miércoles, 5 de diciembre de 2018

"LOS QUE SE LA SABEN TODA"

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Por Roberto Marra
Existe un mal endémico en nuestro País, portado por millones de habitantes. No se trata de un virus o una bacteria, no es producto de la polución ambiental o la resultante de la aplicación de un producto químico. Tampoco se debe a la falta de alimentación o al exceso de ésta. No se le puede culpar a las ondas electromagnéticas ni a la radiación solar. No es una “enfermedad”, pero enferma. No es un cáncer, pero nos consume. No es una demencia, pero enloquece.
Se trata, efectivamente, de la razón absoluta de “los que se la saben toda”, formas de expresiones que alejan discusiones y debates, contraen pensamientos y elaboraciones intelectuales, aplastan hasta la más mínima posibilidad de búsqueda de alguna alternativa a la verdad que el portador insano de dicha condición ha sentenciado.
Es, simplemente, una forma de manifestación verbal que se resume en un sentido tajante, en una seguridad terminal, en una sentencia final que nunca podrá ser contrarrestada. Los “que se la saben toda” sentirán siempre una gran satisfacción ante el anonadado interlocutor, que será, en todos los casos, ninguneado por estos energúmenos con seguridades infinitas, ignoradas las posibles réplicas verbales, desestimadas las pruebas que se le pretendan ofrecer para demostrarles sus errores, siempre groseros, tan enormes como sus soberbias sin sustento en conocimientos ciertos.
Están por todos lados, poseen las más diversas profesiones u oficios y actúan sus falsas sabidurías sin que nadie se lo solicite. Exhiben sus aparentes superioridades ante la menor expresión contraria a sus pareceres, acabando rápidamente con los “detractores” de sus sentencias con la vanidad que los alimenta. Inútil pedir razonamiento a estos supuestos ilustrados con la “enciclopedia de la calle”. Nada será suficiente para torcer sus rumbos atornillados a creencias irracionales, productoras de veredictos irrefutables.
Sus sentencias han producido mucho daño. Sus creencias han terminado con esperanzas y desarrollos virtuosos. Sus fantasías de absolutas razones han teñido a la sociedad con la miseria real. Sus elucubraciones perniciosas han desolado a las mayorías, introduciendo el gen malicioso de la duda sobre seguridades palpables y visibles, en nombre de eso que dicen saber en su totalidad, y siempre desconocen.
Resulta muy contagiosa esta condición de reveladores de la verdad absoluta. La adhesión es mayoritaria entre quienes buscan soluciones mágicas a los problemas que los hostigan cada día. Otros, más pensantes, terminan por ceder ante tanta “seguridad” de “los que se la saben toda”, que no cesan nunca con sus diatribas para infundir apabullamientos en quienes los enfrentan. Quienes se atrevan a no asentir sus dichos, serán señalados ante la sociedad como los “raros”, los que no entienden la realidad a la que solo acceden ellos, los “sabiondos” de mesas de cafés y tribunas de pasiones futboleras.
Nos “cantan la justa”, poniendo en juego la burla y la estigmatización sobre los otros. Nos abruman con falsedades elevadas al pedestal de lo verídico a fuerza de sorderas permanentes a los gritos desesperados de los perdedores de la sociedad que ayudan a destruir. Son adoradores de la meritocracia, impulsores absolutos de la violencia contra los que les cortan las calles, seguidores incondicionales de energúmenos muy parecidos a ellos que pululan en las pantallas de una televisión que también asegura “que se la sabe toda” y votantes seguros de los enemigos del Pueblo.
Anodinos y mentirosos contumases, no aceptarán la realidad hasta que choquen contra ella. Y aún así, sabrán elucubrar otras sentencias provocadoras contra lo evidente, única forma de asegurar preeminencias insostenibles con la razón. Cuando ya nadie más que sus iguales les escuchen, cuando la espalda de la sociedad martirizada por sus dichos sea lo único que vean, igual habrán de hacer el último intento por demostrar que “tienen la posta”.
Entonces, esbozarán una sonrisa falsa, nos mirarán con sorna por nuestra supuesta incapacidad para ver lo evidente que ellos sí ven, y repetirán los latiguillos de sus condiciones sabiondas. Tanto harán que, después, cuando ya se hayan ido, los atribulados interlocutores terminarán dudando hasta de sus propios pareceres, envueltos en la oscuridad semántica de estos personajes paridos por la brutalidad y alimentada por la ignorancia programada para el sometimiento de los que, muy arriba, sí “se la saben toda”, de verdad. Toda la maldad.

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