La
primera nota que hice en mi vida fue al dictador Juan Carlos Onganía. No
fue una nota propiamente dicha, en realidad. Yo estaba en sexto grado y
colaboraba en el periódico mural El Hornero, en mi colegio. Se me
ocurrió mandarle una carta al presidente (no tenía muy en claro el
asunto de las dictaduras y las democracias en aquel momento, ni en mi
casa ni en mi escuela se hablaba de política). Se me ocurrió “hacerle
una nota” al presidente. Entonces le escribí una carta, pidiéndole
puntualmente que recuperara las Islas Malvinas.
Era una carta muy encendida. Me contestó al poco tiempo su
secretario privado, algo más bien de rigor, felicitándome por mi
vocación periodística, diciéndome en nombre del presidente que las
Malvinas eran argentinas y detallándome una serie de tratativas
diplomáticas. Llevé la carta con el membrete presidencial, de un papel
color marfil, grueso y tramado, al colegio. Se la mostré a la maestra
encargada del periódico mural y, naturalmente, fue colgada en el corcho
gigante que era El Hornero. Fue muy comentada ese año.
Vaya, cómo son las cosas: antes de que me llegara hace instantes
este recuerdo lejano, estuve a punto de empezar esta nota diciendo que
yo no quería ser periodista cuando estaba en edad de pensar qué quería
ser, en 1976. Pero algo de mi vocación periodística le debo haber
escrito a Onganía, ya que en la respuesta se me felicitaba por ello. Y
ahora que ato cabos, pienso que es curioso que planteara esa nota, a los
once años, no con una lista de preguntas, sino con una rudimentaria
fundamentación histórica y un reclamo.
Años después fue otra carta, ya con 19 años, al Expreso Imaginario,
lo que me permitió llegar a la primera redacción “real” de mi vida.
Antes había conocido otras en las que chicos y chicas trabajaban
fervorosamente en distintas revistas alternativas que hacíamos a mano,
fotocopiadas, con las hojas abrochadas por nosotros, y que vendíamos por
la calle Corrientes. Jorge Dorio se acuerda. Pero ni cuando me acerqué a
esas redacciones contraculturales que en plena dictadura hablaban de
rock y de poesía, ni cuando llegué al Expreso, ni cuando ingresé un par
de años después a Humor Registrado como correctora, estaba en mi cabeza
convertirme en periodista y mucho menos pensaba mi trabajo en términos
de “medios de comunicación”. Estábamos muy lejos de lo masivo, muy lejos
del poder, muy lejos de los cócteles, de la academia y de la carrera de
Comunicación, que no existía todavía. Era otro circuito, ocupado por
una generación que no podía hacer política. Ninguno de nosotros hubiese
aceptado una oportunidad para ingresar a Somos o a Gente, que eran las
revistas de moda. Eramos de otro palo. No teníamos el periodismo en la
cabeza. Pero sí la comunicación, que es algo más complejo y más amplio.
Probablemente los que empezamos por ahí, por los márgenes, no nos
sentíamos atraídos por el periodismo porque por periodismo no se
entendía nada, hacia finales de los ’70, que se vinculara de alguna
manera, aunque fuera vaga, con el pensamiento crítico, ni con la
transgresión. En tanto que en las revistas contraculturales, como en el
Expreso Imaginario y en Humor, sí lo había. Eran líneas editoriales que
nadaban a contracorriente, junto a otras pocas publicaciones, como
después fue El Porteño, que nunca alcanzaban el equivalente a un punto
de rating televisivo.
Quizá por eso nuestro propio pensamiento crítico incluyó desde el
principio a los grandes medios de comunicación. Desde entonces nuestro
trabajo en esos medios pequeños incluyó la mirada crítica y alerta sobre
los grandes medios, y fuimos testigos generacionales de la imbricación
entre el poder y los grandes medios que condujo a la crisis de 2001. Lo
vimos, lo escribimos, lo publicamos.
Hay muchos disparadores de deseo con relación al periodismo. Hay
quienes se acercan al periodismo de investigación por su ánimo de
pesquisa, quienes profesionalizan su curiosidad, quienes quieren
satisfacerse el ego, quienes divulgan saberes complejos, en fin, hay mil
maneras de ser periodista, y serlo no lo hace a uno bueno ni malo. En
lo personal, el gran impulso que me acercó al periodismo fue el de la
adolescencia, el deseo de comunicación. Siempre he asociado ese deseo
más a la señal de humo que al spot televisivo. Queríamos comunicarnos
entre nosotros en una época en la que estaban cortados todos los puentes
y las vías de acceso a los otros.
Después, ya en democracia, nació este diario, y hace ya veinticinco
años que es éste el soporte que me elige y que elijo, en ese intercambio
necesario entre empresas de prensa y periodistas: un medio cuya línea
editorial se asemejó mucho, durante más de dos décadas, a lo que yo
quería decir. Sé que eso ha sido importante y que muchos no han tenido
ni tienen la suerte de trabajar en un medio que les permita expandirse.
Por último, después de treinta y tres años de carrera periodística,
sigo pensando que el motor que me sigue impulsando a hacer este trabajo
es el deseo de entender la realidad del modo en el que lo hacen muchos
otros y quizá no lo puedan conceptualizar. Eso, conceptualizar, asociar,
detectar sentido, crear sentido, encontrar las palabras adecuadas, es
un trabajo específico que como tantos otros requiere técnicas y
sensibilidad. Eso es lo que comparto, después de tantos años, con
quienes están del otro lado del diario, el micrófono o la cámara.
A lo largo de todo este tiempo he pasado momentos difíciles. Pero lo
que nunca se me pasó por la cabeza es que, después de tres décadas de
democracia, iba a llegar una denuncia penal que pretendiera privarme no
ya de la libertad de decir lo que quiero, sino de mi libertad entera.
Las rectificaciones posteriores, confusas y despectivas no hicieron más
que ratificar cómo mienten: la corporación que saca una solicitada
diciendo que no denuncia penalmente a periodistas, los mantiene todavía
denunciados. Hasta el 5 de diciembre, la fecha que fijó el juzgado, los
dos escritos posteriores que presentaron descansan junto a la denuncia
original, en la que se nos menciona como “principales propaladores” del
presunto delito, junto a funcionarios, militantes y organizaciones
políticas. No pueden limpiar la mancha de la etiqueta “propaladora” que
unieron a mi nombre. Un vómito sobre mi trayectoria y mi trabajo. Esa
denuncia no habla de mí. Habla de Clarín.
*Publicado en Página12
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