El escenario político que emergió de las elecciones primarias aceleró el debate sobre la política económica del nuevo período de gobierno. Existe la tendencia seductora de plantear que todo ciclo inaugural debe venir acompañado de una revisión o correcciones en el sendero económico. Es un comportamiento frecuente de varios economistas que apelan a esa demanda para insistir con las obsesiones del ajuste fiscal acompañado con el regreso al endeudamiento externo en el mercado voluntario de crédito.
Muestran así que siguen desorientados sobre las características del actual ciclo político-económico. Lo notable es que, en general, no rinden cuentas por sus errores de diagnóstico. Así, los mismos que la pifiaron hace unos meses siguen opinando como voces autorizadas. Esa carencia se origina, además de por cuestiones ideológicas, en que siguen sin entender el modo de gestión kirchnerista pese a que ya se extiende por ocho años, y probablemente por cuatro más. Por esa incomprensión lo censuran aunque deben enfrentarse a resultados positivos en la economía y, en especial, en la confirmación de esa política en las urnas. El funcionamiento de la administración kirchnerista revela que no implementa grandes cambios si el contexto no lo requiere, en tanto va diseñando una estrategia adaptativa en el marco de sus ejes rectores de elevado crecimiento. No es una política improvisada como puede suponerse desde la academia, sino que desafía el saber convencional que postula que la estructura económica tiene tiempos lógicos, o sea que en base a una teoría se deben implementar medidas de laboratorio, como si la economía fuera una ciencia exacta. En cambio, el actual ciclo puede reconocerse como producto de un momento histórico y, como se sabe, la historia no tiene fin, y sus procesos siempre se suceden y van evolucionando.
Uno de los aspectos en que se ha comenzado a insistir es en que la “nominalidad”, término que se ha puesto de moda en los informes de los economistas de la city, de las variables económicas debe desacelerarse a partir del año próximo año, comienzo del probable segundo mandato de CFK. Esto se traduce en que los aumentos de salarios se deberían ubicar como pauta general en el 18 por ciento, en lugar del 25 al 28 por ciento de este año. Y así también el gasto público o la expansión monetaria. Se ordenaría así la puja distributiva en un escalón nominal más bajo que el de los últimos años, lo que actuaría para aliviar tensiones inflacionarias. Esta posición considera que el Gobierno alentó las subas de este año, análisis que muestra la incomprensión del estilo de gestión kirchnerista. Hubo intentos oficiales de fijar una pauta salarial en un rango inferior al del año anterior, sin éxito por las presiones sindicales para mantener e incrementar el poder adquisitivo del salario y por la estrategia empresaria de acompañar a la oposición política. Incluso el Gobierno buscó reflotar el ya varias veces anunciado y no concretado Acuerdo Social para tratar de influir en esa puja. Ante la imposibilidad de conducirlo hacia el objetivo inicialmente previsto, la política adaptativa del kirchnerismo fue la de acompañar con límites flexibles las negociaciones salariales teniendo en cuenta, en un año electoral, la relación de fuerzas políticas que venía de arrastre desde el voto no positivo de 2008 y las elecciones de 2009. Si las elecciones de octubre confirmaran el resultado de las primarias, el Gobierno tendría un margen de maniobra mucho más amplio a partir del piso estimado del 50 por ciento de los votos. Esto quiere decir que el nivel de “nominalidad” no es una decisión autónoma de la política económica, predeterminado por un esquema teorizado, sino que refleja el resultado de un momento histórico. La política de ingresos de los últimos años no sólo ha desubicado a integrantes de las corrientes conservadores, sino que ha desconcertado a no pocos que insisten con que no ha mejorado la distribución de la riqueza. La estrategia oficial ha derivado en un mayor aumento de los ingresos de los trabajadores y de grupos vulnerables, y esa dinámica de la masa salarial es la que ha permitido sostener elevados niveles de consumo. No sólo se ha tendido a favorecer el factor trabajo sino a achatar las escalas salariales, de jubilaciones y de asignaciones familiares generando una mejora aún mayor en los estratos medios-bajos y bajos de la distribución de la renta. Actualmente casi el 80 por ciento de los jubilados cobran la mínima independientemente de los montos aportados al sistema, con un sistema de seguridad social que alcanza un grado de cobertura del 90 por ciento de los adultos mayores. Lo mismo se verifica en el régimen de asignaciones familiares, que pese a la elevación de las escalas hasta el techo de 5200 pesos, se ubican por debajo de los aumentos salariales dejando fuera de ese beneficio a sectores medios y medios-altos.
Este esquema de redistribución de ingresos hacia los segmentos más postergados, siendo uno de los pilares la Asignación Universal por Hijo, también se ha manejado en las paritarias, que ha derivado en aumentos mayores en los escalones más bajos que en los restantes. En el último informe de coyuntura del economista Miguel Bein se explica que “esta situación que se viene dando desde 2003, cuando las subas salariales eran impulsadas por la política vía aumentos de suma fija, se ha potenciado en los últimos años”. Para agregar que “hoy en la mayor parte de los sectores productivos el ratio entre los salarios más altos y más bajos de convenio se ubica entre 3 y 4 veces, cuando históricamente esta relación se ubicaba entre 6 y 7 veces”.
Disminuir la “nominalidad” de las subas salariales y un cuadro de universalización de la jubilación mínima y de la asignación familiar por hijo plantea el desafío de cómo continuar con la mejora en la distribución del ingreso. El economista Eduardo Crespo explica que “hay muchas vías por las cuales se puede mejorar la distribución sin fogonear tanto las paritarias, alimentando la inflación y reduciendo la competitividad”. Una de ellas es elevando el salario mínimo, avalando así la estrategia oficial de disponer las mejoras más importantes en la base de la pirámide de ingresos. Crespo afirma que “aunque pueda parecer extraño, varios estudios indican que mejoras en el salario mínimo afectan la distribución funcional y también la personal”. “En períodos donde el tipo de cambio es fijo, o se mueve muy poco, como el actual, y donde las empresas, al menos las productoras de transables, tienen dificultadas para trasladar a precios los aumentos nominales, se puede considerar como un hecho estilizado que los aumentos de los salarios más bajos ocurran en parte a expensas de la rentabilidad y en una parte no despreciable también a expensas de los salarios altos”, indica.
De todos modos, conocedor del modo de funcionamiento del actual ciclo económico motorizado por la demanda, Crespo advierte que en las economías contemporáneas resulta casi imposible conciliar tres objetivos considerados “deseables” por casi todas las sociedades: lograr un alto nivel de crecimiento y de empleo, en un contexto de baja inflación, al tiempo que mejora la distribución del ingreso. Los períodos históricos en los cuales estos objetivos fueron satisfechos en forma simultánea son muy breves y en general se caracterizaron por un fuerte control estatal de la actividad económica. En estos meses de debate sobre el sendero económico próximo, vale tener en cuenta entonces la siguiente sentencia de Crespo: “En la generalidad de los casos constituyen un verdadero trilema de la imposibilidad. Cuando dos de esos objetivos son alcanzados, inevitablemente se pierde el tercero.”.
*Publicado en Página12
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