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Seamos realistas. ¿En qué mundo vivimos? ¿En uno en el que se
extiende la democracia y la libertad, impulsada por un grupo de países
civilizados que generosamente la difunden por el planeta, o en un mundo
básicamente antidemocrático, cruzado por el rígido ejercicio del poder
para mantener un orden basado en desigualdades de toda índole? La
globalización, ¿es un festival de oportunidades simétricamente
distribuidas o es el avance del capital del centro sobre los recursos
materiales de la periferia?; las Naciones Unidas, ¿son un foro fraternal
de naciones en pie de igualdad o un artefacto manipulado por un
reducido grupo de países (en el que ni siquiera pudieron colarse India,
Japón, Alemania y Brasil)?
Las corporaciones multinacionales, ¿son asépticas empresas
obsesionadas por la “responsabilidad social empresaria” u organizaciones
económico-políticas que inciden sobre la vida y la cultura globales,
llevando hoy al planeta al peligro de una crisis ecológica sin
precedentes?; el FMI, el Banco Mundial y la OMC, ¿son instituciones
internacionales que velan por el bienestar económico universal o las que
sostienen en el plano global los intereses de las potencias centrales y
sus empresas? El Consenso de Washington, ¿fue promovido por una
Asamblea Constituyente de pueblos latinoamericano, o por un selecto
grupo de tecnócratas y policy makers en la capital de la potencia
imperial? La OTAN, ¿es el brazo armado de la libertad contra el
totalitarismo o el más poderoso instrumento militar de intervención
global de un puñado de potencias occidentales? Pareciera necesario
explicitar estas cuestiones básicas, características del funcionamiento
del poder en nuestra época, para poner en contexto el proceso venezolano
con sus grandezas y limitaciones. Venezuela, con Chávez, para cambiar
la inercia de su historia, debió enfrentar esta estructura que sostiene
el statu quo. Por si alguien no lo advirtió, la soberanía y el futuro de
Sudamérica se encuentran con iguales desafíos y restricciones. El
artículo “No estuvo bien” de Santiago O’Donnell comienza enfatizando el
presunto ocultamiento del estado de salud del presidente Chávez y su
posterior muerte, y termina denunciando la manipulación de la
Constitución Bolivariana para entronizar a Nicolás Maduro. Pero también
desliza afirmaciones como “ignoremos el fracaso económico de la
Revolución Bolivariana (...), (ignoremos) la corrupción, (ignoremos) el
odio hacia Estados Unidos cuando se le vende todo su petróleo (...),
“ignoremos que no hubo dictador en el mundo que Chávez no haya
abrazado”. Entendemos que el artículo vira, por el tinte de estas
afirmaciones, al terreno del panfleto antichavista.
El fracaso económico de la Revolución no es tal, si se observa un
conjunto importante de logros en materia de crecimiento económico, aun
cuando enfrenta los problemas derivados de la estructura histórica de la
economía venezolana, que el chavismo ha tratado –con distinta suerte–
de transformar. Los intercambios comerciales y tecnológicos con
Argentina y Brasil son una muestra del esfuerzo industrializador y por
cambiar el perfil productivo. Los notables logros en materia
distributiva que parecen para el autor no tener que ver con la
“economía”.
La corrupción es todo un tópico de la derecha global: nos atosigan
con “rankings” de corrupción en el Tercer Mundo con información producto
de... empresas del Primer Mundo que corrompen a funcionarios
periféricos. A diferencia de la impostura predominante, Silvio
Berlusconi ha dicho recientemente: “El soborno es un fenómeno que existe
y es inútil ignorar la realidad. Pagar un soborno en el exterior es una
necesidad... (sin sobornar) no podremos competir”. Justificaba así
sobornos pagados por empresas italianas en India, rematando con “...la
India es un país fuera de la esfera occidental, son moralismos
absurdos”. El corruptor italiano expresó una verdad universal del
capital: son ellos quienes impulsan la corrupción en la periferia y son,
por tanto, tan corruptos como los “negros” a quienes sobornan (y
desprecian). Para no hablar de la infinita cantidad de pruebas de
corrupción generalizada entre los “señores” del sistema financiero
internacional, que manejan a la opinión “seria” en el mundo de los
negocios. Chávez, en ese sentido, plantea problemas para el pensamiento
político, en la medida que no esté plenamente colonizado: ¿qué es
preferible, un régimen institucional modelo, fuertemente
despersonalizado, como Suiza, o un régimen centrado en un “caudillo”
como Chávez? Si se trata de un paraíso de la evasión impositiva mundial,
meca de los fondos robados por los dictadores periféricos y pieza
orgánica del parasitismo financiero global, no se “necesitan” liderazgos
personales. Si, en cambio, se quiere acumular suficiente fuerza
política como para transformar un país pobre, atrasado y con una
burguesía sin proyecto alguno, las formas institucionales “normales”
acuñadas por el “canon” occidental no alcanzan. Para un país pequeño,
salirse del lugar asignado en la división internacional del trabajo
requiere un enorme grado de movilización interna. Una parte mayoritaria
de la sociedad venezolana encontró en Chávez un punto de encuentro y
articulación para hacer el intento.
