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Por José Pablo Feinmann*
Acaso el icono más penetrante y permanente de la cinematografía de
Hollywood sea el de Marilyn Monroe parada sobre la alcantarilla del subte y
recibiendo el aire cálido que sale de ella. La pollera de Marilyn
(formidablemente diseñada) vuela con una gracia irresistible, lleva a cabo un
ballet propio, va de aquí para allá. Pero todo esto sería ínfimo si no fuera
porque debajo de esa pollera están las piernas de Marilyn que se muestran y se
ocultan según la danza de la pollera. Como si fuera poco, la generosa pollera
permite una visión de la bombacha de Marilyn, que desata con brío la
imaginación de los que miran la fotografía. Se trata de una foto osada,
atrevida para los años cincuenta.
Pertenece a una escena del film
La comezón del séptimo año, uno de los primeros grandes protagónicos de
Marilyn, en el que, por si fuera poco, la dirigió Billy Wilder. Antes había
hecho un par de películas. Sobre todo: Almas de-sesperadas (“Don`t Bother to
Knock”), con Richard Widmark, en la que intentaba un papel dramático, el de una
chica alterada. Mal. Y Cómo pescar un millonario, bien. Y Niágara, que
milagrosamente salió un buen film. Marilyn estaba muy sexy. Joseph Cotten muy
loco. Y a la gran Jean Peters la habían desglamorizado para que luciera
Marilyn, porque la Peters la doblaba en talento y en sex-appeal. Recordar El
Rata y sus escenas de besos ardientes y violentos con Widmark bajo la dirección
de Samuel Fuller. Sin duda, Marilyn creó un personaje y no salió de él. La
Betty Boop rubia de los cincuenta. Donde más efectiva estuvo, donde mejor lo
hizo fue en Los caballeros las prefieren rubias. Era graciosa y dejaba muy
atrás a las otras dos rubias que pretendían disputarle el trono: Jayne
Mansfield y Mammie Van Doren, que más que para la pa –con perdón– ja no daban.
Pero si el guionista de la ópera
rock Evita define a su personaje central como “la más grande trepadora después
de la Cenicienta”, no cabe duda de que esta definición le cabe con justicia a
Marilyn. Le pide a Sinatra que la haga entrar al círculo íntimo de los Kennedy.
Sinatra no podía entregarle semejante regalo. Otros sí: un collar de 35 mil
dólares por ejemplo. Los Kennedy no querían a Sinatra por sus relaciones con el
capomafia Sam Giancana. Pero Sinatra tenía dentro de su clan (el Rat Pack) a
Peter Lawford, que estaba casado con una de la familia. Lawford seducía al Rat
Pack por su acento británico. “Mirá, idiota”, le decía Sinatra, “que en
cualquier momento puedo conseguir a otro idiota con acento británico”. Pero
Lawford sabía que su fuerte, más que en el acento británico, estaba en ser
parte de la familia Kennedy.
Lawford pone a Marilyn en
relación con Jack Kennedy. Marilyn lo vuelve loco y se lo lleva a la cama de
inmediato. El romance –más o menos– se mantiene oculto hasta que Marilyn,
deliciosa como nunca, le canta, en un acto multitudinario, el Happy Birthday al
presidente. Es una obra maestra de lo que puede hacerse en Estados Unidos, del
espíritu de ese país, del desparpajo de la Monroe, del sentido del humor de
Jack Kennedy y de la muchedumbre en general. Sin embargo, eso no podía hacerse
en ese país tan divertido. El Happy Birthday que alegremente, con infinita
sensualidad y gracia, cantó Marilyn selló su suerte. No cabía duda: esa mujer
revolvía sábanas con el presidente. La CIA elige matarla. Primero deciden que
lo haga Sam Giancana. También deciden matar a Sinatra. Giancana se niega:
tendría que cortarle la garganta. “Sólo Dios tiene derecho a destruir esa voz
divina”. La CIA no quiere tratar con un hombre tan sentimental. Los mafiosos,
por su origen italiano, lo son. La CIA decide liquidar –por ahora– a Marilyn.
Entre tanto, a Kennedy le encajan Bahía de Cochinos.
Marilyn es la víctima de esta
tragedia con muchas víctimas. Pero fue la que se la buscó con mayor ambición.
Era una chica con muchos problemas depresivos que no podía controlar ni podían,
en esa época, controlarse. Su ambición la llevaba a ciertas cimas de las que se
asustaba. Temía caer. A Kennedy le empieza a pedir demasiadas cosas. Jack, por
considerarla idiota, le confiesa cuestiones de Estado. Luego del “Happy
Birthday” la tiene que dejar. Pero su hermano Robert lo reemplaza. Cree que
nadie se va a enterar y para Marilyn, voltearse no a uno, sino a los dos Kennedy,
tiene el sabor de la gloria. Así, la cuestión llega a un punto sin retorno.
Luego de insinuarles –o más– que son dos vergas imprudentes y
antinorteamericanas, la CIA informa a los hermanos Kennedy que se va a ocupar
de Marilyn. Cualquiera de los dos puede haber dicho cosas mientras dormía con
esa prostituta. Para peor, Marilyn, desvariando, siente que se alejan de ella,
que la eluden, y amenaza con hablar y decir todo lo que sabe. El asesinato es
horrible. Rompen un vidrio. Entran en su casa. Ella está atontada en su cama.
Los de la CIA saben que es tal la cantidad de barbitúricos que toma que se los
administra por enema. La golpean, la sujetan y le inyectan, vía enema, más
barbitúricos de los que tomó en su vida.
Kennedy se ve debilitado ante los
halcones republicanos y demócratas. Da, así, los primeros pasos de la guerra de
Vietnam. Luego lo matan, luego matan a Robert –fornicar con Marilyn es hacerlo
con la Muerte– e intensifican la guerra del sudeste asiático. ¿Querían una
guerra? ¿Querían los halcones, los Curtis Le May, los Johnson, los McNamara,
arrojar toneladas de napalm sobre Vietnam del Norte? Se los posibilitó Marilyn
Monroe. Su gracia, su glamour, su sonrisa, su cuerpo ardiente y deseable, su
sabiduría en la cama, todo eso llevó la muerte y la devastación de ese
territorio, en camino al comunismo o más, pero con el que los medianamente
moderados aún pensaban negociar o no ser tan desaforados en la masacre.
Aquí entra la otra célebre foto.
La de la niña vietnamita corriendo desnuda por la carretera, quemada por el
napalm, gritando: “¡Quema! ¡Quema!”. Dicen que esta foto terminó con la guerra
de Vietnam. Es posible que la de Marilyn, no quemándose, sino sintiendo el aire
caliente del subte, y exhibiendo todas las maravillas que su pollera solía cubrir,
haya sido su disparador. Porque, entre tantos otros millones de seres humanos,
los Kennedy también vieron esa foto y se juraron tener alguna vez a esa rubia
tan deseable. También la ambición de Marilyn, una ambición bastarda, amoral,
ayudó al incendio de Vietnam. Las dos mujeres de esas fotos son víctimas del
sistema imperial capitalista. Pero una es una niña inocente. La otra es una
rubia adorable, que el mundo aún ama, un icono del séptimo arte, pero una mujer
tan confundida, metida en tantas malas causas, que, con muchos otros, pero de
un modo estelar, llevó al país de la niña desnuda que grita “¡quema!” el fuego
que la quemó.
*Publicado en Página12
Espantosa y muy poco respetuosa semblanza.
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