domingo, 3 de marzo de 2013

TIEMPO DE JUSTICIA

Imagen de mouriz.wordpress.com
Por Hernán Brienza*

No creo en el Derecho. Discúlpenme. Pero así como nunca he creído en el periodismo como Cuarto Poder, como espacio público que otorga patente de fiscales objetivos, neutrales e independiente a los periodistas, tampoco creo en el Derecho como disciplina orientada a establecer justicia en una sociedad determinada. De allí, mi soberana desconfianza de las instituciones. No creo en jueces ni abogados como entidades dignas de reverencias. Mi jacobinismo me impide pronunciar frases disparatadas como "Vuestra Excelencia" o "Su Señoría". No creo en magistrados que coleccionan apellidos y forman parte de "familias judiciales" que se imbrican con poderosos bufetes de abogados que intercambian secretos y favores, muchas veces a costa de los humildes y del Estado. Siempre sospeché de un poder del Estado que se hace llamar democrático y no es elegido por el pueblo ni representa a la ciudadanía. 
Desde mis años de estudiante en el cuadrado neoclásico de la avenida Figueroa Alcorta, más precisamente mientras cursaba la materia Filosofía del Derecho, con Eduardo Ángel Russo –un profesor de esos cuyas palabras generaban una metralleta descontrolada de ideas en el cerebro de sus alumnos–, perdí ese fervor fetichista que muchos sienten por las normas y los complejos jurídicos. Si a eso le sumamos el accionar de los hombres y mujeres del Poder Judicial, el cuadro de paranoia y desconfianza se completa. El Poder Judicial nunca me ha parecido el cuenco de la justicia. Apenas me resulta un enmarañado y apasionante andamiaje de leyes, procedimientos y sanciones, resultado de la Teoría Pura del Derecho de Hans Kelsen. Y este iuspositivismo incluye, claro, un relativismo radicalizado respecto de las posibilidades de un Poder Judicial nacional de poder emitir justicia. 
Por lo tanto, si el Derecho no responde a una justicia divina o natural, las normas son hijas del capricho de los hombres. Como Fiodor Dostoievski le hiciera decir a un angustiado Iván Fiodorovich Karamazov: "Si Dios no existe, todo está permitido." Las leyes, las instituciones, las constituciones son, con mucho optimismo, hijas del consenso social, de algún contrato previo. En el peor de los casos –y esto es lo que realmente pienso–, la imposición de un sector social poderoso –una clase dominante– de una serie de normas a los sectores subalternos. Especialista en Derecho Romano, el napolitano Aldo Schiavone sentenció en su libro IUS, La invención del Derecho en Occidente, que el Derecho moderno no es otra cosa que una herencia de una "forma de disciplinamiento social" diferente de la religión, la ética y la política, y que ese sistema de "ritualidad y orden" logró transformarse "en una ciencia y tecnología del control de la relaciones humanas". O como se desprende de Michel Foucault, un tanto más directo: el Derecho es el intento de la burguesía de cumplir su sueño en encerrar al proletariado y controlar los cuerpos de los pobres.
Obviamente, el Derecho es un complejísimo edificio racional estructurado e intermediado por cientos de intereses en pugna. La "justicia" y la administración de justicia componen un sistema en constante proceso de perfeccionamiento, y no es mi intención hacer una diatriba absoluta ni posicionarme desde el No Lugar y desde allí arrojar piedras contra los cristales del Palacio de Tribunales. Simplemente recordar que las normas jurídicas y el Poder Judicial son consecuencias de un resultado determinado de fuerzas políticas en pugna. Creo como Pierre-Joseph Proudhon que "la propiedad es un robo", y como Jean-Jacques Rousseau, que el hombre que dijo por primera vez "esto es mío", inició una sucesión de engaños que dio comienzo a las desigualdad entre los hombres (creo que la cita es de Rousseau; pero si no llega a pertenecerle al autor de El Contrato Social, atribuya mi error, estimado lector, a mi fervor sarmientino por falsear citas como hacía el gran sanjuanino). Que el robo de un autoestereo conlleve una pena mayor que un engaño amoroso –que es más doloroso y produce más daños psicológicos–, por ejemplo, es una decisión estrictamente política forzada por aquellos que más tienen, o al menos por aquellos que tienen autoestereos sobre los que no tienen. A partir de aquí, todo el andamiaje normativo es artificial y arbitrario (estoy exagerando, obvio).
