En un libro medular, René Girard –antropólogo francés– se ocupa de analizar una figura siempre presente y, al mismo tiempo, invisible de nuestra sociedad: el chivo expiatorio, aquel o aquellos sobre los que recae la violencia de quienes buscan en otro la responsabilidad de sus propias frustraciones, de sus miedos o de esa misma violencia que los amenaza desde su interior.
Una figura arcaica que proviene de la noche de los tiempos de la cultura y que nunca ha dejado de funcionar, que siempre ha estado activa y actuando sobre la vida humana como recordándonos, quizá, que lo no dicho, lo ominoso de nosotros mismos, sigue desplegándose entre los intersticios de prácticas, lenguajes y experiencias capaces de ir mutando lo superficial manteniendo lo atávico y esencial. Claro que cada época histórica le otorga, a esa lógica de la violencia y a esa figura expurgatoria sobre la que se la ejerce a mansalva, sus propias dimensiones y su peculiar configuración del chivo expiatorio. Judíos, gitanos, armenios, bosnios, tutsis, negros, homosexuales, bolivianos son, apenas, los nombres de aquellos que han recibido la descarga del odio racial y de la violencia diseñada por el poder. En el siglo veinte, y en este que acaba de inaugurarse, el racismo se entrelaza con los discursos de la política de las derechas reaccionarias y se inscribe en un horizonte apuntalado por los lenguajes de la comunicación. En estos días argentinos pudimos, no sin horror y preocupación, ver de qué modo, y una vez más, se hacía añicos el imaginario de la autoindulgencia nacional, ese que nos presenta siempre como un país hospitalario y tolerante, afincado en la idea del “crisol de razas” y deudor del preámbulo de la Constitución, cuando no dejó, a lo largo de la historia, de construir sus nichos de violencia racial y de clase. Pero puso también en evidencia quiénes, hoy y entre nosotros, fogonean los lenguajes de la xenofobia. Macri, reuniéndose con los “vecinos” de Lugano en la sede de la Policía Metropolitana –su engendro inservible–, expresó sin medias tintas su visión reaccionaria, represiva y racista de la vida social y política.
“Decimos frecuentemente –escribe Girard en La violencia y lo sagrado– que la violencia es ‘irracional’. Sin embargo, no carece de razones; sabe incluso encontrarlas excelentes cuando tiene ganas de desencadenarse. Por buenas, no obstante, que sean estas razones, jamás merecen ser tomadas en serio. La misma violencia las olvidará por poco que el objeto inicialmente apuntado permanezca fuera de su alcance y siga provocándola. La violencia insatisfecha busca y acaba siempre por encontrar una víctima de recambio.” Es en esta perspectiva que no es posible hacerse los desentendidos ante la violencia racista que se derramó cuando comenzaron a ocuparse las tierras yermas del mal llamado Parque Indoamericano y que sigue infectando a muchos “vecinos” de Villa Soldati y de Lugano. Una alquimia de viejos prejuicios, de resentimiento de clase, de fogoneo mediático asociado a una ideología reaccionaria y de carencias reales e indisimulables. Una violencia subestimada e, incluso, negada como evidencia de algo oscuro y persistente que habita a una sociedad negadora de sus fallas más decisivas.
La evidencia de una sociedad profundamente dañada por décadas de impunidad y de fragmentación neoliberal que recuperó lo peor de sí misma a la hora de proyectar sobre los cuerpos de los más débiles –de los extranjeros pobres a los que les debemos hospitalidad– todos sus prejuicios y su violencia. En el corazón de la zona sur, allí donde se puso en claro la ausencia de toda política de reparación social de parte del gobierno macrista, lo que también emergió con una alta dosis de peligrosidad fue el resentimiento de cierta clase media baja dirigido no hacia los responsables del deterioro de sus condiciones de vida sino hacia los que están más abajo. Una luz roja de alarma y de alerta se encendió. No podemos desconocerla. El huevo de la serpiente anida en nuestras negaciones.
Días atrás pudimos leer una nueva carta del espacio político-intelectual Carta Abierta; ahí, y sin apresuramientos propios de textos inmediatistas, se intentó dar cuenta de lo extraordinario de un tiempo argentino atravesado por las irradiaciones de la muerte de Néstor Kirchner y enfrentado, una vez más, a los claroscuros de una historia tremenda, exigente y, muchas veces, inclemente. Entre la despedida popular, oceánica y conmovedora, y la aparición del asesinato entremezclado de patotas de la Unión Ferroviaria, barras bravas manejadas por punteros del macri-duhaldismo, policías cómplices de lo peor y racismos emergentes de zonas cloacales de la vida social, algo de lo no resuelto volvió a emerger; como si lo excepcional de este momento histórico quisiera ser bombardeado por esas fuerzas reaccionarias que siguen agazapadas a la espera de su oportunidad.
La provocación, el miedo acicateado para dirigirlo contra los más débiles transformado en xenofobia, la retórica del prejuicio y la criminalización descargada como arma cómplice y homicida por el jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires, el llamado “al orden” hecho desde una universidad estadounidense, la cobertura capciosa de gran parte de los medios de comunicación, fueron algunos de los gestos con los que la restauración conservadora busca horadar lo mucho que viene haciéndose en el país para reconstruir un tejido social desgarrado por décadas de neoliberalismo.
