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Había
una vez un País muy extenso y poco habitado, donde la gente parecía
feliz. Un día, algunos seguidores de un Dios llamado “Mercado”,
descubrieron que lo que la gente vivía a diario, que palpaba en sus
bolsillos y registraba con sus sentidos, era una “farsa”. Una
gran mentira promovida por malvados seres apoderados de la estructura
de esa Nación solo para dañarlos.
Se
dijo que, si bien aumentaban los salarios por encima de la inflación,
se hacía... para que hubiera inflación. Si se mejoraba la vida de
los viejos, era para arruinar a los jóvenes. Los niños eran
abastecidos de computadoras para sus dominaciones ideológicas. Se
solventaban actos culturales, para lograr la adhesión a los “sucios
planes” de control social. Se promovía el desarrollo científico,
para terminar con la libertad de expresión desde los satélites. Se
aumentaba el ahorro, simplemente para robárselo. Se transformaban
los ferrocarriles para destruir el transporte por rutas. Se
nacionalizaba la producción energética, para atacar la libertad de
la empresas extranjeras para llevársela.
Se
dijo que todo era muy injusto e inmoral. Se dijo que una asociación
ilícita había asaltado el Gobierno y se estaban robando todo. Y que
los jueces debían actuar con prontitud para terminar con la
ignominia de tanto beneficio... solo para los pobres.
La
maquinaria mediática se puso al hombro la recuperación de esa
sociedad beneficiada por la denunciada “farsa” económica. La
justicia hizo lo propio, aliándose con las “fuerzas vivas” y
logrando en poco tiempo superar las barreras de la inteligencia de
los tantos “engañados” por el feroz populismo, que así llamaban
a ese engendro ideológico.
Entonces,
las mismas mayorías que gozaban de esa aparente felicidad, dieron
vuelta la historia, para solaz de sus salvadores, otorgándoles a
éstos el poder absoluto. Comenzó allí la recuperación más rápida
y brutal de la historia... pero solo de los nuevos gobernantes y sus
financistas.
Quienes
habían ganado algo antes, debieron perderlo todo ahora. Para eso,
dejaron de viajar, vendieron sus autos, comieron menos, apagaron sus
aires acondicionados y sus estufas, dejaron de ver espectáculos,
cambiaron de escuelas a sus hijos, remendaron sus vestimentas,
cerraron sus pequeños comercios y, algunos, por ese tremendo amor a
la patria (contratista y financiera), se mudaron a villas miseria.
Ahora
sí parecía que se estaría en condiciones de crecer y cuando la
felicidad real alcanzaría a todos. Pero, en realidad, alcanzó a muy
pocos. El resto de los habitantes de ese País, tuvo que esperar. Y
mucho. Se supo que, años después, millones de personas harapientas
y hambrientas descubrieron, aunque tarde, el engaño de los
verdaderos farsantes. Y, según cuentan algunos, la historia, a
éstos, no los absolvió.
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