Por Roberto Marra
La vida de un pobre no vale nada. Nada de verdad, absolutamente. Lo que le pase como consecuencia de las actividades que desarrolle para la sobrevivencia cotidiana, importa demasiado poco en el devenir de la sociedad. Tampoco importan los que no participan de esos trabajos, las familias en general y los niños en particular. No hay disculpa válida ante esta realidad palpable, a la vista de quien conserve un poquito de consciencia de la pertenencia a un colectivo social. Y no existe razón alguna en las perversas declaraciones de quienes detentan el poder para darle continuidad casi infinita a este oscuro estado de cosas.
Se suele decir que, al conocer la realidad, las personas sabrán evaluar con mayor capacidad las respuestas que demanden los hechos en cuestión. Pero la verdad no suele tener buena prensa, ni contener las necesidades impuestas a quienes las soportan con la voluntad quebrada por la extorsión del hambre y el desamparo. El fantasma visible de la miseria golpea cada noche en las casuchas donde se amontonan las familias esclavizadas por la indignidad de los capangas llamados, pomposamente, “empresarios del campo”.
Así sucede en cada rincón de nuestro territorio enajenado, donde la producción agraria fue reconvertida en un vaciadero de venenos a los cuales se les pretende bajar la toxicidad denominándolos “agroquímicos” o “fitosanitarios”. “Cruel en el cartel, la propaganda duele...”, dice un memorable tango. Así es como se ve la parafernalia publicitaria de esos tóxicos con rango de “imprescidibles”, para convencer de una modernidad que tan sólo lo es como método destructivo de la naturaleza a la que invade sin piedad. Una naturaleza que incluye a todos los seres vivos, sin importar especie alguna. Los humanos, también están ahí, bajo el fuego de este bombardeo casi silencioso y cotidiano, de esa lluvia que moja hasta acabar con cualquier signo de vida.
Pocos se atreven a contradecir los mandatos de un poderío avasallante hasta de la ciencia. Profesionales del agro niegan lo observable a simple vista, desacreditan a quienes se animan a plantear la masacre acreditada por las centenares de víctimas visibles y de las que nunca salen a la luz. Jueces y fiscales se convierten antes en resguardo de las millonarias fortunas de los “empresarios del campo”, que compran y venden voluntades como quieren y necesiten para sus enfermas ambiciones. Algunos abogados se ponen al frente de la defensa de los afectados que pierden a sus seres queridos por efecto de esta devastación programada, lo que generalmente culmina con fallos tan escasos de justicia como la social, perdida bajo la andanada de balas húmedas de esos “venenos productivos”.
Los gobernantes patean para adelante la pelota mojada por la insolencia productiva a costa de la muerte. Las promesas de mayores puestos de trabajo y los supuestos desarrollos promisorios, son el anzuelo para que los mismos desamparados les voten, en otra batalla perdida ante el Poder Real que maneja estos hilos desde las poltronas de oficinas lejanas a las tierras mojadas con el sudor envenenado de quienes alimentan sus cajas de caudales. Los legisladores discuten minucias leguleyas en los proyectos de declaraciones vacías, especies de lavado de consciencias que les ayudan a soportar tanta desvergüenza.
Hasta la instituciones de investigación científica están cooptadas por ese suprapoder envenenador de las transnacionales, que les construyen algún pabellón o becan a los científicos para comprar resultados a la medida de sus intereses. Ni hablar del poder mediático, donde se distribuyen miles de millones para solventar a supuestos “especialistas” que nos relatan las fantasías productivas como cuentos de hadas, a sabiendas que la muerte será el págo para el último eslabón en esta repugnante cadena económica.
Cada tanto, alguna nota reproducida en algún periódico, generalmente escondida en sus páginas menos visibles, nos despertará de un letargo provocado de exprofeso para anular las lógicas reacciones que se debieran tener. Siempre tarde, nos anunciarán las muertes de niños fumigados, atravesados por sufrimientos indescriptibles, abandonados por todos, incluso por quienes todavía podemos comer a diario, aún cuando lo que ingerimos también está envenenado. Porque allí radica esta búsqueda de concientización, en la necesaria conexión entre la muerte directa y la indirecta, provocada por los mismos agentes químicos, que nos penetran lentamente, como la gota que horada la piedra, hasta despertarnos las enfermedades que la medicina no podrá curar.
No cabe el asombro, porque no es novedad. No es lógica la sorpresa, cuando las advertencias vienen siendo sostenidas desde hace décadas, pero ignoradas en nombre del “crecimiento”. A la vuelta de la esquina de cualquier calle de los pequeños pueblos, están presentes y a la vista los agentes del mal, esos que caen sobre los suelos, penetran en las raíces y llegan hasta las aguas que perdemos irremediablemente, en nombre de una productividad apropiada por muy pocos. Como aquellos vuelos de la muerte de la ferocidad dictatorial, adormecen las conciencias, compran las voluntades, amaestran a sus adláteres y matan, sin piedad alguna, a quien se ponga por delante de sus miserables intereses. Asesinan con placer a sus víctimas más inocentes, reduciendo la moral a una masa informe de mentiras y soberbias.
Sólo cabe rebelarse y contar estas verdades cada día, en cada rincón, escuchando a los sobrevivientes y, sobre todo, a los padres y madres de las víctimas más dolorosas. Difundir y provocar consciencia es un trabajo lento que requiere de mucha voluntad y paciencia. Pero exigir a las autoridades “distraídas” de sus deberes, es una labor mucho más directa y concreta. Modificar esta estructura productiva de supuestos avances “cientificoides”, debe ser tomado como fundamento de quien pretenda reconvertir a este territorio fumigado por la perversión de tan pocos, en una Patria que termine para siempre con la indignidad del hambre y la pobreza.
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