martes, 18 de agosto de 2020

LA GUERRA INTERMINABLE

Por Roberto Marra

En el Mundo todo, pero particularmente en Nuestra América, y especialmente en Argentina, estamos en guerra. Una en la que ya llevamos “combatiendo” siglos, mucho tiempo más que aquella que terminó siendo denominada “la de los Cien Años”, y con muy distintas características. La principal de ellas, es que uno de los bandos tiene todas las armas, el desarrollo científico-técnico y el capital disponible para continuar con su prevalencia, el cual resulta ser uno de los botines de esta particular y (aparentemente) interminable contienda.

Es esta una guerra donde, como en todas ellas, los que ponen el cuerpo son los que nada o muy poco ganan con semejante atrocidad inhumana. Son los que trabajan, los que sudan sus esfuerzos inútiles para elevar sus paupérrimas condiciones, los que, paradójicamente, arman a los poderosos que nos vienen ganando desde siempre. Son los que transitan sus existencias sin más recompensa que consumir lo suficiente para que rindan en sus labores cotidianas, “lubricados” con miserables salarios y sostenidos por idearios que los alejan de las verdades que habitan, pero desconocen.

También, como en toda guerra, existen los traidores, los “quintacolumnistas” que envenenan los esfuerzos mayoritarios por combatir con mejores posibilidades de triunfar. Son la presencia viva del enemigo en nuestro territorio y sus representantes más conspicuos y desaforados, donde desarrollan acciones provocativas y hasta delirantes, con tal de obtener (creen estos especímenes) los favores de un enemigo que poco le importa de ellos, más que utilizarlos como su infantería ideológica, la que logre ir carcomiendo las bases de lo que “nuestro bando” pudiera llegar a construir para ir ganando batallas ante semejante poder de “fuego”.

Nada detiene a los poderosos y sus acólitos, cuando de derrotarnos se trata. Aún en las peores circunstancias, como las que genera la existencia de un tercer contendiente, invisible a los ojos pero tan o más poderoso que la peor de las armas que disponen los dominadores de la larga lucha planetaria. La brutalidad programada por ellos a través de su inconmensurable poderío mediático y cultural, asegura la incomprensión de la realidad por parte de los millones de víctimas que sólo actúan por impulso del viejo instinto animal que nos habita desde las cavernas, pero tergiversado por la práctica abusiva de la imbecilidad aplicada a la destrucción de las consciencias.

Creídos de superioridades derivadas de sus ventajas económicas frente a la mayoría de sus connacionales, salen al ruedo de disputas internas en las naciones que intentan derrotar a los eternos enemigos planetarios, como método destructivo de lo que se pudiera disponer para vencerlos. Inventan palabras, conceptos y relatos capaces de carcomer hasta las más capaces de las inteligencias, introduciendo el mortal “virus” del desprecio ideológico, racial o religioso que les permita señalar culpables fáciles de batir, víctimas dobles de sus monsergas impúdicas y de sus látigos de patrones.

El tiempo, un actor implacable y certero en esta guerra asesina de inocentes que aún no llegan a comprender la razón de sus existencias, logra el efecto más nocivo, al ir permitiendo la multiplicación exponencial de los perversos objetivos del enemigo en nuestras sociedades. Su dominio del éter comunicacional, les hace muy fácil transmitir sus falsas profecías y sus atávicas malversaciones históricas, haciendo papilla la realidad para reconvertir a los “combatientes” en sus seguidores a ultranza, poco menos que autómatas al servicio de sus propias muertes.

De este lado de la balanza, se acumulan derrotas y latrocinios (de propios y ajenos), mansedumbres y seguidismos, se multiplican sentimientos de vencidos y broncas sin respuestas adecuadas a las circunstancias padecidas. Se debaten mil maneras de combates cotidianos contra esos enemigos que parecen disponer de todas las ventajas. Se distraen objetivos y se pierden oportunidades, las más de las veces por el apuro de comenzar la “batalla final” que, se supone, nos hará ganar esta horrenda guerra antinatural.

Contamos siempre con los mejores hombres y mujeres al comando de esta lid interminable. Generamos, a lo largo de la historia, a los más trascendentes líderes y liderezas que pudiera imaginarse, pero a pesar de ello, no alcanzó para torcer definitivamente el rumbo de este derrotero casi siempre vacío de justicia social y libertad. No la que (falsamente) pregonan los aneuronales que promueven nuestro hundimiento final, sino la que se construye con la solidaridad y el patriotismo desprovisto de odios, pero sujetos a la comprensión del significado de las palabras que no hemos logrado que prevalezcan en las consciencias populares con la fuerza que se necesita.

Soberanía e independencia, esos legados nunca alcanzados del todo desde los intentos de nuestra iniciación nacional, permanecen allí, en un rincón del alma de nuestros Pueblos irredentos. Pero habrá que hacer algo más que sólo mencionarlos en discursos de días patrios. Habrá que llevar ese sentimiento que habita nuestros corazones, a la razón de todos y cada uno de los compatriotas. Habrá que aprender a esgrimir mejor el arma que ellos más dominan, el de las comunicaciones. Habrá que construir un sistema mediático auténticamente popular para corregir tanta ventaja del enemigo, lastimándolos donde más les duele, en la base cognitiva de sus mensajes de oprobio, en la reconstrucción de un aparato cultural que los supere por pasión y acción militante, antes que por poderío económico.

La guerra está allí, aunque no nos disparen un sólo tiro. Aumque sí lo hacen, a través de los peores enemigos internos, adaptados a procedimientos de los que se valen para martirizar a la juventud y sus rebeldías naturales, matando y desapareciendo, como “eficaces” métodos disuasivos. Cuentan con un aparato judicial de centenarias costumbres y centenarios habitantes, repleto de herederos de apellidos y poderíos de los que se valen para postergar los triunfos populares al infinito. Transmiten sus mensajes sesgados y antipopulares a través del aparato educacional, donde se nos intenta preparar para el desprecio clasista y el individualismo insolidario.

Todo está guardado en la memoria”, nos canta con su certera poesía el gran Gieco. Sí, allí está, esperando que la despertemos, que la hagamos multiplicar, que la expandamos entre nosotros y la sintamos esencia de nuestras vidas. No fue ni será sencillo para nuestros pueblos, pero sí imprescindible. Nada nos puede detener, salvo la desidia, el abandono de las convicciones o la derrota cultural. Es tiempo de elevar la voz, de hacerles sentir nuestras capacidades, de empujar contra los portones de la historia a estos malditos asesinos de los mejores sentimientos humanos. Y abrirlos a la esperanza compartida con otros pueblos, para después construir una muralla infranqueable al regreso de sus perversiones.

Ese deberá ser el final de esta cruenta guerra más que bicentenaria, de la que deberá surgir otra Nación, tan grande como los pueblos de Nuestra América y el legado de sus más insignes libertadores soñaron. Deberá ser el comienzo de una nueva sociedad, donde no quepan nunca más los despreciables traidores y sus vanos seguidores. Será, por fin, la raiz de las pequeñas felicidades populares, que sólo pueden alcanzarse con Independencia, Soberanía y Justicia Social.

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