteriores a la “Primera Guerra Mundial”,
cayera en manos de los comunistas, se les dio vuelta y les mostró la peor de
sus caras: él derrotaría a los comunistas y también a los mercaderes
norteamericanos, socios del pérfida Albión. Que nadie se asombre si ahora pasa
lo mismo. A Osama bin Laden lo entrenó la CIA, a él y a los talibanes también
la CIA los llenó sofisticadas armas, para que lucharan contra los comunistas.
Luego, los norteamericanos preguntarían a los ex soviéticos “cómo se pelea contra
los afganos”, sin obtener respuestas satisfactorias de militares que habían
sido derrotados. Es la misma dialéctica boomerang de la que EE.UU. había
sufrido las terribles consecuencias con Hitler. Arman hasta los dientes a un
enemigo de su gran enemigo, y luego su aliado –que sigue armado hasta los
dientes– se les vuelve en contra. Occidente creó a Hitler y luego creó a Osama
bin Laden. Pareciera existir para crear, una y otra vez, sus peores pesadillas.
Ahora, en esas tierras calientes, la CIA está más desorientada que nunca. Sus
enemigos, como antes los vietnamitas, son evanescentes, acaso metafísicos, como
decía Westmoreland de las guerrillas del Vietcong. Siempre que entro en este
tema recuerdo el final de un gran film de John Milius: “El viento y el león”
(The Wind and the Lion, 1975). En la orilla del mar, montados en sus hermosos
caballos, dialogan el sheik (Sean Connery, acaso en su mejor papel) y su fiel
seguidor, que le pregunta si aún están en peligro, pues los ha perseguido Teddy
Roosevelt, nada menos. El sheik arroja una carcajada: “Nunca estuvimos ni
estaremos en peligro. Ellos son el león, pero nosotros... somos el viento”.
*Publicado en Página12
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