viernes, 24 de junio de 2011

CENIZAS SIN DIAMANTES

Por Ezequiel Garcia Morabito y Carla Terrizzano*

Ellos están ahí. Desde las grandes profundidades del tiempo ocupan un lugar destacado en el paisaje andino y con cierta frecuencia nos recuerdan que su impactante belleza nace de una potencia arrasadora que no hace más que hablarnos de un planeta vivo, de una Tierra en movimiento. 
La semana pasada varias ciudades ubicadas cientos de kilómetros al este de la Cordillera de los Andes amanecieron cubiertas de una capa de cenizas eyectadas a la atmósfera a través de la chimenea del volcán Puyehue. La nube volcánica se posó sobre ellas y los habitantes de la llanura fueron testigos de los alcances de fenómenos que suelen irrumpir de manera abrupta sobre las poblaciones cordilleranas.

A lo largo de la Cordillera de los Andes existen miles de volcanes que incluyen desde conos de dimensiones pequeñas hasta enormes edificios volcánicos de decenas de kilómetros de diámetro. Su distribución no es azarosa, sino que obedece a un proceso dinámico global conocido como “tectónica de placas”, una teoría integradora que logra explicar buena parte de los procesos geológicos de los que ha sido testigo la Tierra a lo largo de su historia. De acuerdo con este modelo, la porción más superficial de nuestro planeta está conformada por un conjunto de piezas rígidas que se encuentran en constante movimiento, las denominadas placas tectónicas. Estas se desplazan lentamente como unidades coherentes sobre una superficie débil, dando lugar a un complejo juego de interacciones que incluyen colisiones, hundimientos, desplazamientos y expansiones en sus límites o bordes. Y es justamente este mecanismo el responsable tanto de la distribución y erupción de los volcanes, como también de la formación y crecimiento de las montañas y la ocurrencia de terremotos en nuestra Tierra móvil. El gran número de volcanes distribuidos a lo largo del borde occidental de Sudamérica es, de esta manera, el resultado del ascenso de los fundidos generados por el encuentro de dos de estas placas: la de Nazca y la Sudamericana, y del hundimiento de la primera por debajo de la segunda.
EL DESPERTAR DE LOS GIGANTES

Existen a lo largo de los Andes argentino-chilenos cientos de volcanes considerados potencialmente activos, unos 500 en Chile, y cerca de 40 del lado argentino. De todos ellos, unos 60 estuvieron en actividad en tiempos históricos, es decir, registrados por seres humanos.

Clasificar a los volcanes en “extintos” y “activos” desde la perspectiva de su actividad histórica puede resultar sin embargo problemático si lo que se busca es evaluar los potenciales destrozos que pueden producir. Es que existen numerosos ejemplos de volcanes considerados extintos (o simplemente no listados como activos), que al despertar luego de un sueño de cientos o miles de años lo han hecho de manera abrupta y con resultados a menudo desastrosos para las poblaciones vecinas. Es por eso que en ocasiones resulta más conveniente denominar a aquellos volcanes que hayan mostrado actividad en las últimas decenas de miles de años como volcanes potencialmente activos o latentes. Desde las ciencias de la Tierra, existen diferentes metodologías que permiten reconstruir la historia eruptiva de los distintos volcanes en una escala de tiempo profunda, es decir en el orden de los cientos de miles o incluso millones de años, muchísimo tiempo antes de la llegada de registros que documenten una actividad reciente. Estas se basan esencialmente en el estudio de las rocas formadas como consecuencia de erupciones volcánicas prehistóricas, que comúnmente se preservan a lo largo de las laderas y adyacencias de los edificios volcánicos.
CON LA MIRADA AL SUR

Si bien la mayor parte de los volcanes considerados potencialmente activos sobre el lado argentino de la Cordillera de los Andes se encuentran mayormente en la puna catamarqueña y en la provincia de Mendoza, es en los Andes del sur de nuestro país y de Chile donde la actividad volcánica es y ha sido más frecuente, con una recurrencia media de tres erupciones cada dos años a lo largo del siglo XIX. Más específicamente, el segmento localizado a la latitud de la provincia de Neuquén es el más activo.

