viernes, 30 de septiembre de 2011

LA EXCELENCIA DEL CONOCIMIENTO

Ing. Enrique Martinez



Si pretendiéramos que alcanzar la cima del reconocimiento –objetivo y subjetivo– pase a ser una cuestión validada por las soluciones brindadas a la comunidad, en lugar de surgir de competencias entre pares, aislados de sus compatriotas, daríamos un gran paso adelante en un proceso de construcción de liderazgos. 
La comunidad nacional siempre ha reconocido y respetado el saber.

La representación de ese respeto, sin embargo, se ha ido modificando a medida que la educación media de la sociedad se fue elevando y consolidando. Cuando mi padre era adolescente, allá por 1930, los sectores populares aspiraban a que sus hijos fueran maestros o empleados de banco.
Se trataba de saberes no comunes, que además cumplían funciones sociales bien definidas.
Veinte años después, les tocó a miles de egresados de escuelas técnicas ponerse al hombro la implementación de la sustitución de importaciones que el país necesitaba por las dificultades del comercio exterior de la posguerra y que además se promovía, como parte de la visión estratégica peronista.
Los candidatos a abogados, médicos, ingenieros, transitaron en todo ese período por las universidades, pero provistos en su amplia mayoría por los sectores con poder económico basado en la tierra, el gran comercio; por los dueños previos del país.
Es en los últimos 50 años que comienza un entrelazado más complejo entre el conjunto de la sociedad y el saber. Los hijos de la clase media aspiran a ser egresados universitarios; los hijos de los sectores más humildes también, aunque lo ven como una esperanza las más de las veces utópica. Ser universitario pasó a ser una expectativa generalizada de progreso social y económico.
Sin embargo, en la enorme expansión de la matrícula está el germen de tensiones de nuevo tipo, a las cuales hay que darles cauce y solución. Centenares de miles de egresados del sistema educativo en su fase superior siempre encuentran el reconocimiento de su nuevo saber, al menos en su ámbito familiar y social, pero no siempre se les asignará roles tan inmediatos y claros como a los maestros o empleados de banco de hace 80 años.
Las crisis económicas reiteradas han contribuido a esta disociación entre saber y trabajo. Hasta hace bien poco había carreras que se cursaban con la casi total certeza que los egresados irían a trabajar al exterior, como los ingenieros aeronáuticos o los físicos, por mencionar sólo dos casos. O había abogados, contadores o diseñadores industriales resignados a dedicar su esfuerzo a trabajos no necesariamente vinculados a aquello aprendido.
No son sólo las crisis las responsables del problema, sin embargo. Hay una cuestión estructural –y bien seria– cuando se cuenta con un sistema de formación superior de libre acceso y una red productiva y social a la cual se integran los egresados dependiendo de las iniciativas individuales de muchos miles de emprendedores u organizaciones de lo más diversas.
Compatibilizar ambos flujos –de egreso y de inserción– seguramente deja muchas vocaciones postergadas o frustradas, y además establece variadas formas de competencia entre miembros de una misma rama. Hay dos formas de esa puja que me interesa destacar.
Una primera es una deformación del concepto de educación permanente –legítima idea–, que podríamos llamar carrera permanente. Los egresados de grado son estimulados al posgrado local, el posgrado internacional, diversos doctorados, como si en esa búsqueda se accediera a un saber definitivamente superior y a la vez se dejara atrás a los eventuales competidores en el mundo del trabajo. Eso se ha magnificado sobre todo en períodos de estancamiento económico, desgastando a miles de jóvenes, que no está claro ni para ellos qué es lo que buscan.
Una segunda distorsión, si se quiere más peligrosa que la anterior, pero vinculada a ella, es que muchos de quienes transitan por esa secuencia de título tras título culminan su camino como docentes e investigadores, que realimentan su decisión de vida construyendo el culto a la excelencia del conocimiento.
¿Qué vendría a ser la excelencia, en este campo? Pues lo mejor, lo superior, lo que pocos o ninguno tienen. ¿Cómo se muestra que se ha llegado a la excelencia? Compitiendo en los ámbitos del saber –revistas especializadas, congresos–, colocándose un paso por delante, en ocasiones evitando compartir información que simplificaría a otros llegar a nuestro lugar.
Esta idea es antitética con el liderazgo social, ya que el líder es justamente quien es capaz de diseminar conceptos, propuestas, metodologías a escala masiva. La excelencia, concebida como se ha descrito, en lugar de vincular, termina aislando. Aparece aquí una paradójica fractura con la sociedad. En lugar de tener su origen en el poder económico, la fractura esta vez se origina en la competencia por la cúspide del saber.
Un proyecto popular necesita como el aire a quienes han acumulado saber y están dispuestos a seguir haciéndolo como proyecto de vida. No obstante, varios procesos históricos han mostrado la dificultad de sumar a muchas de estas mentes brillantes, que han aceptado la competencia como modalidad de vínculo, antes que la cooperación. Ha sido un error en varios países y circunstancias creer que la sociedad se puede arreglar sin ellos o, en todo caso, convertirlos en objetos de lujo, a los que se admira pero que no aportan a la mejora de calidad de vida general.
Tal vez el camino pase por redefinir la idea de excelencia. Por supuesto no es una cuestión de diccionario, sino que es un proceso político y social.
¿Qué tal si calificáramos la excelencia por el efecto comunitario de aplicar una idea o un conjunto de ellas? Si pretendiéramos que alcanzar la cima del reconocimiento –objetivo y subjetivo– pase a ser una cuestión validada por las soluciones  brindadas a la comunidad, en lugar de surgir de competencias entre pares, aislados de sus compatriotas, daríamos un gran paso adelante en un proceso de construcción de liderazgos. Por supuesto, si se decide recorrer este camino, se plantean exigencias que no son unilaterales, no son sólo para quienes hoy buscan excelencias que los aíslen. Como contraparte de esas demandas el sistema de gobierno, en todos sus niveles, debe estar dispuesto a reconocer el valor del conocimiento en el planteo y solución de problemas de todo tipo; debe evitar improvisar; debe convocar en tiempo y forma a quienes hayan dedicado su vida a analizar problemas de incumbencia pública; debe preocuparse por la diseminación de la información y de cada uno de los saberes necesarios.
En rigor, creo que el desafío es mucho mayor para el sistema de administración pública, para la dirigencia política, que para quienes han transitado por esta particular forma de competencia que los condena a jugar en estadios cada vez más chicos y sin público.



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