“Y habló Dios todas estas palabras, diciendo: Yo, Yahveh,
soy tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre. (…)
No matarás.”
Libro del Éxodo, 20: 1-2 y
13
Muchas veces sucede que uno como
lector siente una identificación personal con alguno de los escritores que ha
leído a lo largo de su vida. No se trata exactamente de un gusto desmesurado
por su obra ni de la admiración por la pericia o por la elaboración de un
pensamiento. Ni siquiera de compartir un pensamiento o una idea. Me refiero más
precisamente a una sospecha íntima: la de creer –con un dejo de misticismo– que
uno podría haber escrito lo que lee, que uno podría ser ese escritor que hace
públicas sus encrucijadas, sus cavilaciones y sus preocupaciones. Eso me
ocurrió de pequeño con el español Miguel de Unamuno.
Desde que leí su Oración
del Ateo, en el secundario, o me sumergí en sus meditaciones puras de La agonía
del cristianismo y Del sentimiento trágico de la vida. En su concepto piadoso
de comprender al hombre por su “hambre de inmortalidad” y comprender muchas de
sus acciones y errores –la vanidad, el egoísmo– a través de ese terrible miedo
a la muerte, siempre encontré una mirada humanista para tratar de mirar a los
Otros –los ajenos– y otros –lo que se me asemejan– que no soy yo. “El hombre es
un fin, no un medio –asevera Unamuno– ¿Y qué es el Derecho a la vida? Me dicen
que he venido a realizar no sé qué fin social; pero yo siento que Yo, lo mismo
que cada uno de mis hermanos, he venido a realizarme, a vivir.” Hay allí una
defensa del sentido único de la vida que me resulta inapelable. Y bello.
En eso texto, Unamuno escribe
también: “Todo lo que en mí conspire a romper la unidad y la continuidad de mi
vida, conspira a destruirme, y, por lo tanto, a destruirse. Todo individuo que
en un pueblo conspira a romper la unidad y la continuidad espirituales de ese
pueblo, tiende a destruirlo y a destruirse como parte de ese pueblo. ¿Que tal
otro pueblo es mejor? Perfectamente, aunque no entendamos bien qué es eso de
mejor o peor. ¿Que es más rico? Concedido. ¿Que es más culto? Concedido
también. ¿Que vive más feliz? Esto ya..., pero, en fin, ¡pase! ¿Que vence, eso
que llaman vencer, mientras nosotros somos vencidos? Enhorabuena. Todo esto
está bien, pero es otro. Y basta. Porque para mí, el hacerme otro, rompiendo la
unidad y la continuidad de mi vida, es dejar de ser el que soy, es decir, es
sencillamente dejar de ser. Y esto no: ¡todo antes que esto!” Y este párrafo
siempre me hizo reflexionar sobre esa conducta típica de la clase media
argentina respecto de siempre querer ser Otro. “Querer ser otro” no significa
“admirar”, “respetar”, “amar” incluso a ese Otro –que a veces es diferente y a
veces adversario-; “querer ser otro” es no “querer ser uno”, es buscar la
propia aniquilación simbólica, es querer desaparecer el mundo, morirse. Es esa
permanente tentación al suicidio existencial de la tilinguería urbana y de
clase media la que me rebela. Porque es una pulsión de muerte. Y quien se mata
a sí mismo, es capaz de matar y desaparecer, en términos simbólicos, a sus
"otros" semejantes. Y yo no quiero morir, porque como muchos de mis
argentinos semejantes siento que "he venido a realizarme, a
vivir".
Unamuno ha tenido oportunidad en
su vida de demostrar con hechos lo que sostenía en su filosofía. Ocurrió en la
Universidad de Salamanca. El autor de Niebla había enfrentado al rey de España,
al dictador José Antonio Primo de Rivera, había sido diputado socialista de la
República y había abjurado de ella cuando el gobierno avanzaba hacia la reforma
agraria y otras de corte socializantes. En julio de 1936, levantó su voz en
apoyo a los fascistas que se habían vuelto contra la República. Era uno de los
pocos intelectuales españoles que apoyaba a los "nacionales". Y allí
estaba ese 12 de octubre en el palacio de arquitectura plateresca –el relato es
de Hugh Thomas– participando de un acto del Día de la Raza e indignándose
mientras oía los discursos en contra del País Vasco y Cataluña, a quien José
María Pemán acusaba de "cánceres en el cuerpo de la nación" y
alentaba a que "el fascismo, que es el sanador de España, sabrá como
exterminarlas, cortándolas en carne viva". En ese momento, alguien en la
platea gritó el necrofílico lema de "¡Viva la muerte!", y el general
Millán-Astray, que había perdido un ojo y un brazo en la guerra de Marruecos,
comenzó con los "España…Una. España… Grande. España… Libre". La
universidad se había convertido, entonces, en el templo de intolerancia y el
fanatismo.