El desafío es inmenso: seguir reparando lo dañado impidiendo que lo peor de nosotros mismos se apropie del discurso y la práctica de los argentinos. El fantasma del racismo, siempre olvidado y desplazado hacia un rincón lejano de nuestras “buenas conciencias”, está allí como un ominoso recordatorio de aquello que puede producir formas de violencia homicida que, al mismo tiempo que matan al “otro”, al chivo expiatorio, al boliviano, al negro villero o a quien sea, vuelven irrespirable la vida social. Más allá de seguir profundizando la distribución de la renta o de continuar avanzando en lo económico y lo político, se vuelve indispensable ahondar en una batalla cultural por el sentido que impida que la brutal lógica del racismo haga callo en una parte importante de la sociedad. Lo que aconteció en el Parque Indoamericano y lo que sigue sucediendo en Lugano constituyen retrocesos graves que, en última instancia, nos amenazan a todos.
“Desbordantes y conmovedoras –así comenzaba el texto de Carta Abierta–, las jornadas de finales de octubre fueron de profunda congoja y de reafirmación militante, de reflexión y de energía galvanizada alrededor de un proyecto de transformación y emancipación de la patria. Días que quedarán registrados en la memoria popular como uno de esos momentos únicos en los que algo se sella. En la despedida y en el homenaje, en el fervor y el compromiso de miles y miles, se grabaron la palabra y el gesto inaugurador de nuevos horizontes de justicia y dignidad de Néstor Kirchner. Es a partir de la comprensión de lo abierto en mayo del 2003 que, teniendo como fondo la manifestación con la que una parte sustancial del pueblo argentino convirtió el dolor por la muerte de un protagonista central de la historia reciente en apoyo a su compañera y a la continuidad del proyecto nacional que ella lidera, que no podemos dejar de decir nuestra palabra, ante los tiempos graves y cargados de posibilidades que se manifiestan en estos días, en los que la convicción de avanzar hacia un país más justo es amenazada por las fuerzas de la destitución y de la regresión conservadora.
“Por un lado, la polifónica voz de las multitudes entrando en la escena a anunciar su decisión de tomar en sus manos la vida política argentina, y por el otro los disparos. En la ruta 86 de Formosa, junto a las vías del Roca en Barracas, en las ocupaciones de predios del sur porteño, disparos, y en las calles y plazas y centros de reunión, la afirmación vital y desenfadada de un país a la medida de los sueños de quienes lo habitan y la voluntad de sostener y llevar adelante un rumbo. Contrapunto áspero y extraño, pero no imprevisible, cuyo sonido puntúa la singularidad del tramo histórico y las exigencias que esa singularidad plantea. Doloroso y esperanzado, abierto a lo inesperado y sometido a desafíos arduos de sobrellevar, el complejo y sorprendente momento histórico que estamos viviendo es efecto, ante todo, de una larga trama de necesidades populares y luchas por resolver esas necesidades, y ni la etapa iniciada en 2003 ni su persistente profundización desde entonces pueden entenderse sin asociarlas estrechamente a la lucidez con que fueron reconocidas necesidades y luchas y a la audacia con que se les buscaron soluciones”.
La decisión de Cristina Kirchner de crear el Ministerio de Seguridad y de nombrar a Nilda Garré como la responsable de llevar adelante una profunda e indispensable transformación de las instituciones policiales, constituye una señal promisoria de que, ¡por fin!, se inicia un proceso de saneamiento, siempre demorado, sin el cual la democracia seguirá discurriendo por caminos de riesgo. Una deuda que venimos arrastrando desde hace décadas y que hoy ha llegado a su punto límite. Pero junto con esta acción decisiva e indispensable que muestra, nuevamente, el coraje político de Cristina, se vuelve también más que importante seguir avanzando sobre los más débiles para reconstruir derechos y dignidad allí donde un tiempo argentino caracterizado por cifras más que fabulosas de crecimiento económico y de amplísimas tasas de rentabilidad de las grandes empresas vuelve más intolerable la perpetuación de bolsones de miseria y exclusión. Sobre lo hecho, hacer todavía más. Esa será una de las herramientas para doblegar las provocaciones de la derecha reaccionaria; la otra, no menos fundamental, será hacernos cargo de la persistencia, entre nosotros, de un racismo capilarizado que, en ocasiones como las actuales, muestra su rostro perverso y criminal.
Nuevamente se entremezclan lo económico, lo político, lo policial y lo cultural. Separar cada una de estas esferas como si fueran compartimentos estancos constituye un error de primera magnitud. De poco sirve la recuperación de los índices de la economía si se dispara contra el corazón de la convivencialidad democrática acicateando, desde las cadenas de comunicación concentrada, la xenofobia y el prejuicio; de poco aportarán las grandes leyes que se han aprobado en el Parlamento si no se transforma la policía ni se libra una batalla cultural-pedagógica indispensable y urgente contra el racismo (y esa batalla debe empezar en las escuelas y en los barrios). Estas son nuestras urgencias. La primera señal alentadora ha sido dada, lo demás, como siempre, depende de nosotros, de nuestra voluntad colectiva y de un gobierno que, desde un comienzo, ha mostrado una extraordinaria sensibilidad social. Hoy, como en otros momentos aciagos de la historia de las persecuciones, todos somos bolivianos.
*Publicado por El Argentino.com
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