Por Ricardo Forster*
Uno de los saldos interesantes del conflicto que se instaló durante varios meses entre nosotros, y cuyas sombras seguirán acompañándonos por bastante tiempo, es la emergencia de un debate político que hacía décadas que no se vivía tan intensamente en el país. Un debate que movilizó distintos argumentos y que recogió tradiciones intelectuales que parecían en desuso o cuya presencia remitía a un pasado aparentemente clausurado.
No resulta, en este sentido, casual que algunos periodistas que suelen dar cátedra desde ciertos matutinos, hayan esgrimido, que el discurso de Néstor Kirchner es fatalmente anacrónico y que responde a una época del mundo perimida; que su reloj político-económico y su ideología atrasan irreversiblemente. Esa argumentación, repetida una y otra vez, suele corresponderse con una trama argumentativa que remite a los discursos del fin de la historia y de la muerte de las ideologías profetizada a los cuatro vientos al final de los años ’80 por Francis Fukuyama; que, no contento con anunciar el cierre definitivo de las pasiones políticas y la clausura de la historia y de sus antagonismos principales, decretaba, juntamente con todos esos gestos de sepulturero excedido de trabajo, la coronación definitiva del mercado global y de sus formas liberales como punto de llegada y de cierre de la historia. Lo demás eran rémoras de un pasado convertido en recuerdo o transformado en museo temático.
Junto con la naturalización de la ideología neoliberal, devenida en santo y seña del fin de la historia, lo que también fue arrojado al vertedero de los trastos viejos fueron esas otras tradiciones políticas que insistían con salirse de la matriz articulada por la globalización mercantil, que pretendían todavía hablar del Estado, de la problemática de los invisibles de la historia, de la cuestión de la equidad y de la justicia, que aún recogían tradiciones keynesianas o que expresaban una perspectiva no complaciente con el Consenso de Washington y sus derivaciones.
Un hegemonismo globalizado pareció definir de una vez y para siempre la marcha de nuestras sociedades, sepultando voces e ideas, sujetos y pasiones que sordamente se resistían a abandonar la escena. Cuando pocos lo esperaban, algo extraño y anómalo sacudió a Latinoamérica, reinstalando, en varios de nuestros países, aquello mismo que había sido declarado perimido y anacrónico. Nuevamente, el fantasma del “populismo” atemorizó a los cultores del relato único, desde Venezuela, Bolivia, Brasil, Ecuador y la Argentina, con sus especificidades y sus diferencias, un aire nuevo y antiguo a la vez fue limpiando el cielo neoliberal, abriendo otras perspectivas que, en muchos casos, regresaban sobre esas tradiciones intelectuales que, en otra época latinoamericana, habían abierto las experiencias bienestaristas. Escándalo y desasosiego en el campo de aquellos que creían que los vientos de la historia sólo soplaban a su favor; escándalo ante el retorno de lo espectral, de antigüedades ideológicas que reinstalaban la lógica del conflicto y la querella en torno al papel del Estado y a la cuestión acuciante de la redistribución de la riqueza. Escándalo frente a la emergencia de prácticas que nos “ponían fuera de los países serios y primermundistas”, que nos llevaban hacia el callejón del atraso porque simplemente se iniciaba un proceso de revisión crítica de lo desplegado durante los ’90 en un continente que aceptó casi sin oponerse las recetas neoliberales, cuyo saldo de cuentas concluyó en mayor desigualdad y mayor miseria.
El recurso del anacronismo viene funcionando desde hace bastante tiempo y opera como un gigantesco mecanismo de obturación que tiende a invisibilizar todo aquello que no se corresponde con la palabra dominante y con la retórica de quienes se presentan como portadores de la última novedad, esa que se relaciona con un tiempo del capitalismo salvaje que niega la posibilidad misma de revisar la hegemonía del mercado y de sus “indescriptibles maravillas”, cuya expresión más sofisticada fue la famosa teoría del derrame. Mientras tanto, no sólo dejó de acontecer esa promesa, sino que lo único que se derramó sobre los débiles de la sociedad fue la pobreza, la intemperie y la injusticia social. Lo “nuevo” de este discurso que se quiere novedoso es, simplemente, afirmarse en la declaración del fin de la historia, declaración que le permite, como al inefable Morales Solá, decretar la condición fatalmente anacrónica del discurso político de Kirchner allí donde éste no hace más que expresar, supuestamente, una visión retrógrada de la economía y del Estado. Fenomenal operación ideológica que suele borrar las consecuencias reales de las políticas neoliberales y que busca destituir cualquier posible alternativa, deslegitimando el derecho democrático a buscar otros caminos para el desa-rrollo nacional.
Así como se intenta eliminar la relación entre democracia y conflicto, ejercitando la retórica de un consensualismo vacío, esa que disimula los daños perpetrados por un sistema desigual e injusto, también se busca descalificar mundos de ideas, núcleos conceptuales, teorías y argumentaciones políticas en nombre de un tiempo desideologizado cuya principal característica es hacer funcionar a la sociedad como si fuera una gran empresa, con sus gerentes, sus tecnócratas y sus cuadros eficientes a la hora de multiplicar los ideales del mercado y del ciudadano-consumidor sobre todas las esferas de la vida. Ese es el sueño de los cultores del fin de la historia: que democracia liberal y mercado terminen por arrojar al museo cualquier perspectiva antagónica, cualquier práctica que recuerde que la marcha de la sociedad sigue expulsando de la dignidad a millones de seres humanos arrojados, ellos sí, a la intemperie.
Tal vez, entonces, uno de los saldos de un conflicto que no se ha cerrado sea el de reintroducir en el centro de la escena no sólo un debate contemporáneo que vuelve a insistir sobre aquello de lo que ya no se hablaba, sino que también permite echar nueva luz en torno de los vínculos entre el pasado y el presente; no en la perspectiva de recrear antiguas disputas o de quedarse atornillado al sillón de la nostalgia, ni tampoco con la intención de escamotear lo novedoso de nuestra actualidad en nombre de una eterna repetición. Se trata de otro registro, aquel que recupera la función disruptiva de lo anacrónico, de lo relegado al desván de las cosas viejas, como fuente de iluminación crítica, invirtiendo la lógica del neoliberalismo que se declara a sí mismo la última y única alternativa para esta época de clausuras y cierres. Como siempre, el deseo de la derecha, en este caso mediática, es arrojar al vertedero de la historia toda posibilidad de invertir los términos de la injusticia y la desigualdad de un sistema que se quiere eterno y absoluto. Bienvenidos, entonces, ciertos inexcusables e indispensables anacronismos.
* Doctor en Filosofía, profesor de las universidades de Buenos Aires y de Córdoba.
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