El Derecho argentino no puede estar exento de estos caprichos de las clases dominantes. Hija del liberalismo decimonónico, la Constitución Nacional es la imposición de los vencedores de Caseros –y de Buenos Aires, tras la batalla de Pavón– y la organización del Poder Judicial acompañó el Proceso de Organización Nacional que llevó adelante Bartolomé Mitre con su ejército nacional, reprimiendo brutalmente a quien se le interpusiera. El Poder Judicial, entonces, nació no sólo liberal, sino también mitrista. Y la Corte Suprema de justicia nació repleta de oscuridades. Su primer presidente fue Francisco de las Carreras, quien duró apenas unos meses. Su remplazante fue el inefable Salvador María del Carril, que ocupó ese puesto hasta 1877, cuando renunció a la Corte.
¿Quién era Del Carril? El mismo que aconsejó a Juan Lavalle derrocar a Manuel Dorrego y luego fusilarlo sin juicio previo. Recordemos su carta: "Ahora bien, general, prescindamos del corazón en este caso (...) Así, considere usted la suerte de Dorrego. Mire usted que este país se fatiga 18 años hace, en revoluciones, sin que una sola haya producido un escarmiento (...). En tal caso, la ley es que una revolución es un juego de azar en el que gana hasta la vida de los vencidos cuando se cree necesario disponer de ella. Haciendo la aplicación de este principio de una evidencia práctica, la cuestión me parece de fácil resolución. Si usted, general, la aborda así, a sangre fría, la decide; si no, yo habré importunado a usted; habré escrito inútilmente, y lo que es más sensible, habrá usted perdido la ocasión de cortar la primera cabeza a la hidra, y no cortará usted las restantes; ¿entonces, qué gloria puede recogerse en este campo desolado por estas fieras ? Nada queda en la República para un hombre de corazón." 
¿No es impresionante? Para el presidente de la primera  Corte Suprema de Justicia de la Nación, es "ley" que aquellos que protagonizan un golpe de Estado pueden ser los dueños de la vida de los vencidos. Y allí sentó jurisprudencia sobre los golpes militares. Y si no, basta con hacer memoria sobre la acordada del 10 de septiembre de 1930, tras el golpe de José Félix Uriburu contra Hipólito Yrigoyen, en la que los magistrados dispusieron sin vergüenza que "ese gobierno se encuentra en posesión de las fuerzas militares y policiales necesarias para asegurar la paz y el orden de la nación y, por consiguiente, para proteger la libertad, la vida y la propiedad de las personas, y ha declarado además, en actos públicos, que mantendrá la supremacía de la constitución y de las leyes del país, en el ejercicio del poder; (…) Que el gobierno provisional que acaba de constituirse en el país, es pues, un gobierno de facto, cuyo título no puede ser judicialmente discutido con éxito por las personas en cuanto ejercita la función administrativa y política derivada de su posesión de la fuerza como resorte de orden y seguridad social". Esta acordada sentó jurisprudencia y dio cobertura jurídica a todos los demás golpes de Estado y sus dictaduras respectivas. Es decir, el órgano máximo del Poder Judicial siempre jugó a favor de los intereses de los poderosos. 
La lista de desastres del Poder Judicial es larguísima. Desde el apoyo y complicidad con la represión ilegal de la última dictadura militar hasta la Corte de los milagros presidida por Julio Nazareno y los jueces que venden cautelares al Grupo Clarín para que este pueda seguir riéndose de la democracia argentina, los ejemplos en los cuales el Poder Judicial definió políticas a favor de los sectores dominantes oscurecen el proceso de administración de justicia en nuestro país.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner –por su formación de abogada y porque comprende al Estado Nacional como ordenador de la sociedad– posiblemente no esté de acuerdo con nada de lo escrito en esta nota. Sin embargo, su decisión de reformar el Poder Judicial es de una radicalidad democrática abrumadora. La oposición podrá criticar sus supuestas intenciones, la oportunidad del momento, etcétera, etcétera… Lo que no podrán negar es que el Poder Judicial es uno de los últimos bastiones de la Argentina conservadora y reaccionaria, un instrumento de dominación de los sectores privilegiados sobre las clases subalternas. Tampoco pueden negar que después de una democratización profunda de nombres, de prácticas y procedimientos dentro del Poder Judicial, habrá un Estado argentino más justo (perdón, no pude con mi ironía). O más "ajustado", mejor dicho, a los intereses de la mayoría (valor que me parece mucho más "verdadero" que el de justicia).

*Publicado en Tiempo Argentino

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