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Durante los últimos años, el
reclamo de diálogo político plural es el puntal de los cuestionamientos al
orden político emergente en 2003. La queja consiste en la supuesta vocación
oficial por resolver los dilemas respecto del rumbo nacional sobre la base de
la utilización de sus mayorías parlamentarias y de sus posiciones de poder; se
presenta así el cuadro de una Argentina carente de debate, una especie de nuevo
“pensamiento único” como el que reinó en la belle époque del neoliberalismo.
Bajo el mismo signo hoy asistimos a una apoteosis deliberativa por parte de
comunicadores y políticos de oposición que nos propone la panacea de una
intervención ciudadana masiva y a la vez crítica, en la condición de audiencia
televisiva de un debate ritualizado entre los candidatos para la elección de
octubre. Según la retórica que acompaña la operación pro debate, sin ese
intercambio (para el que se propone el escenario “neutral” de las cámaras del
canal de noticias del Grupo Clarín) sin esa escena, central para la democracia
argentina en la opinión de sus promotores, los argentinos no tendremos ocasión
de conocer las diversas propuestas para el futuro del país.
Sin embargo, si algo ha caracterizado estos años en la Argentina es la
amplitud, la profundidad y, en muchos casos, la riqueza de la discusión
política que atravesamos. Es difícil encontrar un antecedente de la puesta en
escena de conflictos políticos agudos cuyos temas han abarcado la legitimidad
del rol del Estado frente al mercado, la redistribución de la renta, los
derechos laborales, sociales y culturales, el principio de la igualdad en la
diversidad, la herencia del terrorismo de Estado de los setenta, la cuestión de
los recursos naturales, el papel del Banco Central, el carácter solidario de la
acumulación de recursos para cubrir los ingresos de jubilados y pensionados y,
no en último lugar de importancia, el lugar de Argentina en el mundo, su
posición frente a las guerras de agresión y al terrorismo, la estrategia para
la construcción de un nuevo ordenamiento de la ONU y otros organismos de
alcance global, la prioridad de la integración nacional como modo de
incorporarse al mundo y a las formas jurídicas de su funcionamiento. Aun cuando
a cuentagotas, hubo escenas en las que se alzaron voces abiertamente
partidarias de la prioridad de la propiedad y la seguridad jurídica del capital
por encima de casi cualquier otra razón jurídico-política, así como posiciones
ansiosas de superar los conflictos con Estados Unidos y otras naciones
desarrolladas sobre el fundamento de una versión no muy aggiornada del
“realismo periférico” de los noventa; una “gran teoría” sustentada en tres
axiomas: el mundo está en poder de un reducido número de potencias capitalistas,
Estados Unidos en claro primer lugar, Argentina es un país periférico y por lo
tanto incapaz de intervención alguna en el orden mundial, y, en consecuencia,
la única política posible era el alineamiento incondicional con los designios
de esas potencias. No faltó debate entre nosotros. Acaso el déficit haya estado
más bien en el intento político de la mayor parte de la oposición que sustraía
la materia del debate en cada caso para reemplazarla por la fórmula sencilla y
mediáticamente efectista de la lucha contra la corrupción y el autoritarismo
encarnados, claro, en el gobierno nacional.
En plena época de auge del reclamo por el debate ausente se produjo
una escena políticamente crucial para el futuro de los argentinos. La que giró
en torno a la última intervención de la actual Presidenta en la Asamblea
General de la ONU. Como suele ocurrir, Cristina aprovechó esa instancia, a la
que con razón asigna una importancia estratégica, para enviar un mensaje hacia
el mundo desde una nación de su extremo sur, hacia la constelación de países de
la región que componen la novedad política más importante después de la larga
hegemonía incompartida del neoliberalismo y hacia su propio pueblo. Su
intervención tuvo dos centros muy definidos: el accionar depredador de los
centros globales de la especulación financiera y la doble vara que predomina en
la manera que tienen los poderosos del mundo de actuar ante los problemas de la
paz, la guerra, el terrorismo, la inmigración, los fundamentalismos y el crimen
organizado, a los que podrían agregarse muchos otros. En la primera materia,
Cristina agradeció a la ONU la aprobación de la disposición que describe las
características básicas que deben tener los procesos de reestructuración de la
deuda para no permitir el accionar de los buitres financieros ni ahogar las
posibilidades de recuperación de la nación que la solicita. Un caso testigo de
la abrumadora mayoría que constituyen en la ONU las naciones que abogan por un
nuevo equilibrio político en el mundo y rechazan el orden actual y sus
dispositivos. Para la cuestión de lo que llamó hipocresía para ocultar los
verdaderos propósitos que alimentan determinados rumbos de los países más
desarrollados y poderosos, también tomó la propia experiencia de nuestro país,
la cuestión del criminal atentado a la sede de la AMIA y las posteriores
escenas que se desarrollaron a su alrededor: el encubrimiento, el congelamiento
de la causa, la resistencia al acuerdo judicial con Irán para destrabarla, el
operativo de la denuncia penal de los servicios y adoptada por el fiscal de la
misma causa AMIA como propia contra la Presidenta y otros altos y no tan altos
dirigentes, la posterior muerte de Nisman, todavía no esclarecida ni en su
verdad factual ni en su contexto político. En forma muy resumida puede decirse
que la Presidenta habló sobre el mundo estrictamente desde la experiencia
argentina; la cuestión Malvinas, ocasionalmente ausente en esta intervención
fue otro de los casos en los que la reflexión sobre una tragedia nacional se
cruzó con una mirada sobre el mundo global, sus asimetrías y la repudiable
vigencia del colonialismo en su interior. Al mismo tiempo que habla al mundo
desde la reivindicación de un orden mundial más justo, habla a sus pares, a
aquellos que acompañan las iniciativas de democratización de ese orden para
promover un mayor activismo y una mayor unidad de acción y también a su propio
pueblo sistematizando lo que está en juego en la próxima elección en materia de
estrategia argentina en el mundo, con sus obvias repercusiones en el plano
político y social interno.
