El tiempo es vengativo. De alguna manera se las arregla para pellizcarnos donde duele, para recordarnos que los errores, tarde o temprano, se pagan. Y sin embargo, ahí vamos, como la mariposa hacia la luz, encandilados con los colores falsificados de una historia contada al revés o, todavía peor, ni siquiera contada. Derechito a la mortaja de la consciencia, sin paradas intermedias para reflexionar, abandonando el conocimiento acumulado por los años, desatendiendo las advertencias de quienes no se hayan atado al barco de la estupidez, apretando el acelerador de la brutalidad, gozosos de estrellarnos otra vez contra el paredón del fusilamiento de las esperanzas.
La persistencia en ignorar la realidad, ha convertido a la sociedad en caldo de cultivo de la irracionalidad multiplicada hasta el paroxismo. El virus de la inmoralidad atraviesa fácilmente la deteriorada piel de la ética, convertida ya en un borroso recuerdo de tiempos que no se quieren conocer, porque allí residen la respuestas a las preguntas que no se permiten hacer. La colonización de las neuronas impiden el raciocinio y su correlato de sentimientos humanos. La vulgaridad gana la partida con los naipes marcados por la mediática enredada. La cultura se desvanece en el humo del fuego que quema la verdad como los pastos de un territorio avasallado.
Gozan los poderosos, multiplican sus fortunas malolientes, se revuelcan en el oro pervertido por miles de muertes cotidianas que se lo proveen. Ordenan, designan, determinan, planifican los horrores de un futuro demasiado parecido al presente eterno en el que nos maniatan con sus extorsiones de peores tiempos. Se les admira por sus actos genocidas, se les rinden pleitesías por sus altiveces incongruentes con sus moralidades inexistentes, se les perdonan sus robos permanentes en nombre de las gotas que prometen derramar en un futuro que nunca llega.
Llora el pobrerío, desarmado de ideas y de sueños, como no sean los de sobrevivir hasta el otro día. Se arrastran desfallecientes por un mendrugo que apenas muerden se lo quitan, para recordarles que su único objetivo debe ser el de servir al enriquecimiento desmadrado de los que ya no saben como contar sus fortunas. El piberío mira desolado la vidriera irrespetuosa de la abundancia negada, solos y abandonados al ataque de la jauría de los polvos venenosos con los que terminarán sus patéticas existencias. El hambre les aplasta los asombros, les destituye el conocimiento, les arrastra sus cuerpos desvencijados hacia la orilla del final programado desde arriba, donde sus vidas valen menos que las balas que recibirán si se rebelan.
La politiquería obnubila la racionalidad política, destruye la historia cimentada en valores olvidados, que implosiona ante la vista desesperada de los últimos esperanzados. Se retuercen en sus tumbas los líderes que intentaron construir otra nación, impregnada de sentidos de Justicia que ya no importan demasiado, casi nada. Desesperan quienes aún sienten las banderas que los impulsaron a sus militancias, arrastrados hacia acuerdos amañados para cambiar sin cambiar nada de lo que importa. Se aturden los jóvenes que se animaron a revolver en los armarios donde se guardan las convicciones, al ver los desvíos de quienes parecían tan sabios, que sólo parecen dedicados a ponerle zancadillas a quienes se atrevan a mover el vetusto aparato político hacia la renovación de sus estrategias.
Y, sin embargo, ahí permanece la esperanza. A pesar de todos los pesares, en medio de la locura desatada y la adhesión mayoritaria a la inacción y la intrascendencia, se mueven en el fondo de ese barro putrefacto, el gérmen de la sublevación de las consciencias, el plasma de la vida renovada, el alimento de los sueños con tiempos de felicidades reales, de niñeces bien alimentadas, de dignidades de salarios suficientes, de vejez recompensada.
Todavía cantamos, dice aquella canción inolvidable. Todavía podemos convertir tanta venganza cruel de los peores, en revancha solidaria con los ninguneados de toda la vida, en señal de recomienzo de otra historia, en punto de partida de la enésima reconstrucción de esta Patria pisoteada por sus repugnantes vendedores, pasajeros de una historia malhadada que solo cabe combatir hasta la victoria inapelable de la gente convertida, definitivamente, en Pueblo.
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