Siempre
me produjo una gran contradicción ética la historia del patriarca
bíblico Abraham y su hijo Isaac. Leo y leo sobre el tema y no puedo
dejar de sentir aberración por ese complejo simbólico que consiste en
que un padre –alucinado por su alianza con un dios– decide sacrificar a
su hijo degollándolo con su puñal de oro. No lo hace finalmente, es
cierto, ya que un mensajero de Jehová le anuncia que se levantó la
exigencia divina. Pero el solo hecho de que un padre pueda
utilizar/sacrificar a su hijo en función de su propio
ideal/interés/devoción me exige un salto de comprensión casi imposible
de dar. Mientras escribo estas líneas escucho repetidamente Historia de
Isaac, de Leonard Cohen, y pienso en las últimas décadas de nuestra
historia. Y me pregunto si, en términos simbólicos, claro, los
argentinos no hemos estado, de alguna u otra manera, rondando
constantemente el mito de Isaac.
Sobrevuela sobre los años setenta la imagen de un Juan Domingo
Perón/Abraham llevando de la mano a la Juventud de la Tendencia
Revolucionaria al sacrificio en su provecho propio. No lo afirmo y
tampoco lo creo demasiado. En términos políticos, las cuestiones siempre
son muchísimo más complejas y aquellos años todavía se merecen un
pormenorizado estudio y análisis sin estereotipos y sin las lógicas de
bueno/malo, izquierda/derecha, víctima/victimario. Simplemente, sugiero
que en la reconstrucción histórica de ese pasado casi inmediato
sobrevive en mucho de los protagonistas de la izquierda peronista y del
antiperonismo un relato histórico en el que Perón utiliza y traiciona a
Montoneros para llevar adelante su plan –su Santa Alianza– de regreso a
la Argentina.
Esquemático y maniqueo, ese recorte simplificador del pasado común
tiene una fuerza absoluta como explicación mágica de lo que pasó. Los
mitos –positivos o negativos–sirven para comprender lo inexplicable,
pero también para evitar cualquier revisión generacional sobre los
propios errores. Y más allá de lo cierto o equivocado, el complejo
simbólico Abraham/Isaac está presente en la relación entre Perón y la
juventud, y eso se puede comprobar escuchando atentamente los discursos
de los protagonistas –ya sean centrales o periféricos– de los años
setenta.
La Guerra de Malvinas también está pensada desde este complejo
simbólico. La dictadura militar "envió a la muerte" a una segunda
generación; ya había arrasado a la primera con la represión brutal de
los hijos de Perón y ahora, es decir, en 1982, embarcaba a "los pibes"
rumbo a aventura militar que iba a costar más de 600 muertos –antes y
después del conflicto bélico– con tal de poder perpetuarse en el poder
unos años más con su "Proceso de Reorganización Nacional". Y resulta
relevante que en nombre de esa "Nación Católica y Liberal" que debía ser
reorganizada, Jorge Rafael Videla y los suyos se pasaran a degüello a
dos generaciones.
Debo admitir con cierto pudor que no puedo evitar compartir la
aplicación del mito de Isaac a la dictadura militar y me es difícil
complejizar el horror. Sólo veo a una sociedad –recomiendo escuchar la
disertación, en la cátedra libre Oscar Masotta (UNR), de Emilce Moler,
detenida en La Noche de los Lápices, sobre el "miedo y la vergüenza" en
la reconstrucción de la memoria colectiva durante esos años
– en su conjunto
sacrificando a sus jóvenes y, por acción u omisión, dejando a Abraham
hendir su puñal de oro en el cuello de los jóvenes para sellar su
macabra santa alianza.
El neoliberalismo menem-delarruista no fue tan cruento con la
juventud como la dictadura, es cierto, pero también apoyó la daga de la
desocupación y el sinsentido en el cuello de millones de jóvenes que se
debatieron entre "morir potros sin galopar" o "comprar una montaña en
Hawai" con los dólares arrancados al comprador de almas (sabrán
disculpar cierta tendencia al esquematismo y al melodrama). El final de
ese ciclo aportó la sangre necesaria para el sacrificio generacional:
desde Miguel Bru a Maximiliano Kosteki y Darío Santillán hay toda una
parábola de Isaacs que ofrecieron sus cuellos para que, en este caso,
muchos pudieran disfrutar del dolor barato.
Cada vez que Abraham va sacrificar a Isaac a la montaña, se produce
una operación de justificación de ese crimen. El mandato de Dios
funciona como justificación ideológica del asesinato. En la dictadura se
utilizaron como elementos discursivos términos como "la subversión
apátrida, el marxismo ateo, los enemigos de Dios y de la cristiandad". Y
una vez más se utilizó la teoría de los bárbaros ante las puertas de
Roma. Frantz Fanon, el autor del libro Los Condenados de la Tierra, que
marcó a la generación de los setenta, describe como fenómeno fundante de
la posibilidad de la violencia –como fenómeno, digamos, sin el cual la
violencia no sería posible– la deshumanización del castigado por parte
del castigador. El que ejerce la violencia, para justificarse, debe
demostrar que el padeciente no pertenece a la condición humana. Escribe
Fanon: "El lenguaje del colono, cuando habla del colonizado, es un
lenguaje zoológico." Se trata de una observación de notable agudeza: el
violento, para ejercer su violencia, comienza por negarle al otro su
condición de ser humano. Esto se hace de diversos modos. Pero
centralmente, de dos formas: asimilándolo al reprimido mundo animal o
excluyéndolo del derecho de gentes, del derecho a la ley, a la justicia.
