domingo, 8 de septiembre de 2013

LOS GOLPES DE SEPTIEMBRE

Imagen Tiempo Argentino
Por Hernán Brienza*

  Septiembre no es un buen mes para la historia de las mayorías argentinas. Se produjo la secesión de Buenos Aires en 1852, la Batalla de Pavón en 1861, el golpe de Estado contra Hipólito Yrigoyen y el derrocamiento de Juan Domingo Perón en 1955. 
Septiembre, vaya capricho del almanaque, cobija en su vientre tres de los momentos más duros y difíciles para lo que comúnmente se denomina "sectores populares" –que, definidos por extensión, incluyen a los pobres, a los trabajadores, a las provincias– y a los intereses nacionales –es decir, de Estado, como representantes de esas mayorías–. 
Vale la pena recordarlos, pero hay que hacerlo sin falsos revisionismos ni engañosos edulcorantes que nos sirvan para sostener fantasmagorías presentes. Esta semana, dos publicaciones de diferentes extractos ideológicos –La Nación y la agencia Télam– cometieron el mismo error: banalizaron "el mal" de los golpes de Estado. Y es una señal peligrosa de los tiempos que estamos viviendo. 
Algo adelantó Mauricio Macri esta semana: "El fin justifica los medios", dijo, y nos recordó a los argentinos que el mentado "Círculo Rojo" –la poderosa minoría que siempre tuvo las riendas del poder real en la Argentina– siempre fue capaz de realizar cualquier cosa con tal de no perder el privilegio de la dominación en nuestras tierras.
Siempre me llamó la atención la perversidad de los hacedores de la Ciudad de Buenos Aires. A la quinta de los Dorrego la llamaron Plaza Lavalle en homenaje a Juan Galo, asesino de Manuel (primer líder nacional y popular de la Argentina). Bernardino Rivadavia, el hombre que más combatió a las provincias desde el Primer Triunvirato y desde el gobierno de Martín Rodríguez, tiene su monumento en la Plaza Once de Septiembre, el sitio donde está emplazada la cabecera del ferrocarril que recibe a toda la "provincianada" del Gran Buenos Aires. 
Quienes se bajan del tren Sarmiento acceden a la plaza y creen que su nombre se debe al "Padre de las Aulas". Pero no es así. Los hacedores de Buenos Aires quisieron recordarle a esa provincianada "ladina y bullanguera", como podría llamarla Jorge Luis Borges, que un 11 de septiembre de 1852 los porteños hicieron una revolución para ser libres de la Confederación Argentina.
El ciclo abierto ese 11 de septiembre comenzó a cerrarse el 17 de septiembre de 1861 en la Batalla de Pavón, cuando Justo José de Urquiza defeccionó al mando del Ejército Grande de la Confederación frente a las tropas del ya casi derrotado general porteño Bartolomé Mitre. La traición de Urquiza –producto de un complejo proceso de deslealtades cruzadas entre los líderes confederados– le dejó el campo libre a los porteños para que, al mando del futuro fundador de La Nación, arrasara con los gobiernos federales de las provincias e iniciara el largo y brutal Proceso de Organización Nacional. 
Durante ese "Proceso", Mitre y los suyos –fundamentalmente sus coroneles José Arredondo, Wenceslao Paunero y Ambrosio Sandes– se dedicaron a masacrar a los pueblos de las provincias y a imponerles su evangelio a fuerza de degüellos masivos –como ocurrió tras la Batalla de Cañada de Gómez– o asesinatos selectivos como el del Chacho Ángel Vicente Peñaloza, colofón del crimen producido unos años antes contra el gobernador sanjuanino José Agustín Virasoro. 
La batalla de Pavón le dejó el campo libre al mitrismo para organizar el país a su manera, bajo un modelo liberal agroexportador de acoplamiento al proceso industrial británico y con una institucionalidad francamente elitista y conservadora que profundizaba la subalternidad de los sectores populares. 