Unamuno se levantó y de manera
quijotesca pronunció uno de los discursos más conmovedores –por su bizarría y
belleza– del siglo XX: "Acabo de oír el necrófilo e insensato grito de
‘¡Viva la muerte!’, y yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que
excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros, como experto
en la materia, que esta ridícula paradoja me parece repelente. El general
Millán-Astray es un inválido. No es preciso que digamos esto con un tono más
bajo. Es un inválido de guerra. También lo fue Cervantes. Pero,
desgraciadamente, en España hay actualmente demasiados mutilados. Y, si Dios no
nos ayuda, pronto habrá muchísimos más. Me atormenta el pensar que el general
Millán-Astray pudiera dictar las normas de la psicología de la masa. Un
mutilado que carezca de la grandeza espiritual de Cervantes es de esperar que
encuentre un terrible alivio viendo cómo se multiplican los mutilados a su
alrededor".
Millán-Astray lo interrumpe exaltado
y brama: "¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!", y la multitud lo
aclama. Pemán, alza la voz y agrega: "¡No! ¡Viva la inteligencia! ¡Mueran
los malos intelectuales!" Unamuno, entonces, imperturbable, con la
parsimonia de un hombre que sabe que está pronunciando un "no" único,
que protagoniza un momento irrevocable para el destino de toda la humanidad, un
instante sublime de la Historia, que está construyendo con sus actos la verdad
poética de que la razón vence a la fuerza, concluye: "Éste es el templo de
la inteligencia, y yo soy su sumo sacerdote. Estáis profanando su sagrado
recinto. Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis.
Para convencer hay que persuadir, y para persuadir necesitaréis algo que os
falta: razón y derecho en la lucha. Me parece inútil el pediros que penséis en
España. He dicho."
Esto recordaba estos días, cuando
la violencia irracional y brutal arrecia contra Venezuela, mientras leía en las
redes, la fenomenal violencia discursiva de periodistas y supuestos militantes
del oficialismo y la oposición en los foros, en Twitter, en Facebook, mientras
reflexionaba sobre los errores que otra vez va a cometer la soberbia
estadounidense contra las democracias latinoamericanas. Y en este punto quiero
detenerme. Las invasiones de la Casa Blanca en nuestro continente sólo han
traído muerte y desolación. Por unos puntos más de ganancia para sus empresas,
han generado decenas de héroes como Augusto Sandino, Farabundo Martí, Camilo
Torres, las guerrillas sudamericanas de los años sesenta y setenta, la
Revolución Cubana. Sin ir más lejos, Ernesto Che Guevara tomó conciencia de que
la democracia era imposible para nuestro continente y que la única vía posible
era la lucha armada en Guatemala, cuando asistió al golpe militar financiado
por Estados Unidos contra Jacobo Arbenz.
Ya ocurrió con Honduras hace unos
años. Pero Venezuela puede convertirse en una nueva Guatemala para los que
consideramos que América Latina debe ser democrática, soberana, con autonomía
para resolver la pobreza con políticas públicas diferenciadas al neoliberalismo
miserable y miserabilizador ¿Eso quiere la derecha latinoamericana y la
estadounidense? ¿Guerras, resistencias, muertes? Seguramente, como ocurre
siempre, la mayoría de los muertos lo ponga el pueblo pobre. Pero, también, les
puede llegar a los poderosos, por lo tanto, no sólo es inmoral, sino también un
mal negocio. Para todos.
