(Imagen de "deshonestidad intelectual") |
La mayor felicidad de un bruto (o bruta), es considerarse un igual de sus idolatrados ricos. Hacen lo imposible por parecerse en sus hábitos cotidianos, aunque ni siquieran puedan llegar a imaginarse esas vidas de eterno “dolce far niente”. Opinan tal y como lo hacen sus ídolos de “porcelana” (que, en definitiva, son una mezcla de sencillos barros), pero lo hacen a los gritos, exagerando sus ademanes brutales, amplificando sus odios al infinito, retrogradando más y más en la escala de los homínidos.
Es así como se los ve y escucha en la calle, despotricando desaforadamente contra quien no posea las características físicas que más les atraen, las de los europeos blancos y de ojos claros, para ellos la señal de la pureza étnica que “hitleariamente” adoran. Vestidos con “ropas de marca”, perfumados con las más caras fragancias que se encuentren en el mercado (o con su imitaciones más baratas, cuando no les da el sueldo), actúan con el desparpajo de quienes se piensan encumbrados paladines de la “sociedad decente”, ese esperpéntico modo de autodenominarse.
Su placer es ridiculizar a quienes catalogan como de “menor rango” en su promiscua manera de establecer categorías de seres humanos. Cuando descubren un inmigrante “sudaca”, es cuando mayor virulencia adquirirán sus epítetos, enarbolando un nazionalismo que tiene otra bandera, la de las barras y las estrellas, como su paradigma ideológico. De inmediato buscarán la complicidad de quienes les rodeen, para elevar aún más sus ataques verbales, incluso pasando al hecho físico cuando su volumen corporal se lo permita. Si tal cosa no sucede, irán retrocediendo, siempre insultando, pero bajando cada vez más sus tonos, hasta desaparecer entre el gentío.
Tienen sus expresiones políticas, por supuesto. Y, en este rubro, su paradigma del odio más beligerante: el peronismo. La mayor de las capacidades odiadoras se desata contra aquella figura que les muestre la realidad con los actos de gobierno, que les hagan sentir que se atienden las necesidades ajenas a ellos, las de los eternos postergados en sus gobiernos predilectos. Allí se reunirán en las plazas, envueltos en la bandera a la que deshonran con cada palabra, para gritar imbéciles consignas, irracionalidades convertidas en griterío incoherente con la verdad que pisotean con cada palabra.
Añoran los golpes militares, sueñan con destruir las sueños ajenos, amenazan con irrumpir en la casa de gobierno para matar la democracia en nombre de … la democracia. Promueven las más abyectas ideas, aquellas que puedan hacer añicos la realidad que tanto les enerva. Adoran la muerte como pensamiento mágico que les haga desaparecer (otra palabra que les pertenece como acompañante de los tiempos donde eran tan felices) a sus enemigos ideológicos, dibujando horcas y escribiendo deseos perversos contra ellos.
Lo peor de la sociedad, resumidos en esas horribles expresiones de caras estreñidas, desaforadas, amargas y enrojecidas de desprecio. Sus símiles mediáticos, asumen la parte que les toca, relatando la mentira organizada para conveniencia del Poder que se esconde detrás de sus cámaras. Ridículos personajes que parecen extraídos de alguna novela de terror, intentan expresar con sus modos más repulsivos los sucesos que transmiten las pantallas, intentando convencer a los indecisos de las bondades del odio antipopular, una batalla que vienen librando desde hace más de siete décadas.
La muerte siempre en sus labios. La xenofobia alterando sus rostros de gorilas mal amaestrados. El desprecio como bandera. La desaparición de sus enemigos como añoranza. La sinrazón anidando en sus escasas neuronas mal conectadas. Y un corazón que contiene sólo un rojo líquido que les permite sobrevivir, pero ni la más mínima gota del amor que sí tenemos sus odiados, sus despreciados, sus eternos enemigos de todos los tiempos, los únicos capaces de convertir a la Nación que ellos destruyen, en la Patria que nunca podrán entender.
No hay comentarios:
Publicar un comentario