domingo, 28 de diciembre de 2014

PANORAMA DESDE EL PUENTE

Imagen Rosario12
Por Javier Chiabrando*

Época de fiestas y una pregunta: ¿Argentina y los argentinos somos solidarios? Seguramente no somos menos solidarios que otros. Hemos enviado comida a países en crisis, médicos a ayudar en tragedias; imposible no recordar la ayuda material de la gente cuando lo de Malvinas. Que esa ayuda no haya llegado a quién la necesitaba demuestra lo de siempre: que hay gente (argentinos también) a la que los otros les importan un carajo. Quizá esa sea la mentada grieta.
Pero la solidaridad está sujeta a vaivenes emocionales fáciles de condicionar: amor, odio, resentimiento. Hay gente solidaria con los wichis que no aceptaría que un hijo se case con uno o que uno viva en su barrio. Se puede ser solidario con los delfines pero odiar a un vecino por villero. Poner dinero para salvar a un negrito en Africa y protestar por la asignación universal por hijo; enojarse cuando un pibe te lava el vidrio del auto por un peso y aceptar mansamente que la cochera te cueste medio sueldo. Ser solidario con el médico de la prepaga que te hace esperar dos horas y putear a los empleados de un hospital público por quince minutos.

La solidaridad ejercida desde el gobierno no es tal, es nada más y nada menos que política, porque al fin de cuentas se hace con la plata de todos los argentinos, frase usada incluso por gente que nunca pagó un impuesto en su vida, o que para no pagarlos saca los dólares del país adentro del culo del abuelo que va a visitar la aldea donde nació. Claro que el gobierno podría elegir no hacer ese tipo de política (digamos solidaria), y usar ese dinero para pagarle a los buitres, laminar de oro el obelisco o calentar el agua del mar.

Como si no fueran pocas cosas las que inventamos los argentinos (el choripán, la birome, la rabona, el dulce de leche, el deme dos, los chistes de gallegos, la mano de Dios, etc.), ahora inventamos que la solidaridad puede ser mala. Es un derivado de esa estúpida idea de "no hay que darle pescado sino una caña y enseñarle a pescar" que repetían nuestros abuelos, que sin pescado ni caña debían abandonar su tierra para buscar solidaridad en otro país.

La solidaridad es mala cuando es dirigida a los travestis. O cuando los recursos se usan para ponerle dientes a la negrada. Es que si los travestis hubieran seguido siendo machitos, pagado los impuestos, trabajado de sol a sol calladitos la boca, no necesitarían ayuda del estado. Y que la negrada quiera comer asado cada domingo, en lugar de fideos, es un escándalo. Los que se escandalizan por eso no se escandalizan porque el estado subvencionacuras, obispos, jueces, paga jubilaciones de privilegios a oligarcas, ex funcionarios que nadie recuerda y una caterva que al lado de ellos una camionada de travestis es un pesebre.

Hablando de solidaridad, va una anécdota: en los '90 trabajé de espía en Europa. El trabajo me lo dio personalmente el Turco que lo Reparió luego de tomarme prueba de malambo, pegarle a la pelota con tres dedos y cagar más alto que el culo. Me dijo: "si te agarran, vean que ser argentino no es chicharrón de laucha". Me dieron a elegir Siberia o Lausanne (Suiza), y yo elegí Suiza aconsejado por una amiga que en Siberia había estado de novia con un oso creyendo que era un ruso. Y no fue lo peor que le tocó vivir.

El entrenamiento consistió en hacerme ver Rambo seis veces, sobre todo cuando el coronel dice que Rambo "ignora el dolor y el clima, vive de la tierra y come lo que una cabra desecharía". Nada que yo no hubiera hecho por ser argentino, excepto vivir de la tierra porque las penas son de nosotros y la tierrita ajena. En Suiza no me vi obligado a comer lo que desecharía una cabra pero sí un suizo: corteza de camembert y rascar el fondo de la olla de la fondue. Rico es rico, pero vas al baño una vez por semestre.

