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“Nunca
pensé que en la felicidad hubiera tanta tristeza”. Esta frase
de Mario Benedetti parece ideal para representar la actualidad
argentina. El supuesto mundo de felicidades en el que aparentemente
estaríamos viviendo, producto de habernos liberado de la “opresión
populista”, no para de sorprendernos con “ajustes” destinados a
lograr que quienes antes ganaban mucho, ahora ganen más todavía, y
los subsidiados de antes pasen a ser ahora los “subsidiadores” de
los poderosos.
Alegres
filas de felices pagadores se reunen frente a las ventanillas de pago
para recibir las buenas nuevas de los aumentos de tarifas. Y pagarlas
con el placer de ser parte de una época feliz. Un tiempo donde todo
transcurre con la seguridad en que siempre se puede un poco más.
Pagar un poco más, claro.
Es
que la población ha comprendido la verdadera razón de su
existencia: asegurarles a los dueños de las grandes empresas de
servicios, permanentes aumentos en sus beneficios, aun resignando los
propios, los cuales, “solidariamente”, se transfieren a las
cuentas offshore de estos magnánimos propietarios que, casualmente,
ocupan ahora puestos claves en la estructura gubernamental. Esto,
claro, para mejorar la calidad institucional.
Parece
que al ocupar ambos lados del mostrador, la corrupción desaparece,
ya que no necesitan pagar a funcionarios venales para obtener
beneficios mayores y ganar licitaciones, porque en ellos mismos se
subsumen los corruptos y los corruptores. Esto ahorra tiempo y
esfuerzos, y la justicia ya no se recarga con inútiles esfuerzos
persecutorios a coimeros, pudiendo dedicarse a encarcelar a
perseguidos sin condenas o renovarles acusaciones sobre hechos que
nunca sucedieron, pero que sirven para disciplinar voluntades
molestas para sus fines.
Gas,
electricidad y agua son como el tridente de un nuevo diablo. Con sus
aumentos continuos se nos persigue cada día en una carrera
enloquecida hacia la felicidad absoluta, la cual se completa con la
disminución de los salarios y las jubilaciones reales, recibidas con
beneplácito por los afectados, que entienden que postergar sus
comidas les traerán futuros promisorios. Si es que sobreviven, por
supuesto.
La
tristeza del “virus de la felicidad sin sentido” será
descubierta, tarde o temprano, por los infelices que no saben
(todavía) que lo son. Ahí es cuando los fabricantes de tantas penas
disfrazadas de alegrías habrán de descubrir que, tal como lo dijo
alguna vez Miguel de Cervantes, “las tristezas no se hicieron
para las bestias, sino para los hombres; pero si los hombres las
sienten demasiado, se vuelven bestias”.
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