Por Roberto Marra
El camaleón es un lagarto iguanio, cuya más difundida característica es la de modificar el color de su cuerpo, ya sea para expresar su estado de ánimo, para camuflarse, para recibir mayor o menor radiación solar, etc. Es el único representante de esta especie que habita en Europa, entre otros lugares, en algunas regiones de España. Tal vez sea por eso que, influídos por este particular animalito, algunos humanos descendientes de (la otrora denominada) “madre patria” europea (aunque no con exclusividad), han adoptado esa peculariedad de modificar sus rasgos externos para engañar a quienes les miramos.
No necesariamente lo harán con los colores, virtud que no ha podido ser copiada por las personas. Más bien realizan el “magico” proceso de transformación mediante el cambio de sus expresiones y sus pensamientos, método mediante el cual logran confundir a cuanto desprevenido le escuche y vea.
Particularmente evidenciado en quienes más visibilidad popular tengan, como políticos y periodistas, este rasgo termina por mostrar que la esencia del personaje en cuestión nunca es la que en realidad se ve y escucha. Con poses de “defensor de los derechos humanos”, pueden llegar a engañar hasta a las Abuelas de Plaza de Mayo. Con muestras de “demócratas serios”, suelen mostrarse ante cada disyuntiva donde lo popular pueda asumir un rol preponderante, momento en el cual elevará su voz para “sospechar” de las buenas intenciones de los líderes peligrosos para el estáblihsment. Otras veces, lograrán establecer su (aparentemente) irreductible apego a la defensa de los trabajadores, cuando esconde por detrás una siniestra daga de traición nunca visible.
Sus modos y atributos les permiten ir subiendo de rango en la consideración general y en los cargos más prominentes. Capaces de mentir con la elegancia de un tahur, muestra su verdadera cara cuando, llegado al puesto de jerarquía que ambiciona, carga contra quienes eran sus compañeros de tareas o profesión. No le temblará el pulso para prescindir de la colaboración de los mejores, porque su arrogancia le impide aceptar superioridades ajenas.
Aliado de sus patrones, elije siempre el lado del poder para cobijar su espertiz engañadora. Desde allí hará de las suyas, atravesando la vida con sus poses faslificadoras de la realidad, lo cual culmina en la lisa y llana defenestración de lo que, hasta poco antes, mostraba como sus ideas fundamentales.
Nos parecen “compañeros”, hasta que abren sus garras para lastimar profundamente a los y las mejores exponentes del periodismo, abriendo grietas reales en la concepción de semejante profesión, para demostrar que gobierna la mentira, la insolidaridad y el travestismo ideológico. Nos conmueven con sus palabras de “adhesión” a lo que en realidad repulsan, para terminar haciendo lo contrario para satisfacer las necesidades de los poderosos a los que sirven y a sus propias miserias inhumanas.
Estamos rodeados de estos seres repulsivos, pero de apariencias elegantes y sobrias, de palabras suaves y ademanes distinguidos. Los medios de comunicación son el hábitat natural para estos profanadores de la verdad, el lugar predilecto para ejercer su habilidad natural de “transformers” humanos. Las pantallas televisivas nos muestran cada día sus rostros de cartón pintado, sus muecas de dolores no sentidos, sus emociones de cebolla y sus gestos adustos ante los crímenes.
También contra ellos es la lucha para modificar la cruel realidad que se padece por efecto del neoliberalismo. También allí hay que enfocar los “cañones” del conocimiento, para destruir sus influencias maléficas para la comprensión popular de lo que de verdad sucede. Es un eslabón más en la larga cadena de profanadores de nuestros sueños de justicia social, un lugar donde se deberá cortar de cuajo la relación con la mentira organizada que pospone eternamente la felicidad popular. Y desnudar a los camaleones que nos rodean, para mostrar sus auténticos rostros, los de la perversa condición de apócrifos defensores de las causas que, en realidad, tanto desprecian.
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