Estigmatizar al otro, pensarlo en absolutos, es comenzar a
transitar el Lado Oscuro de la Fuerza. Cosificarlo, deshumanizarlo,
demonizarlo. No es fácil evitar caer en este tipo de trampas
discursivas. La futbolización del universo traspasa la violencia
simbólica de las tribunas a otros escenarios. La lógica amigo-enemigo es
tierra fértil para este tipo de operaciones. En los últimos años los
argentinos hemos vivido un proceso de separación de aguas –para seguir
con las metáforas del Antiguo Testamento–. En realidad, todo momento de
transformaciones genera una lógica de desencuentro entre lo nuevo y lo
viejo. Las dos Españas de la que habla Antonio Machado, por ejemplo.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte al proceso de
estigmatización del Otro se le ha sumado la barbarización de las
juventudes políticas. Periodistas de los principales diarios macristas
–como Clarín y La Nación–, también en radios macristas como Mitre
–sugerente coherencia nominativa e histórica–, políticos "palabricidas"
han emprendido una campaña instalada para volver a criminalizar a una
nueva generación Isaac: Son los pibes de La Cámpora y, en menor medida,
de otras agrupaciones juveniles como el Evita, los Descamisados, Vatayón
Militante, Peronismo Militante, etcétera.
Por alguna razón bíblica, la madre de todos los Abrahames es Elisa
Carrió, quien, cual Morgana del siglo XXI, no tiene empacho en producir
cualquier tipo de acusaciones agresivas sobre los militantes juveniles.
Así, los muchachos de La Cámpora son, a saber:
a) Adoctrinadores de colegios secundarios, primarios, jardines de
infantes y guarderías. (Es decir intentan controlar las mentes de los
niños inocentes de nuestras familias argentinas.)
b) Los porteros y ordenanzas de los colegios son camporistas que
hacen control ideológico de lo que dicen los maestros y profesores en
las salas de reunión. (Comisarios políticos tradicionales de los
sistemas totalitarios.)
c) Narcotraficantes que ingresan droga en los colegios. (Acusación
delicadísima, no sólo por una cuestión geopolítica sino también por la
terror simbólico que genera en las familias de los alumnos.)
d) Son todos militantes rentados que hacen caja para provecho
propio y de sus agrupaciones. (Demonización por corrupción y mal manejo
de fondos públicos.)
e) Falta de articulación de palabras de los jóvenes de La Cámpora.
(No fue dicho por Carrió pero sí por voceros de la vieja SIDE menemista
con la burda y nefasta intención de atacar a Eduardo Wado de Pedro, tras
su participación en el programa televisivo 6,7,8.
f) La Cámpora se está armando. (Este quizás es el punto más
delicado y el que más demuestra la irresponsabilidad política, social e
histórica de Carrió y los correveidiles del Grupo Clarín. Azuzar el
fantasma de la violencia política en la Argentina, luego de las
terribles consecuencias que dejó la dictadura militar, es un verdadero
acto criminal.)
La mayoría de las acusaciones que se hacen contra las juventudes
políticas son falsas de falsedad absoluta. Golpean allí porque saben que
el trasvasamiento generacional es, de alguna manera, la garantía de la
continuidad del Proyecto Nacional, Popular y Democrático. Saben de
historia, claro, por eso lo hacen. Saben que con la discontinuidad de 18
años del Peronismo impidieron la renovación dirigencial y estuvieron
prácticamente a punto de convertirlo en un partido político domesticado y
funcional a los intereses de los poderes concentrados en la Argentina.
Por eso apuntan a la juventud: para poder quebrarle la espalda de la
continuidad al kirchnerismo.
Post Scriptum: Una última cosa más. Agitar el espectro de la lucha
armada es el peor de los excesos posibles. Deberían tomar conciencia
que, como Abraham, están poniéndole otra vez el puñal de oro en el
cuello a una nueva generación sólo porque no comparten la política de un
gobierno determinado. Piensen que pueden estar sembrando el futuro de
posibles nuevos desaparecidos. Hay cosas con las que no se juega, en
nuestro país, porque no tienen remedio, como diría Joan Manuel Serrat.
Barbarizar al enemigo, demonizarlo es el primer paso de su
deshumanización. Y quienes colocan a sus adversarios en ese lugar, ya
están en el umbral de perpetrar una masacre.
*Publicado en Tiempo Argentino
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