Por Roberto Marra
La idea que se nos ha transmitido desde hace mucho tiempo sobre la “democracia”, es la de un sistema de gobierno donde todos los individuos son considerados iguales en derechos y deberes, capacitados para elegir y ser elegidos como representantes del pueblo, suponiendo a éste como dueño del poder original que determina las metodologías que considere necesarias para el desarrollo de la sociedad. Sin embargo, lejos se está de esa realidad conceptual. Más se parecen las democracias actuales a las de la antigua Grecia, donde la palabra “pueblo” no incluía precisamente a todos y todas, y donde las formas de gobernanza se sostenían sí en la voluntad mayoritaria, pero dentro de una reducida parte de la población, que no incluía ni a las mujeres ni a los esclavos, por entonces la mayoría absoluta de los habitantes de esa región europea.
Aunque la esclavitud no forma parte ya de las formas de explotación a las personas, tal concepto fue siendo reemplazado, en el capitalismo, por el de “trabajador”. Tal vez no existan ya los látigos para obligarlos a cumplir con las tareas asignadas, pero la coaxión sigue allí, sobre las espaldas de quienes laboran muchas horas, obligados por las necesidades alimentarias para la subsistencia propia y de las familias de las que forman parte.
Desde otro ángulo, el dominio de los resortes básicos del desarrollo, considerado éste como objetivo supuestamente generalizado en la población, es base de las inequidades que anulan los supuestos “valores democráticos”, los cuales no sirven más que para ofrecer una pátina de igualitarismo a las maneras odiosas de dominación de los pocos dueños de los medios de producción. Éstos son quienes fuerzan las tomas de decisiones de los gobiernos, por medio de extorsiones subrepticias o directas manipulaciones de los representantes elegidos por una mayoría ilusionada con participar del poder, pero que nunca termina por ejercer del todo su razón mayoritaria.
La palabra “democracia” es una especie de “caballito de batalla” de los auténticos poderosos. La pronuncian desde los integrantes de esos conglomerados de oligarcas campestres, hasta los propietarios de las grandes corporaciones industriales y financieras. Hasta en la dictadura se la declamaba con frecuencia, como parte de los aparentes fines para los cuales habían asumido la repugnante labor de “limpieza ideológica” de la Nación. Bastardeada hasta el cansancio, ha terminado por no significar gran cosa, como no sea la costumbre de concurrir a las elecciones cada determinado período de tiempo, después de lo cual la mayoria de las decisiones vuelven a ser tomadas por ese pequeño número de personas, que no son precisamente las electas.
Formando parte de esa corrupta idea sobre el concepto democrático, están quienes quedaron fijados al sistema en base a la redacción de una Constitución armada para mantener un satu quo derivado de los ganadores de la disputa histórica entre liberación o dependencia. El Poder Judicial no es otra cosa que la herencia monárquica enquistada en la estructura de la “división de poderes”, para manipular, en definitiva, lo que al auténtico Poder Real le interese.
De allí los ataques permanentes a los gobiernos populares, esos que intentan poner a la Justicia Social como base del desarrollo. Desde esos ámbitos oligárquicos, trasvestidos como “jueces imparciales”, impostados con una autoridad que no se corresponde con ningún mandato del Pueblo al que falsean sus servicios, atacan despiadadamente cualquier señal emitida por los gobiernos que intentan colocar a toda la sociedad en su conjunto como destinataria de sus actos.
La sofisticación del poderío ha sido ampliado por la acción de los medios de comunicación, que ya no son otra cosa que armas de destrucción masiva de las conciencias. Actúan asociados y coordinados para destruir a su enemigo fundamental, al que han denominado “populismo”, una distorsión semántica provocadora contra el origen de la razón misma de lo que, se suponía, era la democracia: lo popular. La parafernalia mediática no se detiene ante nada ni nadie, atraviesa a los poderes instituídos con prebendas y amenazas, desata odios y rencores contra figuras públicas que les son perjudiciales a sus intereses y degrada las funciones de los elegidos a la simple condición de monigotes repetidores de sus consignas destructivas de la República, otra palabra tan repetida como envilecida.
Es una guerra. No ya (sólo) contra los y las líderes cuyas convicciones no las venden a los mejores postores, sino contra la existencia misma de la capacidad resolutoria del Pueblo. Una guerra donde las armas son acordadas cortesanas, declaraciones de inconstitucionalidad de leyes o decretos que no les convienen al Poder Real, acompañadas por bombardeos de mendacidades mediáticas que anulan el raciocinio de las masas de inermes ciudadanos, transformados en parlantes repetidores de eslóganes repletos de desprecios, justo hacia quienes intentan sacarlos de la situación de inequidad en la que viven.
Ya no es alternativa sólo el observar esta historia miserable que nos atraviesa. No puede seguir exigiéndoles paciencia a quienes no poseen ni siquiera el derecho a alimentarse. No debe haber otro camino más que la necesaria labor de defensa de la vida, convertida en ataque sin cuartel contra las injusticias programadas por los poderosos. A la brutalidad de jueces, fiscales y medios, junto a sus patrones ideológicos de aquí y de “la embajada” que los subsume, habrá de oponérsele la potencia infinita de un Pueblo consciente de sus razones y capacidades, acompañado por la decisión irreductible de sus más auténticos líderes. Ya no más acatamiento a las extorsiones mediatizadas del poder. Llegó la hora de abrir la puerta a la liberación, elevar la voz de los silenciados y aplastar a los enemigos de adentro y de afuera. Y convertir aquella vieja definición de la palabra “democracia”, en una realidad construída desde la profundidad de una historia popular que nunca pudimos concluir.
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