La erupción reciente del volcán Puyehue es, de esta manera, tan sólo un ejemplo entre muchos otros en la historia reciente de la región. El Puyehue, junto con el Cordón Caulle y Nevada, forman un conjunto de aparatos volcánicos conocido como Complejo Volcánico Puyehue - Cordón Caulle, que tiene un largo historial de actividad en los últimos cientos de miles de años, con un último episodio eruptivo durante el gran terremoto de Valdivia de 1960. El 4 de junio último comenzó un nuevo proceso de erupción que fue precedido por una gran cantidad de pequeños sismos como resultado del movimiento y ascenso de la roca fundida o magma abriéndose paso a través de la corteza. Esto permitió la evacuación de los habitantes de la zona en forma previa a la erupción y al desarrollo de la gran nube de cenizas, que alcanzó los 10.000 metros de altura, cruzando la cordillera y precipitándose sobre las ciudades de Villa La Angostura y Bariloche pocas horas después.

Este complejo forma en realidad parte de un amplio conjunto de conos volcánicos gigantes cubiertos de nieve y hielo, que descuellan en medio del espeso bosque andino. Todos ellos se asientan sobre las raíces de antiguos arcos volcánicos extintos millones de años atrás, y se disponen armónicamente a lo largo de una extensa fractura conocida como el sistema de fallas de Liquiñe-Ofqui, que recorre buena parte del sur de Chile como un profundo entramado de tajos que diseccionan el corazón mismo de la cordillera patagónica, favoreciendo el ascenso de los fundidos a la superficie. El Puyehue, específicamente, se ubica en una intersección de este sistema con una fisura menor de orientación noroeste-sureste que lo corta transversalmente. Entre sus vecinos se destacan el Llaima y el Villarrica, y unos kilómetros más hacia el norte, el Lonquimay y el Antuco, todos ellos con múltiples episodios eruptivos en su haber durante los últimos 100 años.
DEMONIOS DE NIEVE

Durante mucho tiempo se consideró que la ausencia de erupciones en tiempos históricos permitía asignar un volcán a la categoría de los extintos. El tiempo histórico es sin embargo algo relativo, y está sujeto no sólo a la geografía sino también a las propias arbitrariedades del ser humano. Para América, se ha considerado a menudo una erupción histórica como aquella ocurrida durante los últimos 500 años, y documentada a través de las crónicas occidentales. En el norte de la Patagonia los primeros registros corresponden a las crónicas del siglo XVI, aunque comienzan a ser más frecuentes recién hacia fines del siglo XIX, con la ocupación de la Araucanía por parte de los conquistadores españoles.

Las irrupciones de los volcanes de la región pueden rastrearse sin embargo en el tiempo previo a la aparición de los primeros registros escritos, mucho tiempo antes de que Darwin describiera los vómitos de torrentes de humo en su paso por el volcán Osorno a comienzos del siglo XIX y, por supuesto, muchísimo tiempo antes de que la tectónica de placas se convirtiera en el paradigma actual desde el cual abordar estos fenómenos. Los volcanes del norte patagónico ocuparon un lugar central en la vida y cosmovisión de sus habitantes originales, manifestándose con mucha fuerza en la tradición oral del pueblo mapuche. Sus nombres mismos provienen en su mayoría de la lengua mapuche o mapudungun, y se refieren frecuentemente a cerros que “tiemblan y rezongan” (Domuyo), a “venas de sangre” (Llaima), grietas y “ramas quemadas” (Peteroa), e incluso a “diablos bramadores” (Quetrupillán) y a “demonios de nieve” (Pire Pillan). En el imaginario de los antiguos pobladores de la región norte de la Patagonia, las entrañas y picos de los volcanes eran habitados por entidades poderosas, una suerte de espíritus protectores (pillan) que a menudo expresaban su ira “con un odio que ardía como un fuego que no se extingue”. Abundan en estos relatos las referencias a cielos negros, noches que se prolongan durante el día, piedras que arden y cruzan los valles, y cuevas que arrojan polvo negro.

