Por
Roberto Marra
Al
final, todo siempre parece reducirse a un papel. Un simple papelito,
más grande o más chiquito, colocado en una caja donde se acumulan
esperanzas, certezas mal habidas, dudas infinitas, dogmas
estigmatizantes, ideologías no entendidas, doctrinas peor aplicadas.
Con fotos de sonrisas vacuas, como señales de optimismos
inacabables, esos papeles resumen una película de la sociedad donde
bullen o duermen las verdades, se atraviesan por el camino de las
palabras balbuceadas y terminan gritadas contra las paredes donde se
fusilan los futuros. Apretujonadas entre el cartón corrugado que los
contiene, los papelitos coloreados se aplastan entre sí, se
abofetean entre ellos los rostros sonrientes de todas las tendencias,
se anulan, doblan, manchan y degradan, hasta que alguien da vuelta el
recipiente de la soberanía incomprendida por los soberanos, volcando
centenares de pedazos de vidas dobladas ante la luz de las
decisiones. Ahora se contarán, se juntarán otra vez con sus
iguales, amontonando cifras de ganadores y perdedores, construyendo
felicidades de papel, derrumbando esperanzas incoherentes con la
realidad. Y emergerán, derrotados y ganadores, anunciando las
próximas desgracias a padecer, los siguientes derechos a perder, el
piso inferior del infierno transitado, y el colectivo al que
subiremos para que nos lleve a la siguiente estación electoral,
donde se detendrá el tiempo para darnos la oportunidad de volver a
ser parte de un juego en el que nunca nos animamos a dar las cartas.