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Arrecia en estas horas el señalamiento de que el Gobierno quiere
controlar a la prensa. Cabe entonces insistir en alguna recorrida por la
solvencia, o no, de los dichos y acciones que llevan a esa renovada imputación.
Y es que, aun cuando se aceptare que el oficialismo tiene intenciones maléficas
respecto de los medios opositores, podría decirse otro tanto acerca de lo que
éstos le reservan a aquél. O, en forma mejor extendida, a una democracia de
carácter más amplio.
Los nervios volvieron a estallar
por la adecuación de oficio del Grupo Clarín. Obligada por la ley de medios
audiovisuales que la Corte Suprema declaró constitucional, tras cinco años de
batallas jurídicas, la corporación mostró el propósito de dividirse en seis
unidades independientes entre sí. Por cinco votos contra dos abstenciones, el
organismo regulador decidió rechazar la propuesta al encontrar anomalías
incompatibles con el espíritu de la ley. Martín Sabbatella señaló que entre las
unidades 1 y 2 –aquellas que concentran la crema de Clarín, en penetración
mediática y negocios– hay vínculos societarios. Dicho en vulgata, testaferros.
Este aspecto requiere de una precisión inicial, imprescindible, porque el Grupo
aduce que la Afsca cambió de opinión casi de la noche a la mañana, tras que en
principio sostuviera que el plan de fraccionarse en seis se ajustaba a la ley.
Justamente, lo expresado por el organismo había sido que la propuesta de
adecuación era aceptable en principio. Faltaba hurgar en que no se encubrieran
socios o vinculaciones. Al descubrirse escondites, la Afsca impugna el plan y,
de acuerdo con la ley, llamará a concurso público para licitar las licencias de
que Clarín debe desprenderse. Según lo manifestado por el titular de la
repartición, los nombres que se entrecruzan pertenecen a la unidad 1 (Canal 13,
Radio Mitre, La 100, TN), pero hay relación estrecha con los accionistas,
abogados y fiduciarios de la unidad 2 (Cablevisión). Quien desee adentrarse en
la desmentida que el diario publicó este viernes, contrastando lo denunciado
por Sabbatella y “la verdad”, advertirá que es objetivamente muy pobre: el tipo
de argumentaciones del Grupo consiste en que los entrecruzados son simples
asesores, viejos directores que ya no lo son o sociedades que también atienden
a otros clientes. Seguirá, a no dudarlo, una nueva batería de maquinaciones
judiciales. Intentarán fugar hacia delante con el recurso de despachos
tribunalicios, siempre prestos para favorecer al generalato de la economía,
hasta un cambio de gobierno que pudiera devolverle a ese grueso de los
oligopolios la tranquilidad que en alguna medida perdieron. Lo profundo de esa
táctica va mucho más allá de Clarín, que es una circunstancia determinante en
lo simbólico mucho antes que en lo grande de la puja de poder. Quede claro el
significado de esa tranquilidad: no es plata lo que están perdiendo. Es sosiego,
orden, ausencia de amenazas, molestias, privilegios absolutos en la
construcción de sentido político. Y, así fuere que Clarín no volviese a
disponer de jueces amigos y efectivamente se lo adecuara de oficio, ni siquiera
un marciano debería imaginar que habrán de reemplazarlo gentes de negocios del
campo popular. ¿Qué se supone? ¿Que manejar gigantes mediáticos y
profesionalización comunicacional es cosa de agrupaciones estudiantiles, de
manifiestos de barricada, de simples proclamaciones intelectuales, de simposios
sobre medios? Sí pasaría demostrar que, alguna vez, la política puede ganarles,
o competirles, a grandes gerentes de la privatización de la política. Marcarles
la cancha. Eso implica un Estado inclusivo, vigoroso, con liderazgo, y es por
donde se empieza.
Otro episodio indignante para la
oligarquía republicana fue que Cristina habría indicado, en teleconferencia con
el presidente ruso, no necesitar de la prensa independiente para comunicarse
con el pueblo. Jamás dijo eso, al margen de que sea verdad o de que pueda
discutirse si acaso no lo es. Simplemente ponderó las fuentes de información
alternativas. Nunca habló de eliminar a nadie, e insulta a toda inteligencia
básica suponer o colegir que alguien tan hábil como Cristina pudiera caer en semejante
gaffe. Planteó disputar cómo se construyen las noticias, nada más, y eso basta
para molestar a quienes repelen cualquier debate al respecto. El grito en el
cielo acabó consumándose por el lanzamiento del Sistema Federal de Medición de
Audiencias (Sifema), a cargo de universidades nacionales, para comprobar el
rating en forma más abarcativa. Las mediciones que se difunden contemplan
únicamente a Capital y GBA. El firmante no cree, ni por asomo, que esta nueva
estimación de audiencias vaya a producir sorpresas acerca de los medios y
programas que mayorías y minorías oyen, escuchan, miran o ven. El rating que
estipula la consultora privada Ibope es objeto de largas sospechas, hace ya
tiempo o desde siempre; y esas desconfianzas lo son por el punto más o la
décima menos que los ejecutivos de la tevé sobreestiman cual si se tratase de
la Biblia. Hay demasiada diferencia entre eso y creer que pueden inventarse
audiencias masivas o enormes fracasos. Como sea, apenas se presentó una
medición de rating, pública, no gubernamental. Una medición más. No se entiende
cuál es el problema. ¿Qué derechos particulares afecta? ¿Dónde queda el ataque
a la libertad de expresión?