Mi trabajo consistía en mandar informes y comenzar la etapa de "relaciones carnales" con el primer mundo. (Eso no lo puedo contar: secreto de sumario). Al principio mis informes eran datos, estadísticas. Pero me quedé sin temas y empecé a mandar cualquier cosa: el precio de los relojes, la receta de la raclette, los gritos de la vecina africana (el Turco que lo Reparió me pidió una foto de la sospechosa), mis intentos de convencerla de que un amante gaucho era mejor que el que tenía (cosa improbable a juzgar por los gritos), la temperatura del agua del lago Leman.

El mejor informe fue la historia de un suizo que entre navidad y reyes se instalaba en una carpa sobre el Grand Pont de Lausanne para evitar que la gente se suicidara (aún lo hace, y mucha gente se ha sumado a darle un a mano). El Grand Pont tiene una ventaja: es alto y garantiza una muerte inmediata. A principios del siglo XX detuvieron a Mussolini cuando dormía debajo del puente, huyendo del servicio militar de Italia (según Gay Talese en el libro "Los hijos").

Recuerdo al suizo mirando la ciudad a sus pies, como si por un instante él controlara sus vidas. Su tarea, de alta calidad moral, lo ponía por sobre las personas comunes, que en lugar de estar salvando vidas se emborrachaban en sus casas. Pero la solidaridad tiene su lado oscuro. El suizo podía evitar el suicidio de un enfermo terminal y condenarlo a una agonizante convalecencia en un hospital.

De la misma forma, alguien tan solidario como el suizo habría compartido su pan y su mate cocido con Mussolini allá a comienzos del siglo XX. Claro que Mussolini no era el cabeza de corcho asesino que hizo historia. Lejos estaba de transformarse en el Duce. Era un homeless más que, según las reglas de la solidaridad, se merecía una mano amiga, una palabra de aliento.

Qué curioso sería poder ir al pasado y ver a un joven y soñador Mussolini estirando su mano para pedir ayuda, y nosotros ahí, en condiciones de darle lo que el presente indica, o sea ayuda, o lo que el futuro indica, tirarlo del puente para que se estrole. Había un juego donde te preguntaban qué harías si pudieras volver al pasado y encontrarte con Hitler de niño: ¿acabar con él, jugar con él? Obviamente la obligación de todos nosotros es matarlo; pero, ¿matar a un niño? Pero matarlo sería solidario... en fin, un lío.

También se pueden ver los derechos humanos como una cuestión de solidaridad. De política y de solidaridad. El estado se solidariza con aquellos que fueron vejados por un estado anterior. Mientras que otros (herederos simbólicos de aquellos que se quedaron con las bufandas que debían ir a Malvinas), representados hoy por Massa y Macri, hacen solidaridad al revés, se solidarizan con el que vejó, el que tuvo el poder y la fuerza de hacerlo, y lo hizo. ¿Es correcto hablar en este caso de solidaridad? No hay que asustarse con estas galimatías, igual que con las preguntas sobre Hitler y Mussolini; la solidaridad genera estas preguntas, obliga a estas dispersiones. Y quizá ayudan a entender de qué lado de la grieta estamos.

Quizá la solidaridad es una cosa que sólo puede verse en presente perfecto. Del resto que se encargue la historia o la sociología. El presente perfecto es lo que hacía el suizo, ayudar mientras podía y con lo que podía. Subirse al puente y dar una mano. Que los que odian sigan odiando; eso no tiene solución. Quizá están ahí para que nosotros veamos en lo que no queremos transformarnos. Veamos si queremos subirnos al puente a ayudar o no. Y si por error le damos una moneda a Mussolini, mala suerte, tendremos miles de oportunidades de enmendarnos volviendo a ser solidarios.

*Publicado en Rosario12

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