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El presidente de la Corte no
aclaró los interrogantes que había planteado Cristina Kirchner. De todos modos,
a su manera, fue una respuesta. Vale la pena comparar ambos discursos porque
revelan estilos y concepciones de la política distintos. La Presidenta,
apasionada, como todo aquel que defiende con convicción una idea; Ricardo Lorenzetti,
medido, como alguien que dice identificarse con la continencia y el equilibrio,
sin hacerse cargo de un protagonismo político que es cada vez mayor. De todos
modos, cuando es el titular de la Corte quien asume el rol de contestar el
mensaje de la Presidenta –aunque lo haga de modo muchas veces elusivo–, nadie
debería escandalizarse cuando se habla de partido judicial.
La palabra hablada no tiene la
precisión de la escrita, pero, quizá por eso mismo, es el modo preferido por el
discurso político. Inflexiones de voz, aclaraciones, comentarios al margen,
salidas risueñas, el discurso de la Presidenta pasó revista a la mayor parte de
la acción de gobierno sin cansar a su auditorio: existía mucha expectativa por
escuchar a Cristina. En estas semanas dolorosas, en las que se utilizaron todos
los recursos de la de-sestabilización, nadie perdió la confianza en el
proyecto, pero quién no necesitaba demostrarse que estábamos en condiciones de
redoblar la apuesta.
Los grandes oradores parlamentarios suelen iniciar su discurso con
tono mesurado, paulatinamente, el crescendo va inundando toda la sala, hasta
que en el final toda la orquesta vibra al unísono: el orador, sus compañeros de
bancada, el público de las galerías, el pueblo que está en la plaza. Cristina Kirchner
podría integrarse en la gran tradición de los tribunos del Congreso Nacional,
junto a tanto personaje ilustre entre los que no faltaron tampoco los grandes
oradores del conservadurismo –prefiero nombrar a Lisandro de la Torre y Alfredo
Palacios–. Pero, mujer de su tiempo, nuestra oradora no tendrá el tono engolado
y la actitud muchas veces solemne de aquellos antecesores. Bromea, cuando es
necesario, para distender a su auditorio, otras veces, lo hace porque la risa
es el único recurso a que puede apelarse para responder a la inusitada
declaración de Mauricio Macri sobre su afinidad con las banderas del peronismo.
La información inicial sobre el desendeudamiento argentino motivó una
aclamación que se redobló, más tarde, cuando la Presidenta anunció la
reestatización de los ferrocarriles. Pero faltaba lo más importante, la causa
AMIA le permitió un análisis del contexto mundial en que deben encuadrarse
estos 21 años de impunidad y la referencia a Nisman fue decisiva para advertir
hasta qué punto la situación había cambiado luego del fallo de Daniel Rafecas.
Estas y otras cuestiones sirvieron para que la Presidenta fuera hilando la
trama de un cuestionamiento al partido judicial, del que por cierto no quedó
exenta la Corte Suprema que –en un reciente fallo que aún no ha tenido la
repercusión que merece– cierra el camino de la reclamación por violación a los
derechos humanos en Malvinas. Al contestar que la Corte no se pronunció sobre
si esos delitos cometidos en la isla podían considerarse de lesa humanidad,
Lorenzetti evitó explicar por qué el tribunal había cortado la posibilidad de
presentaciones posteriores. Más serio aún es que, en su afán de explicar la
inacción en el caso de la Embajada de Israel, alegara la cosa juzgada respecto
de una causa que la misma Corte que él preside había resuelto reabrir en el año
2006. Mayor gravedad aún reviste la inclusión de Alberto Nisman en un video,
previo al discurso, recordando a Kosteki y Santillán y otras” víctimas de la
tragedia argentina”. De este modo Lorenzetti insiste en el discurso que
subyacía en la marcha del 18F, aunque no fuera asumido claramente por los
fiscales convocantes, el que responsabiliza al Gobierno por la muerte del
fiscal.
No hay gran orador político sin contrincante; el discurso político no
es una clase en la que se expone un tema, tiene necesariamente mucho de
confrontación. Los diputados que colocaron en sus bancas carteles de la AMIA,
el senador Gerardo Morales que la interrumpió a Cristina Kirchner, el autor del
artículo casi naïf de La Prensa, referido al país menos cómodo de gobernar que
dejaría el kirchnerismo, merecen, tal vez, nuestro reconocimiento, porque
hicieron posible el momento de mayor emoción colectiva. En las galerías y en
las bancas de la mayoría, como en la plaza, la gente saltaba con cada arenga de
la Presidenta, recordando su historia con la causa AMIA o los logros de su
gobierno.
Rodeado de gente que rugía en un acto de comunión política, me
pregunté, de pronto, por qué la aclamábamos tanto, por qué esa mujer convocaba
una adhesión tan apasionada: debe ser un rasgo intelectual interrogarse por las
propias emociones antes de abandonarse en ese júbilo de las multitudes, pero lo
cierto es que así fue. No me costó mucho encontrar la respuesta: la vivamos
porque le creemos y le creemos porque ella está convencida de lo que dice. En
ese momento miré hacia las bancas que estaban en silencio y me pregunté cuántos
de aquellos radicales que buscan justificaciones para aliarse con el
conservadurismo macrista, cuántos de aquellos socialistas que han decidido
ponerse al servicio de la mano invisible del mercado, justo en momentos en que
el país vive una profunda transformación social, cuántos de aquellos viejos
peronistas que ya no celebran ni la reestatización de los ferrocarriles, podrían
hablar con la misma convicción y suscitar las mismas emociones que convoca la
Presidenta.
No hace todavía quince años que el pueblo en las calles repudió las
mentiras de una política que discurseaba en un sentido y gobernaba en otro.
“Que se vayan todos” fue la apelación irrealizable que, en el fondo, expresaba
un ansia de recuperación de la política. Aún falta bastante para dejar atrás
ese pasado, pero viendo la emoción de la oradora y el entusiasmo que
encontramos en la calle, podríamos pensar que aquel proceso ha comenzado a
revertirse: el kirchnerismo ha vuelto a conmover y, desde hace algunos años, la
política puede, otra vez, ser pensada como herramienta de transformación,
aunque algunos no se hayan dado cuenta todavía.
A la salida del Congreso, un compañero, recordando los dislates
escuchados en los días anteriores, decía con euforia: “Este es el autogolpe más
lindo que he visto”. Qué lejanos quedaron hoy esos discursos que intentaron
aprovechar la muerte del fiscal. Como también ya ocurre con la reciente
alocución de Ricardo Lorenzetti que dibujó un mundo feliz, en el que la Corte
vela por todos los derechos y limita los desbordes de los otros poderes, pero
no se inquieta porque un grupo de fiscales organice una marcha política contra
el Gobierno y no considera escandaloso que una medida cautelar siga postergando
la plena vigencia de la ley de medios, más de cinco años después de sancionada,
a pesar de que el máximo tribunal la declaró constitucional.
Hace un par de semanas, estábamos sumidos en un laberinto del que no
parecía fácil salir. El mismo absurdo de la situación creada por una muerte que
se aprovechaba políticamente antes de que pudiera aclararse cómo había ocurrido
dificultaba encontrar una respuesta. Esta vino como siempre por el camino que
el Gobierno y quienes lo apoyamos conocemos mejor. Una vez más, cuando la
Presidenta expone su acción de gobierno y el kirchnerismo convoca multitudes,
la política vuelve por sus fueros y se desarman las conjuras de quienes han
hecho de la confusión su único recurso.
* Director del
Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti.
Publicado en Página12
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