viernes, 21 de mayo de 2010

DE LA VENGANZA

Por Mario Goloboff *

A la vista de lo que le sucedió a Prometeo, puede pensarse que en el mundo antiguo la venganza tenía, por decirlo así y de manera casi literal, piedra libre. No había límites para la furia desatada en las víctimas por un hecho que consideraban criminal. De este modo, fueron también apareciendo los grandes mitos que la representaban o la justificaban o la enaltecían, y que pocas veces la condenaban. Se entendía que era una exigencia sagrada, de donde con el tiempo surgiría la frase, un tanto percudida ya y someramente anodina, según la cual aquélla sería “el placer de los dioses”.

El mito más famoso, ciertamente, es el de Prometeo, por sus caracteres de inmediato, de completo, de cabal: satisfactoria en extremo, la venganza, aquí, no puede ser más reparadora y feroz. Sujeto y objeto de las iras de Zeus por haber robado el fuego del Olimpo a los dioses y habérselo entregado a los hombres, el héroe es desnudado, encadenado a una columna en las rocas del Cáucaso (atado a un peñasco, cuentan otros), donde todos los días un buitre le come el hígado que, para peor, todas las noches se reconstituye, y debe así padecerla interminablemente.

Entre las muy dolorosas, también está la impuesta a Tántalo, amigo íntimo de Zeus, invitado a los banquetes del Olimpo hasta el día en que, cuando la fama le había subido demasiado a la cabeza, traicionó los secretos de aquél y robó el alimento de los dioses para repartirlo entre sus amigos de abajo. Por esta y otras faltas aún mayores fue castigado a morir de hambre y de sed entre árboles frutales, fuentes y jardines. O la aplicada al pastor Bato, convertido, por la infidelidad de su palabra, claro está que en piedra o roca. También en la mitología germánica, en el inconmensurable Walhalla, las almas de los héroes caídos en combate, llevadas por las valquirias al lado de Odín, siguen disputándose por los conflictos de la Tierra y el cielo, se vengan como apasionados ejecutores de los enemigos y, de paso, sojuzgan a los infelices seres que pretenden conocer sus secretos.

Son, así, unos cuantos, me parece, los mitos que se fundan a partir del daño y el consecuente castigo y la reparación. Es que muchos de esos episodios tienen como origen una venganza o un desquite o un “me hiciste esto, te hago esto otro, que va a ser sin duda peor”, porque el hecho de que un dios no pueda anular o deshacer lo que hizo anteriormente su par, lleva, entre otras cosas, a esta abundancia en la imaginación y la fabricación permanentemente distinta de una nueva realidad. Lo cual, a su vez, deja en claro que son venganzas entre dioses (lo que podría decirse “entre dirigentes”), cuyos platos rotos pagamos los ínfimos mortales. Este género de reparación lo expuso por primera vez (¿por primera vez?) Esquilo (525-456), cuatro siglos antes de Cristo, en su terrible Prometeo encadenado y también en su Orestíada, y tamaños arquetipos vienen provocando desde entonces otros textos, siempre vivaces, siempre actuales. Se ve que algo ha de tener que ver todo esto con nuestra susceptible naturaleza humana.

La idea de justicia, en sustitución, fue apareciendo tímidamente con las religiones monoteístas. En el Pueblo de Israel la venganza se limitó muy pronto por disposiciones más prácticas: la Ley del Talión (el castigo no podía ir más allá que el daño recibido), la Ley del Asilo (por la cual había ciertos sitios en los que el delincuente podía refugiarse para evitar los vengativos abusos), la Ley de la Composición (por la cual se podía discutir una solución justa al daño hecho).

El Levítico propone normas que emanan de la palabra divina. “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo: mas amarás a tu prójimo como a ti mismo: Yo, Jehová” (19, 18). Después, el libro insiste en que la ley del amor debe extenderse también al forastero. “Y cuando el extranjero morare contigo en vuestra tierra, no le oprimiréis. /.../ Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que peregrinare entre vosotros, y ámalo como a ti mismo; porque peregrinos fuisteis en la tierra de Egipto...” (19, 3334). En fin, que los castigos por violación de la Ley eran muy duros ya en tiempos de Moisés (pena de muerte, incluida), pero aplicados menos como venganza que como expresión de justicia y de restitución de la convivencia social.

Porque, casi por definición, el espíritu de venganza es un sentimiento que no persigue ni acepta racionalidad alguna. Pedirle, por lo tanto, cálculo, frialdad, talento, es prácticamente extravagante e inútil. Por ello, también a menudo, vemos cómo actúa precipitada y ciegamente y, con su implícita y necesaria torpeza, termina malogrando los objetivos que a todas luces (tal vez, demasiadas) muestra perseguir.

Bien dicen los franceses (con frase que naturalmente no escapa a los placeres de la mesa): “La venganza es un plato que debe comerse frío”. En efecto, la excelencia de la réplica necesita del tiempo. Pero justamente el tiempo –se sabe– es lo único que en verdad mitiga el dolor del agravio. Paradójica constatación: cuando llega la hora en que la venganza puede alcanzar su más alto grado de perfeccionamiento, el deseo se ha postergado y acallado tanto que para la parte ofendida quizá ya no tenga sentido su realización.

Habría que tener en cuenta, además, el efecto que sobre la sociedad produce la satisfacción del odio, así como fue uno de los grandes motivos de placer de las masas griegas que participaban del teatro experimentando la cátharsis, una suerte de liberación o de canalización artística de las pasiones. En el paso de la tragedia griega, es decir, de la urdida y querida por los dioses, al drama shakespiriano, ocasionado por los furores de los pobres hombres, la venganza puede decirse que se “humaniza” o que se hace más “civil”, aunque no menos mortífera. Pero muestra, exhibe mejor, nuestras inconsistencias, nuestras debilidades, hasta lo desmesurado o lo ridículo de sus propósitos.

Finalmente, lejos de ser un placer de dioses, la venganza aparece como un sentimiento bajo, menor, poco noble, aun en el sentido histórico del término nobleza. Algo aristocráticamente, pero no sin convicción, suele recordarse la frase de María Antonieta a su verdugo, sobre cuyo pie acababa de pisar involuntariamente al subir al cadalso: “Discúlpeme, señor, no lo he hecho a propósito”. Excusas por un pie aplastado, guillotina y modales; sin duda gestos de superioridad social que no eximen de la más elevada, la superioridad moral.

Siempre más sutiles y más líricos, aunque no menos proféticos ni dramáticos, los chinos han acuñado largamente una frase que (toda traducción es aproximada) sostiene: “El que persigue la venganza, cava dos fosas”. Proponérsela es quizá la actividad mental más fantasiosa; visiblemente, el rencor suplanta, con sus lucubraciones, a la realidad; acaso en esta cerebración primitiva esté su verdadera satisfacción; acaso la revancha se satisfaga en su solo anhelo. Puede, en fin, que la verdadera venganza ni siquiera exista; que no sea posible, realizable ni, en el fondo, deseable practicarla. Tal vez con la justicia y la memoria alcance.

* Escritor, docente universitario.
  Publicado en Página12 - 21/05/2010

1 comentario:

  1. En este sentido, pienso que las palabras de Hebe de Bonafini, en los festejos del Bicentenario son muy esclarecedoras. Dejar que los abogados y la Justicia se encarguen de los represores. Ellas están para colaborar en la construcción de un país mejor. Susana

    ResponderEliminar