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En estas vacaciones
contemplativas y espirituales que me he tomado he tenido oportunidades de leer
completamente varios textos ilustrativos e interesantes que hablan de la
situación política nacional e internacional. Al compás de mis lecturas, se
produjo en Argentina la devaluación del peso tan exigida por los exportadores
–principales beneficiarios- y neuróticamente celebrada por las clases medias
que, al mismo tiempo que se veían perjudicadas por la pérdida de poder
adquisitivo real –de la misma manera que los sectores populares, claro-. Más
allá de la necesidad o no de la medida implementada por el gobierno –cierto
retraso cambiario podría justificarla-, lo sustancial en el hecho es la
cualidad de la toma de decisión: ¿fue una decisión soberana del Estado o un
arrebato por parte de los sectores económicos dominantes del dinero de la
mayoría de los argentinos? La respuesta es clara: fue el resultado de la
presión de los grandes especuladores –a los que se suman la acción minoritaria
de los desesperados de siempre que no quieren, con obvia razón, perder sus
ahorros por la ventisca cambiaria- que, entre otras, cosas no liquidaron
exportaciones para presionar sobre el precio del dólar (incluyendo, claro, las
acciones cuasi delictivas del CEO de la Shell).
La cuestión parece simplemente
económica pero es estrictamente política. Bien sabía el ex presidente Raúl
Alfonsín de golpes de mercado, por ejemplo. Y está escrito en ese párrafo
luminoso escrito por Luis Majul, de su libro Por qué cayó Alfonsín, que ya he
citado en alguna otra oportunidad: “La caída de Alfonsín... signada por el
Nuevo Terrorismo Económico. ¿Es terrorista o no una firma que compra 40
millones de dólares en un día, hace subir la divisa, la papa, los pañales, se
mete en la cama de los enamorados, conspira contra el placer, apresura la
muerte de los más débiles y enriquece sin esfuerzo a los más fuertes?... ¿Cómo
se puede calificar a los capitalistas argentinos que no invierten sin un
subsidio estatal y que cuando ganan un dólar no lo colocan en la producción
sino que lo envían al exterior y se olvidan del asunto?”. Brillante aquel Majul
¿no es cierto? Y uno podría agregar preguntas actuales: ¿Es terrorista un
diario que especula con el temor de los argentinos publicando informaciones
falsas sobre la subida del precio del dólar? ¿Y los economistas de lo estatuido
que se pasean por los canales de televisión, defendiendo los intereses
particulares de sus clientes, alertando a la sociedad de que estamos a las
puertas de la hiperinflación y una escalada del tipo de cambio? ¿No son como
hombres-bomba pequeñitos que van minando la confianza de millones de
argentinos? ¿Y los exportadores que no liquidan sus dólares especulando con una
devaluación intempestiva?
¿Pero por qué es política y no
económica la cuestión? Sencillo. La devaluación y la inflación atacan a la
política por dos frentes. Primero: quiebra la confianza de la sociedad en su
gobierno, esmerila la legitimidad del sector político frente a la embestida
económica, y genera un efímero y adolescente pavor antipolítico del estilo “que
se vayan todos”. Y segundo: porque destruye el orgullo nacional y la confianza
propia de todos los argentinos. Quiero detenerme en este punto porque es
fundamental para entender la decepción de algunos sectores de la clase media
que comienza con la cantinela en contra del país. El kirchnerismo había logrado
reforzar la siempre alicaída autoestima nacional. Diez años de crecimiento
sostenido podrían hacerle creer a los argentinos que su país podía valer la
pena ser vivido. La devaluación forzada, la crisis inflacionaria, permite a los
heraldos del descontento permanente decir: “Este país de mierda es así; cada
diez años tenemos un quilombo y se va todo al diablo”. Todavía no sabría decir
cuál de las dos operaciones es peor si el regreso de la cultura antipolítica o
de la persistente autodenigración de las clases medias.
Una de las lecturas más
interesantes que encontré este verano fue la encíclica del Papa Francisco. En
uno de los capítulos referidos a cuestiones políticas, Bergoglio escribe:
“Mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la
mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este
desequilibrio proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los
mercados y la especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control
de los Estados, encargados de velar por el bien común. Se instaura una nueva
tiranía invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e
implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a
los países de las posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su
poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una
evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder
y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en
orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio
ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado divinizado,
convertidos en regla absoluta”. Interesante diagnóstico del Papa –muy citado
últimamente por medios de comunicación que defienden los intereses de las
corporaciones que con su presión sobre el peso empobrecieron a millones de
argentinos-, quien, además, exhorta a realizar “una reforma financiera que no
ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los
dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto con determinación
y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad de cada
contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar!”
(Digresión 1: ¿Por qué razón los
dueños del poder en la Argentina citan tanto al Papa y no hacen lo que el
propio Francisco manda?)
La exhortación papal, aunque
parezca mentira, también interpela al kirchnerismo. Porque la presidenta
Cristina Fernández de Kirchner se encuentra en una encrucijada estratégica
fundamental: ¿debe “entrar en razones”, como le exigen los personeros de los
grupos corporativos? ¿o debe profundizar el modelo llevando adelante medidas
heterodoxas que permiten volver a disciplinar a los centros de poder? ¿Es mejor
arder que consumirse lentamente, como dijo Kurt Cobain? Me explico mejor, ¿se
merece el Kirchnerismo una etapa que contradiga todo lo realizado durante los
últimos diez años? ¿o es mucho más interesante avanzar con medidas agresivas
aún cuando tengan un precio alto? Sin dudas, es un momento crucial y en esos
enclaves es dónde los movimientos políticos muestran su naturaleza: el
alfonsinismo les habló con el corazón a los especuladores y no le fue bien,
Carlos Menem se entregó a la Fundación Mediterránea y a Domingo Cavallo y no
nos fue bien a millones de argentinos. Quizás sea un buen tiempo para recordar
los meses posteriores a junio de 2009. Quizás haya que avanzar sobre
instrumentos que le permitan al Estado recuperar y mantener los resortes
fundamentales de la economía. ¿Es tiempo de crear institutos similares a la
Junta Nacional de Granos? ¿Es hora de regresar a esquemas parecidos a los del
Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio? El mejor kirchnerismo,
claro, es que el que siempre huye hacia adelantes.
*Publicado en Tiempo Argentino
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