Por Roberto Marra
Hoy, como cada 25 de febrero después de su desaparición física, se volverá a recordar a Néstor Kirchner. O Néstor, así a secas, como lo recuerdan quienes los quisieron y admiraron, quienes tuvieron la oportunidad de vivir ese despertar de una nueva oportunidad popular para retomar el camino de la Justicia Social que significó su fulgurante aparición en la política nacional.
Fue como una ráfaga de frescura política después de tanta podredumbre neoliberal instalada en la Rosada. Fue la liberación de los deseos oprimidos por la miseria obligatoria de millones de personas que se sintieron inmediatamente representadas por este hombre transparente y veraz hasta la médula. Fue el sintetizador de las experiencias populares avasalladas por los poderosos a sangre y fuego. Fue el que se animó a levantar otra vez las banderas arriadas por los traidores y escondidas por los secuaces de esa oligarquía que ahora nos quieren hacer creer que ya no existe.
Pero no sólo fue. Néstor es. Es el alma de un proyecto que no puede morir, que se debe continuar a pesar de su ausencia, que no se debe regalar a la tránsfuga condición de los pusilánimes, que debe reclamarse a los pretendidos dirigentes que llenan sus bocas con loas a este Líder excepcional, para terminar arrastrando su memoria en el fango de la incoherencia con sus postulados y su dignidad, incluso a su alma gemela, la mujer que lo completaba y resumía, ese legado bello y coherente llamado Cristina.
Recordarlo no debe considerarse un mero pasaje melancólico por su breve pero intensa experiencia. Debe convertirse en un acto de reivindicación de su voluntad reconstructiva de una Patria desvencijada y ofrecida a los peores postores. Su recuerdo debe estar consustanciado con su legado de liberación de las fuerzas escondidas de un Pueblo que había dejado de ser tal hasta su aparición. Memorarlo es la llave para abrir nuevamente la puerta que tanto le costó a él volver a ponerla ante nuestros ojos incrédulos por tantos años de traiciones y denostaciones. Gritar su nombre, alzar las banderas que nos devolvió con su infinita grandeza, mostrar otra vez su rostro en las remeras del amor eterno, en los tatuajes de quienes no quieren olvidar su trascendencia grabando en su propia piel la imagen de quien no aceptan su muerte, no es sino el necesario acto de rebeldía que él nos impulsara a ejercer para cambiar el destino oscuro de una sociedad desesperada por encontrar la salida a tanta injusticia programada.
Todavía, si afinamos el oído de nuestra memoria, si ponemos atención a las palabras sencillas pero oportunas de sus discursos inolvidables, podremos descubrir el sentido final de su sacrificio, encontrar la verdad escabullida por sus pretendidos exégetas sin memoria, hasta poder hilvanar aquellos buenos tiempos con el presente deshilachado por mil retrocesos y mentiras, para retomar su ejemplo indomable y reconstruir su obra detenida por el olvido y la sumisión de los cobardes.
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