La historia de los dos Lanín es probablemente una de las más ilustrativas y ha sobrevivido en la oralidad de las comunidades cercanas de Auca Pan y Quila Quina. El “otro” Lanín era más grande y peleador del que conocemos, tiraba piedras, sacaba humo y chispa, y hacía temblar la tierra. Ese volcán no existe más porque, de acuerdo con estos relatos, fue castigado y murió, por lo que lo llamaron Lanün, que significa que está muerto. Actualmente sabemos que se trata del Quetrupillan, mucho más bajo actualmente que sus vecinos el Villarrica y el Lanín, y anormalmente plano en su techo, lo que no ha sido más que el resultado de su colapso asociado al vaciamiento de sus entrañas tras una agitada historia.

La totalidad de estos relatos nos habla de eventos que vienen produciéndose desde la profundidad del tiempo, y que recurrentemente han irrumpido –y seguirán haciéndolo– en la cotidianidad de las poblaciones cordilleranas, desde sus primeros pobladores hasta nuestros contemporáneos.
EN EL PAIS DEL VIENTO

Las consecuencias derivadas de las erupciones volcánicas suelen ser esencialmente adversas en lo inmediato, como bien pudimos observar en las distintas coberturas mediáticas sobre el Puyehue por estos días. La escala temporal de los seres humanos es el resultado de una vida corta, lo que a menudo dificulta sopesar ciertos fenómenos más allá de sus consecuencias en el corto plazo. El paso a una escala temporal más profunda es a menudo esencial para la comprensión de algunos de los procesos que forman parte integral del ciclo y evolución natural del planeta. Al hacerlo, la percepción de los eventos volcánicos como catástrofes naturales pierde dimensión frente a su rol en la dinámica de la corteza terrestre como grandes modeladores del relieve, y en su aporte de nutrientes esenciales para el desarrollo y supervivencia de las distintas formas de vida.

Son los mismos materiales que hoy provocan serios inconvenientes los que, eyectados a la atmósfera en erupciones pasadas, y acarreados por los fuertes vientos, incidieron de manera clave en el lento desarrollo de los suelos que hoy conforman la Pampa Húmeda. Sobre este mismo sustrato se han desarrollado asimismo la mayoría de los suelos de la región andino-patagónica. Es que la ceniza, al estar constituida por una gran variedad de minerales del grupo de los silicatos con proporciones variables de diferentes elementos químicos, termina constituyéndose en una suerte de depósito de nutrientes que se van liberando de manera lenta y progresiva para pasar a formar parte integral del suelo en un proceso que puede durar cientos de años. La ceniza actúa además en ciertas ocasiones mejorando la condición física de los suelos a través de un incremento en su permeabilidad y en su capacidad para retener la humedad.

Resta por verse si la conjugación armónica de estos mecanismos por medio de los cuales el planeta pareciera “autorregularse” será suficiente para contrarrestar el acelerado empobrecimiento de los suelos producto de su sobreexplotación sostenida.

Contextualizar la erupción reciente del Puyehue en una región marcada por numerosos episodios de características similares a lo largo de toda su historia reciente y no tanto permite comprender que no se ha tratado de una particularidad o un capricho de la naturaleza, sino de un acontecimiento más entre otros que han moldeado el paisaje andino de la región.

El estado actual del conocimiento es en parte el resultado del estudio y análisis de estas sucesivas erupciones ocurridas en el pasado. Ellas nos han enseñado que existe un conjunto de fenómenos que en ciertas ocasiones permite anticipar una erupción con cierto margen de tiempo, lo que ha derivado en el monitoreo sistemático de muchos volcanes, y en que la pérdida de vidas humanas no sea tan trágica como en los casos de terremotos y tsunamis, de más difícil predicción.

*Publicado en Página12

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