Uno de los promotores del debate para esclarecer al pueblo sobre las
propuestas de cada uno de los candidatos, Mauricio Macri, redujo la mirada
sobre la intervención presidencial a la cuestión del reclamo argentino a
Estados Unidos para que deje de proteger al ex agente de la SIDE Jaime Stiuso y
facilitar que pueda presentarse a declarar en un conjunto de cuestiones que, en
conjunto, resumen la saga histórica del crimen terrorista de la AMIA, desde la
explosión y la muerte masiva, pasando por el encubrimiento hasta llegar a la
operación desestabilizadora de la que se hizo cargo Nisman y que terminó con su
propia muerte. Es decir, no es aventurado pensar que Stiuso sabe mucho sobre
todos esos temas, según surge de las propias declaraciones al respecto hechas
por Nisman en el sentido de la gran cercanía operativa en la que trabajaban él
y el agente de inteligencia. Pues bien, Macri ha intervenido en este debate de
hecho atribuyendo las tensiones con Estados Unidos a “problemas personales de
la Presidenta” y a su “vocación por el conflicto”. No hay, por lo tanto para el
candidato, una fuerte presencia de grandes conflictos geopolíticos de la época
en el caso AMIA y sus derivados que terminaron condicionando hasta su casi imposibilidad
el esclarecimiento del atentado de 1994. No hay una confluencia de hecho entre
servicios de Inteligencia extranjeros, grandes grupos financieros, lobbies de
la derecha norteamericana e israelí y medios de comunicación globales
hegemónicos en el modo en que se sigue “protegiendo” a determinadas personas y
a determinados intereses. No importa tampoco la legalidad internacional, la
reciprocidad diplomática, la soberanía judicial argentina. No importa nada. El
problema de Macri –y no es el único en una oposición encolumnada detrás del
libreto de los grandes medios y del bloque social del que éstos forman parte y
al que le dan voz– es que no se puede debatir seriamente una cuestión política
sin abandonar el manual de estilo redactado por Durán Barba para su espacio
político: no explicar nada, no adelantar nada, es decir pura escenografía, puro
packaging.
Una vez más para saber qué se está discutiendo y qué se está
definiendo en la Argentina hay que escuchar a los formadores de opinión reales
de la derecha, es decir a los economistas del establishment, a los voceros de
las grandes corporaciones económicas, a los editorialistas de los medios que se
apropiaron de Papel Prensa. Ahí está el verdadero programa alternativo. El del
acuerdo entre todos para ganar lo mínimo. El de bajar los salarios porque son
un costo más (siempre según el jefe del PRO). El que dice que las paritarias
son fascistas y la redistribución de los recursos es un “prólogo” innecesario
para un discurso político. Por supuesto que en la hoja de ruta de esta
constelación de poder no está ningún conflicto soberano con Estados Unidos.
Toda disputa con el poder mundial es vana porque su fracaso es inevitable, y
nociva porque empeora el modo en el que Estados Unidos “nos mira”. De manera
que el verdadero puntal de la alternativa que se propone al actual rumbo –y que
se enmascara en una ritualidad electoral progresivamente vaciada de sentido– es
la idea de resignarnos a reconocer las cosas como son. Nos ha tocado la
impotencia frente al mundo y la imposibilidad de desafiar al círculo de los
poderosos de dentro y de fuera del país. Nada se gana con caprichos y
demagogia. El mundo es uno solo y es nuestro, dicen los que les ponen las
palabras a las cosas. Los que dicen qué es una guerra justa y qué es
terrorismo, qué son la justicia, las leyes, qué dice la Constitución y cuándo
un gobierno es verdaderamente democrático. Ese es el consenso en el que el
kirchnerismo abrió una grieta. Que se mantenga abierta o se cierre es lo que
hoy está en disputa.
*Publicado en Página12
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