Ese proceso comenzó a resquebrajarse con la llegada al gobierno del radicalismo de la mano de Hipólito Yrigoyen. Si bien el radicalismo no logró quebrar el sistema agroexportador, democratizó política, social y económicamente al país, permitiendo a vastos sectores de la clase media aspirar a la burocracia estatal y a lugares de expectación pública. 
El yrigoyenismo quebró el alineamiento automático con Gran Bretaña, comenzó lentamente el proceso de industrialización, de proteccionismo económico y de desarrollo de la industria energética en nuestro país. A mediados del año 1930 Yrigoyen pensaba en nacionalizar toda la industria petrolera expulsando al gran trust internacional, por ejemplo. 
Es posible que su gobierno sufriera un proceso de desgaste y de debilidad extrema, pero esas no fueron las causas de su derrocamiento. Basta leer las crónicas de la época para darse cuenta de que la vieja oligarquía desalojada del gobierno en 1916 quería volver a implantar el fraude patriótico para recuperar lo que siempre consideraron suyo. Ese fue el verdadero sentido del golpe de Estado que se produjo el 6 de septiembre de 1930.
El viernes la agencia Télam escribió en sus efemérides: "Es derrocado el presidente constitucional Hipólito Yrigoyen. En las horas febriles que precedieron al golpe de Estado del general José Félix Uriburu, el gobierno de Yrigoyen es un fantasma que no atina a reaccionar, pero la conspiración carece de toda base militar. El general Uriburu divaga y discute alegremente la formación del futuro gabinete. Sólo el hundimiento total del radicalismo, la parálisis de sus centros de poder y de sus íntimos reflejos permitieron que las alucinaciones del mediocre general pudieran convertirse en realidad." No me pareció feliz. 
Es más, me recuerda a esta otra aparecida el lunes en el diario La Nación: "Ni las balas de plomo derrocaron al General Juan Domingo Perón, ni existen balas de tinta, ni, en caso de existir, podrían destituir gobiernos. Perón no cayó por obra de las armas que alzó la Revolución Libertadora en 1955. Cayó, básicamente, porque su régimen se había agotado y abundaban los escándalos y las burdas muestras de autoritarismo. Las 'balas de tinta' no matan ni hieren, ni mucho menos derrocan gobiernos. Esos proyectiles sólo informan, analizan, investigan y critican. Forman opinión. Si esa opinión, al convertirse en el voto que se deposita en las urnas, resulta políticamente letal, es pura y exclusivamente porque la tinta, al margen de los errores que se puedan cometer, ha sabido transmitir la realidad en la que viven los lectores."
Ambos párrafos repiten la falacia y el eufemismo de que no es el proyectil el asesino sino el cuerpo de la víctima que cede ante el plomo caliente que intenta entrar en su carne. Ni Yrigoyen, ni Perón, ni Arturo Frondizi, ni Arturo Illia, ni Estela Martínez de Perón (¿ni Alfonsín?) cayeron por su peso propio. 
Simplemente, fueron arrojados del poder por los sectores concentrados de la economía y el poder político real con mayor o con menor grado de violencia militar. Pero todos fueron víctimas de esa matriz golpista que los sectores dirigentes –¿el Círculo Rojo?– inauguraron el 1 de diciembre de 1828 contra Manuel Dorrego. 
Obviamente, no se puede hacer mecanicismo histórico. No es el mismo sector ni los mismos apellidos, pero sí responden a los mismos intereses. No se puede banalizar el mal de ningún golpe de Estado. No se puede banalizar ninguna muerte política. Ese, me parece, debe ser el compromiso más profundo de todo hombre y mujer que se considere profundamente democrático y humanista. Y, además, el más inteligente para todos aquellos que militan en la defensa de las mayorías. Porque ya se sabe: los poderosos ponen el plomo en la tinta y en las balas. Las mayorías populares siempre ponen los cuerpos.

*Publicado en Tiempo Argentino

No hay comentarios:

Publicar un comentario