A propósito de cómo se
(des)maneja la agenda pública o publicada, Jorge Capitanich comenzó encuentros
con los principales exportadores de soja para que aceleren la liquidación de
más de la mitad de la cosecha. Les advirtió que el Estado habrá de utilizar las
herramientas a su alcance para que cumplan de una vez: continúan reteniendo
unas 25 millones de toneladas de granos en espera devaluatoria, mientras la
tendencia del precio del poroto sigue declinante. El perjuicio es para el
productor, sostuvo el jefe de Gabinete, aunque cabría poner en duda que –más
allá de lucros cesantes coyunturales– esos productores carezcan del resto
suficientemente amarrocado como para persistir en los manipuleos y operaciones
con el tipo de cambio. Explicó que el menor vuelco de divisas de los
exportadores impacta en toda la cadena productiva. Para el caso, “muchos camiones
realizaron menos fletes, muchos camioneros tuvieron menores ingresos y hubo
mucho menos trabajo para los trabajadores de estiba”. Ese sencillo ejemplo es
aplicable al de variados sectores de la producción perjudicados por las tretas
de grandes jugadores, entre quienes se cuentan los medios de prensa asociados
al negocio agropecuario. Es válido remarcar que el propio Eduardo Buzzi,
miembro de la Mesa de Enlace agropecuaria, se contó entre los que admitieron el
encanutado de granos. Los medios opositores ignoraron olímpicamente ese
reconocimiento, formulado en voz alta. Lo cierto es que Capitanich dijo y
acusó, encontrando como respuesta, otra vez, la nada. No sólo le pasa a él,
desde ya. Les ocurre a todos quienes dejan en evidencia ese armado de especulación
por parte de “el campo”, en su juego de pinzas con protagonistas de grandes
bancos privados. Fue y es del mismo modo en que los periodistas tan
republicanamente desesperados por querer preguntar dejan las sillas vacías, en
las conferencias de prensa diarias del funcionario que sigue en rango a la
presidenta de la Nación.
Se llega así a que hay
cuestionamiento oficial, altercado, choque, contra la hegemonía cultural de los
bloques dominantes. Eso no es control ni, muchísimo menos, intencionalidad de
censura o desprecio por las normas legales. Si es por esto último, quienes
pueden brindar cátedra histórica de avasallamiento a las instituciones son,
precisamente, quienes acusan un clima opresivo contra la prensa libre. Sucede
que se le da pelea a que todo es como lo pintan y es bueno reparar en la
amplitud de ese concepto, porque la pintura no es solamente la que dispone el
kirchnerismo, ni ningún gobierno de turno, sino la del conjunto de los actores
político-mediáticos que presionan a favor de sus intereses, tanto como
aquéllos. Pero alguien pelea, en definitiva. Alguien hace política, por fin, no
desde el mandato exclusivo de las corporaciones empresariales. Bien, mal,
regular, pero lo hace. Se le contesta con insultos, frivolidades, lugares
comunes de charla de peluquería. Fuere por ataques especulativos con el dólar,
por batallas contra los buitres, por cómo se calcula la inflación o por
mediciones de rating, el Gobierno es combatido desde un lugar donde la
oposición (prensa incluida, o a la cabeza) no tiene nada nuevo para enunciar,
como no sean minucias de pago chico, apuntes escolares o recetas ya probadas
que terminan en helicópteros. Ha ocurrido, incluso, que una de las puntas de
lanza principales del Grupo se manifestó harto por “la bosta” que encarna la
oposición, en cualesquiera de sus formatos. Tiene razón: demasiado trabajo para
que surta efectos discursivos, y el pescado sigue sin vender.
Se solía decir, y algunos todavía
se animan a hacerlo, que entre los gobiernos y el periodismo hay –debe haber–
un conflicto permanente, porque la función periodística consiste en fiscalizar
a los oficialismos del signo que fuere. Denunciar la corrupción oficial. La
pregunta sería qué pasa cuando es un gobierno el que denuncia las andanzas y la
corrupción del periodismo.
*Publicado en Página12
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