El “odio hacia Estados Unidos” no es patrimonio venezolano. Hay que
ver las encuestas de opinión en Argentina en 2001-2002 en relación con
la imagen de Washington luego de una década de relaciones carnales y sin
ningún Chávez agitando a las masas. Si se ignora la historia de
intervenciones y sometimientos por parte de Estados Unidos, no se puede
entender nada y un actor como Chávez es reducido a un “tiranuelo
exótico” con caprichos ideológicos, justamente como lo presenta el poder
norteamericano. Pinochet, al ser fascista y neoliberal fue, al decir de
Margaret Thatcher, un gentleman. Venezuela, por lo menos desde Chávez,
ha intentado reducir su dependencia exportadora de Estados Unidos
abriendo otros mercados. Cambiar una economía monoexportadora es
sumamente arduo, más aún cuando el esfuerzo es boicoteado por las clases
altas locales. No hay milagros en el corto plazo, pero sí orientaciones
correctas. En cuanto a los dictadores: los países centrales pueden
abrazar (y hasta entronizar) a todos los tiranos que hagan falta para
garantizar sus intereses (¿alguien se acuerda de un tal Somoza?, ¿y de
los abrazos de Sarkozy con Khadafi?), pero los periféricos tienen que
ser pulcros abanderados de una democracia abstracta que sólo existe en
los papers autocelebratorios de las universidades norteamericanas. Los
países pobres, fallidos, populistas, no se deben apoyar mutuamente, ni
hacer alianzas, ni fortalecerse: tienen que comparecer y expiar sus
pecados congénitos ante el santo tribunal del Occidente civilizado y
“democrático”. Leer historia reciente: hoy Irán tiene un régimen
teocrático y retrógrado con un líder negacionista como Ahmadinejad,
producto de una revolución islámica que volteó al dictador pro
norteamericano Mohamed Reza Pahlevi. Este personaje fue instalado en el
poder por Estados Unidos luego del derrocamiento, orquestado por la CIA,
del gobierno democrático, laico y nacionalista de Mohamed Mossadegh. Si
el único parámetro que se usa para evaluar un gobierno es la pureza
institucional, todo debe ser puesto en cuestión. Sheldon Wolin, un
importante politólogo norteamericano, en su obra Democracia S.A.,
sostiene que el sistema político estadounidense está gravemente
manipulado por las corporaciones económicas, los intereses militares,
los pastores electrónicos y los grandes medios de comunicación. Pero es
justamente desde esa sociedad de donde se toma examen a los países que
encaran transformaciones sociales. El economista de Cambridge Ha Joon
Chang sostiene que los países desarrollados “patean la escalera” para
que nuevas naciones no puedan hacer lo que ellos ya lograron, y
continúen en el atraso. Esto lo consiguen bloqueando mediante mecanismos
“institucionales” (FMI, OMC, BM), que los países periféricos adopten
algunas de las estrategias que les permitirían progresar. En el terreno
político no parece ser diferente: romper estructuras, cambiar
instituciones, inventar, nos está prohibido. Salirse del libreto o del
corsé ideológico establecido desde el centro, merece la reprobación,
aunque seguir dentro del libreto, sólo permita reproducir el atraso. Con
los criterios que subyacen a los actuales reclamos de prolijidad
institucional que llegan como mantra desde el orden mundial, y son
repetidos localmente, los colonos americanos que tiraron el té inglés al
río en Boston merecerían la prisión por violar la sagrada legislación
del imperio inglés. Cuando ellos hicieron la Revolución Francesa, o la
Revolución Norteamericana, con todo el despliegue de rupturas y
creaciones, era válido, porque ellos son excepcionales. Se entiende:
nosotros somos otra cosa. Por lo tanto: ¡basta de sucias desprolijidades
caribeñas!
* Economista, UNGS-UBA.
Publicado en Página12
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