Se fue, seguramente, a escuchar a otras familias en el cielo de los justos. Partió para seguir convocando desde las alturas a una arquitectura íntima, participativa, solidaria. Andará ahora entre ángeles y santos discutiendo donde poner una ventana para mejorar el asolamiento de la eternidad, donde abrir una puerta hacia otras dimensiones o cual medida debe considerarse para gozar en plenitud el patio de la esperanza de un mundo mejor.
Nos dejó el Arquitecto Rodolfo Livingston, el más humano de esta profesión, el maestro de una cultura arquitectónica alejada de las parafernalias de los grandes edificios y de las alturas de la vanidad constructiva. Nos acompañó sin que le prestáramos demasiada atención sus colegas, más preocupados por egos inútiles o por necesidades de sobrevivencia eternamente insatisfechas. Cuando al fin le escuchábamos o lo leíamos, nos abría a un horizonte distinto, donde el placer de compartir era la mejor parte, donde su impronta de profesional casi ni se notaba, por el trato pleno de simpleza y humor que manejaba. Cuando veíamos sus obras, nos terminábamos preguntando para qué nos habíamos esforzado tanto para hacer difícil lo que él resolvía con la sencillez de una sabiduría innata.
Nos queda su sonrisa de Gardel, sus ironías y sus rebeldías. Nos deja su amor por una Cuba a la que le dió mucho y bueno, ayudando a intentar construir ese mundo alternativo que Fidel le supo transmitir en sus múltiples visitas a la isla de la esperanza. Nos alienta, aún con su falta física, a seguir construyendo sueños, cobijando familias, elaborando reformas y ampliaciones de viviendas chorizos, planeando patios arbolados y sombras diseñadas por su lápiz mágico para poder hacer que la gente viva mejor, su única y fabulosa misión. Esa que, ahora, nos toca a sus discípulos y admiradores, dar continuidad, para sentir que tanta generosidad y humanismo dentro de su sabiduría arquitectónica, nunca deje de ser el valor más preciado, la meta más deseada, la honra más buscada.
el arquitecto de los pobres q,epd
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