Por Roberto Marra
Cuando, desde la política, se habla de educación, generalmente se dedica casi todo el esfuerzo analítico y propositivo para generar herramientas para que exista la educación, para que se expanda, para que llegue a cada vez más individuos, a todos los niños y jóvenes. Se habla de aulas, edificios, pupitres, computadoras, talleres, cuadernos, libros, lápices y tantas otras cosas utilizadas en el proceso educativo. Se propugna, casi siempre, alcanzar a la totalidad de la población y a todas las provincias. Se mencionan presupuestos crecientes para que todo ese universo constructivo de paredes y muebles, de bibliotecas y pantallas, de mapas y libros, acabe (tal vez) con la discriminación y el abandono a su suerte de los “últimos orejones del tarro” de la distribución de la riqueza.