En Del sentimiento trágico,
Unamuno había sentado posición respecto de los políticos que juguetean con la
vida y la muerte de los demás: “Por lo que a mí hace, jamás me entregaré de
buen grado, y otorgándole mi confianza, a conductor alguno de pueblos que no
esté penetrado de que, al conducir un pueblo, conduce hombres, hombres de carne
y hueso, hombres que nacen, sufren, y aunque no quieran morir, mueren; hombres
que son fines en sí mismos, no sólo medios; hombres que han de ser lo que son y
no otros; hombres, en fin, que buscan eso que llamamos la felicidad. Es
inhumano, por ejemplo, sacrificar una generación de hombres a la generación que
le sigue, cuando no se tiene sentimiento del destino de los sacrificados. No de
su memoria, no de sus nombres, sino de ellos mismos.”
Repasé este párrafo luego de
escuchar el discurso del viernes de la presidenta de la Nación Cristina Fernández
de Kirchner. En tono Unamuniano, ella dijo: "Extendemos nuestra mano
solidaria a todo el pueblo venezolano, recordando que no hay nada más
importante para todos, para los que piensan como piensan, hayan votado como
hayan votado, que no hay nada más importante que el respeto a la democracia y a
la paz. Porque respetar la democracia, respetar la voluntad popular y porque
respetar la paz sumado al respeto a la democracia, es en definitiva respetar la
vida. Queremos que se respete la vida respetando la democracia, y habrá
oportunidad si ahora no les tocó ganar las elecciones, en un próximo turno
electivo, presentarse nuevamente a elecciones. Las elecciones son así, se ganan
o se pierden, pero no se puede por haber perdido una elección poner en vilo a un
país y también poner en vilo a una región que ha sido declarada hace muy poco
tiempo por la CELAC como una región de paz. Y eso es lo que queremos seguir
siendo los miembros de la América del Sur, de la América Latina y del Caribe,
una región de paz. Se lo pedimos encarecidamente a todos. Y también que las
manifestaciones verbales o las manifestaciones políticas que cada uno tiene
derecho a hacer, o las manifestaciones de caminar, de accionar, se pueden hacer
sin violencia, sin agresión, que cada uno dé su opinión, pero por favor sin
violencia y sin agresión, porque la violencia siempre engendra mayor violencia,
aunque sea verbal. Tenemos todos que ser un poco más tolerantes con nuestra
lengua, con nuestras acciones y no contribuir a avivar fuegos que no son de la
región, sino que tal vez son agitados por vientos que vienen de otros lados. No
seamos tontos por favor, seamos inteligentes y ayudemos a contribuir y a
construir esa paz, porque la paz también se construye cotidianamente todos los
días con nuestras palabras y nuestras acciones."
¿Por qué defender la vida? Porque
cada uno tiene derecho a realizarse, a vivir. Porque cada uno de nosotros
tenemos un rostro único. Y porque nuestra ausencia genera dolor. Detrás de cada
muerto hay decenas de personas que sufren esa pérdida. Morir es la peor de las
injusticias –ya sea de muerte natural, por un accidente de tren o en camilla de
tortura–. La desaparición física de cualquiera –hasta del peor enemigo– causa
dolor a alguien. Un dolor injustificable. Que la Humanidad es así y no se puede
corregir, dirá usted, estimado lector. Es posible. La historia lo demuestra.
Pero no rebelarse ante la muerte es no vivir. Es estar muerto de antemano. Es
resignarse a "No Ser".
Carlos Girard, sobreviviente de
la última dictadura militar argentina, protagonista de mi libro Maldito tú
eres. El caso Von Wernich, Iglesia y represión ilegal, me dijo una vez:
"Es muy fácil disparar el primer tiro, el problema es que no sabés cuál es
el último." Aferrado a la vida, este ex militante montonero agregó:
"No fuimos héroes, fuimos hombres." El golpe de Guatemala fue
"el primer tiro" y abrió una etapa histórica y un proceso de
violencia que concluyó en el Estadio Nacional de Chile y en la Escuela de
Mecánica de la Armada, aquí en nuestro país. Todo golpista lleva en su mochila
el bastón de mariscal de Jorge Rafael Videla o Augusto Pinochet. El escritor
judío italiano Primo Levi, sobreviviente de un campo de exterminio nazi y autor
de Si esto es un hombre, escribió: "Ha sucedido, y es, por consiguiente,
que puede volver a suceder."
*Publicado en Tiempo Argentino
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