lunes, 10 de noviembre de 2014

¿DÓNDE ESTÁ LA FIESTA?

Imagen Telam
Por Javier Trímboli*

El 9 de noviembre de 1989 el mundo ponía los ojos sobre Berlín. Un acontecimiento de fuste estaba sucediendo: se estaba empezando a caer el bloque socialista en Europa. Entre cantos de alabanza e indiscimulado regocigo del diario La Nación que veía en esos picos que golpeaban la cifra de la libertad occidental, 1989 es también el año de La Tablada, la híper, los saqueos y el giro copernicano de Menem hacia el crudo neoliberalismo que se imponía y que el Muro también anunciaba. Crónica a 25 años, allá y acá.
Las horas que separan al anochecer del jueves 9 de noviembre de 1989 de la mañana del nuevo día son el intervalo apretado en el que, como se dice, “cae” el Muro de Berlín. No hay un solo tiro y en las noticias que circulan por los canales de televisión de todo el mundo no se habla de pueblo sino de multitud y de gente.
Horas antes, el acorralado Partido Comunista había anunciado –señal inequívoca de su derrota- la apertura de los pasos fronterizos. Es decir, la inutilidad del Muro levantado 28 años atrás, también en una noche, la del 13 de agosto de 1961. Por orden del Partido y como un operativo militar. Era la Guerra Fría y ese año se había producido el desembarco en Bahía de los Cochinos, promovido por EEUU con el fin de acabar con el gobierno revolucionario de Fidel Castro. El Muro llegaba a estabilizar la frontera entre las dos grandes potencias que habían decidido la suerte de la Segunda Guerra Mundial. Hormigón armado y alambre de púa, es cierto, pero en comparación con lo que Europa –y Alemania sobre todo- había protagonizado apenas quince años atrás, era un cuento de niños.
En las horas nocturnas del 9 al 10 de noviembre de 1989, 50.000 alemanes cruzan del Este al Oeste, preguntándose “¿dónde está la fiesta?”. Aunque Mano Negra un par de años después le pida a los migrantes de Europa del Este que no hagan precisamente esa pregunta (“Welcome in Occident”). Sólo el festejo se transmite. Sonríe hasta Gorbachov, suponemos que más preso de su personaje que por tontera. A Bush (padre) se le hace agua la boca y manifiesta que tiene “esperanza” de que sea “una enfermedad contagiosa para Cuba y Nicaragua.” Entre nosotros, por supuesto, también hay descorches. La Nación hace suya la comparación entre la caída del Muro y la toma de la Bastilla 200 años atrás. “Lástima que Lenin no viva para verlo”.
Germán Sopeña desde Berlín escribe: “Es el temporal más embriagador que se puede imaginar: el del aire de la libertad que sopla en este momento sobre Europa con la intensidad que muchos comparan a la de la liberación francesa por las tropas norteamericanas en 1944.” Colectivamente se compone el pegajoso tema de Scorpions, “Wind of change”. De los jóvenes que cruzan al Oeste –matrimonios en autos achacosos- el cronista escribe que miran todo con sorpresa y “transmiten el perfume inefable de la libertad”.
El entusiasmo excedido se explica porque es mucho lo que se alinea en esa misma dirección. Sigamos en casa: de la primavera democrática sólo queda el recuerdo casi vergonzoso. Durante ese año, La Tablada, la hiperinflación, los saqueos, el giro que le imprime Menem al peronismo, al abrir de par en par las puertas de su gobierno a Bunge y Born, a los Alsogaray y a Cavallo; todo indica un nuevo escenario. No siempre la historia argentina se empareja así con la europea, al punto de que dudamos si, para ironizar sobre los que no se pliegan al nuevo estado del mundo -o no encuentran la fiesta que se les termina de un saque-, primero se les avisó que se estaban quedando en el ´45 o que el Muro ya se había caído.
Aquí y allá, la algarabía por la caída del Muro es tal porque certifica la liquidación próxima de la URSS y el final de la experiencia del socialismo real. Termina la Guerra Fría, añade nuestra “tribuna de doctrina” en su edición del 12 de noviembre de 1989, que se había vuelto caliente en América Latina, la madre del terrorismo. Es el reencuentro, muy esperado y victorioso, con la épica de la libertad que se conjuga sin disimulo con la atención a “los problemas de desarrollo, que pueden convertirse en el centro de los esfuerzos de cooperación internacional en lo que resta del siglo.” Es decir, flamantes y suculentos negocios por todos lados.
Si con la caída de Muro termina el siglo XX, ahí mismo se empiezan a reunir los indicios de lo que viene. Por lo pronto, una nutrida legión de pequeñoburgueses de Europa Occidental celebran la llegada del Año Nuevo en Praga o en Berlín (Emmanuel Carrere se incluye entre ellos). A la vanguardia de los negocios, la fiesta. A la vez, un agente de la KGB, Vladimir Putin, se queda sin trabajo en la RDA y vuelve a su ciudad natal –todavía Leningrado- para manejar un taxi sin licencia. En el número de diciembre de la revista El Porteño, Salvador Benesdra escribe sobre los sucesos de Berlín y sin huella de amargura –como en el arranque de la novela fenomenal que empieza a escribir- dice que lo que viene “será para alquilar balcones”. Dos meses antes, en la Cerdos y Peces se escribe largo sobre los efectos de la cocaína –los mismos que produce la sociedad capitalista en esa hora, el tipo de fiesta-; y se anuncia la presentación de ¡Bang, bang! Estás liquidado, el nuevo disco de Los Redonditos, en Satisfacción, Constitución. La publicidad es la tapa del disco, en la que los soldados napoleónicos del cuadro de Goya de los fusilamientos del 3 mayo de 1808 pasan a usar gorros de piel y brazaletes de la Cruz Roja. Muy pronto será la advertencia de que en el nuevo estado del mundo “te encanará un Robocop sin ley” y de que "puede fusilarte hasta la Cruz Roja".
Eric Hobsbawm, comunista por cincuenta años, aun con simpatías por Gorbachov, no duda: “los que salieron perdiendo a corto y medio plazo, fueron no sólo los habitantes de la antigua URSS, sino los pobres del mundo.” Muy lejos del paraíso –“por mala que fuera” esa “región socialista del mundo”-, su desaparición le da riendas sueltas a lo más desaforado del capitalismo que ya no tiene nada que temer. Una vez más, muerto Dios, todo vuelve a estar permitido. Y se sabe que lo peor tiene más chance de suceder, casi todos los boletos en el bolsillo.
Al alter ego de Benesdra en El traductor, Ricardo Levy,  lo echan de la editorial progresista en la que trabaja y, contra todos sus prejuicios izquierdistas, descubre que el sindicato, incluso con burócratas, en momentos de ofensiva del capital es fundamental, lo defiende. Logra una buena indemnización, se casa y él también se pone a manejar un taxi pero con licencia. La historia de Levy termina bien, no así la de Benesdra. Como no podía ser de otra forma, se tardó en desbrozar los caminos por donde seguir. Dejemos de lado la paparruchada del final de la historia que, eso sí, por suerte quedó desprovisto de sus atributos teleológicos. Aunque difícilmente se crea hoy que el cielo se pueda realizar en la tierra, cada tanto se atisba algo de él. Hay fiestas y fiestas.

*Publicado en Telam

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