Por
Roberto MarraImagen del cuadro "Sur", de García Uriburu
Se suele denominar utopía a algo (una situación, una meta, un objetivo, una proyección, una prospectiva) que representa lo ideal, aunque de escasa o nula probabilidad de concretarse en la realidad. Utópicos, así se les llama a quienes manifiestan esas ideas de aparente imposibilidad, la mayor parte de las veces utilizando esa palabra como descalificación, señalando incapacidad de comprensión de esa realidad y su devenir histórico. Los atrevidos a pensar otras realidades alternativas a las existentes, son encasillados en una especie de “catálogo” negacionista de alternativas superadoras a “lo establecido”. De esa manera, los interesados en que nada cambie, para mantener sus poderíos y supremacías, logran posponer el futuro y congelar la vida en un statu quo de apariencia infinita.
Las relaciones entre los actores de una sociedad, van generando un complejo entramado que produce y reproduce situaciones atadas a los intereses de quienes detentan más poder. Los sometimientos son la forma que adquieren esa relaciones, sumando capacidad de dominación a esos pocos en detrimento de los muchos sometidos. La adaptación de la sociedad a ese paradigma de lo inamovible, conduce irreversiblemente a una constante decadencia social, convirtiendo a los individuos en simples marionetas destinadas a alimentar la maquinaria del “no se puede”.
Claro que siempre hubo, hay y habrá quienes intenten romper con tal estado de cosas. De acuerdo al grado de influencia que puedan lograr sobre la sociedad, serán objeto de burlas primero, descalificaciones después, o persecuciones al final, incluso buscando su desaparición física, para evitar el “caos” de la revolución de las ideas que propongan para modificar la vida congelada en la que pareciera inevitable seguir existiendo.
Por fuera de la voluntad del opresor, quienes se atreven a impulsar esas utopías, suelen alcanzar prestigio entre grandes sectores de la sociedad, lo cual va horadando la “autoridad” de los dueños del poder de tal manera que, para no perderlo del todo, resignan algunas ventajas para mantener incólume su dominio generalizado. Pero esa “semilla” de las ideas queda allí, lista para germinar en otras que las superen y reconviertan en peldaños por donde ascender a estadíos que acerquen a esos ideales que subsumen los deseos mayoritarios.
Esos han sido los caminos recorridos en nuestra historia nacional. Fueron utópicos quienes propusieron las liberaciones de nuestros territorios coloniales. Y fueron perseguidos y descalificados, para evitar la propagación de sus ideas libertarias en una población que no terminaba de reconocerse a si misma como integrante de una nación independiente. Pero se abrieron camino esas ideas, empujando a los poderosos a encontrar alternativas discursivas y realizaciones apaciguantes de los reclamos cada vez más masivos, logrando establecer un acomodamiento de las ideas que evitara el derrumbe de sus ventajas sobre la sociedad.
Así fue a lo largo de estos más de doscientos años de aparente liberación, donde fueron cortos los períodos en los cuales el actor principal en esta disputa permanente, el Pueblo, logró marcar el rumbo. Cuando lo hizo, a través del liderazgo de hombres y mujeres que supieron interpretar esos deseos y convertirlos en necesidades a satisfacer, se pudo avanzar en la concreción de lo que otrora parecían utopías. Y al elevar la calidad de lo logrado, se constituyó en un piso difícil de perforar cuando los retrocesos político-sociales, impuestos desde los factores internacionales imperialistas junto al cipayaje vernáculo, intentaron borrar esas historias de conquistas de derechos.
Sin embargo, los poderosos de aquí y sus aliados (y mandantes) imperiales, han trabajado constantemente en un proceso de des-ideologización, a través un sistema cultural oligopólico, basado en lo comunicacional hegemonizante, con lo cual han generado hombres y mujeres apáticos, cada vez más alejados de la búsqueda de las utopías, despreciativos de la política como herramienta de cambio de la realidad.
Como esclavizados mentales, los miembros de las sociedades actuales se mueven en base a paradigmas establecidos por los medios de comunicación, divulgados por imbéciles con ínfulas de periodistas-filósofos. Las reacciones lógicas ante los hechos que atentan contra nuestra dignidad de seres humanos, son anuladas por una andanada de brutalidades semánticas que terminan por estigmatizar a los “rebeldes” como antisociales y subversivos. Con eso basta para mantener a raya las ideas de cambios, alejar los horizontes utópicos y derramar el ácido de la mentira sobre las conciencias mayoritarias.
Como un oxímoron de la realidad, los negacionistas de derechos, los dueños del Poder, los opresores, terminan utilizando palabras a las que les tergiversan sus significados. Ellos son los “libertarios”, ellos se muestran como “revolucionarios”, ellos aparecen como “utópicos”, en un mundo apabullado por sus diatribas políticas, sus obscenidades financieras, sus perversiones deshumanizantes. Matan, en nombre de la vida. Empobrecen, en nombre del desarrollo. Destruyen pueblos enteros, en nombre de la libertad.
Nuestros gobiernos parecen sentirse obligados a adecuarse a estas circunstancias, antes que a plantear la disrupción con el statu quo. Ganan las ideas conservadoras, triunfan los miedos, vencen los poderosos, aún cuando se manifestaran propuestas aparentemente favorecedoras de las necesidades populares. Lo “revolucionario” es estigmatizado como lo imposible, socavando su sentido renovador de las ideas, deteriorando sus conceptos superadores, haciendo de esa palabra un revoltijo de incoherencias con su significado.
Los actos electorales son momentos en los cuales atreverse a romper con lo establecido, los tiempos donde escuchar al soberano debiera servir para retomar las ideas abandonadas en nombre de “lo posible”. La historia se construye con avances y retrocesos, pero éstos últimos son, en gran parte, producto de la cobardía de los dirigentes. La vuelta a las utopías son, entonces, el alimento necesario para hacer trizas la realidad que sostiene un sistema degradante y perverso, donde se reproducen y profundizan sus peores manifestaciones.
Los cambios reales, profundos e irreversibles, no pueden sino originarse en la voluntad consciente de un Pueblo protagonista de su propio destino, elector de conductores capaces de enfrentar al enemigo más feroz con la seguridad que dan las convicciones puestas al servicio de aquellas ideas abandonadas. Esas que nos hicieron temblar de emoción alguna vez al escucharlas y comprenderlas, las que ahora mismo debemos sostener como banderas renovadas, limpias de tanta mediocridad promocionada como imprescindible, reconstructora de verdades populares que sean capaces de vencer al oscuro enemigo de la vida, para crear una sociedad justa y solidaria.
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