martes, 3 de noviembre de 2020

PRIVADOS DE PROPIEDADES

Imagen de "El Ciudadano"

Por Roberto Marra

Es mío, mío, mío”. Así reaccionó un archiconocido personaje de la política de los '90, cuando se le sugirió que la Ferrari que le habían regalado no podía continuar en su poder, por así estar determinado por las obligaciones inherentes a su mandato. Estábamos en el auge delirante de las privatizaciones, donde un funcionario se dió el dudoso “lujo” de decir que “nada de lo que deba ser estatal, permanecerá en manos del Estado”.

En realidad, estos famosos hacedores de desgracias ajenas y prosperidades propias, no hacían más que reproducir esa especie de “decálogo” no escrito de sentimientos profundamente arraigados, el ideario básico de la población argentina que conforma su idiosincrasia y determina su desarrollo. “Lo privado” es la meta que marca el nivel del ascenso social. Es lo que eleva la autoestima de quien posee algo por sobre de aquellos que nada tienen. Objetivo transversal a toda la sociedad, sentirse propietario de algo resulta la base para pensarse parte de un conglomerado social superior. Superior en acumulación de bienes, claro.

Así, la “propiedad” habitacional fue mutando de valor económico a valor social. Y aunque es lo económico lo que determina el acceso a ella, su verdadero interés ha pasado a ser la posibilidad de la inclusión en capas superiores de nivel social. Es una forma de demostrar que se ha dejado atrás a la pobreza, aún cuando para lograrlo signifique exigencias muy difíciles de cumplir para quienes lo intentan.

Los continuos vaivenes políticos, han determinado circunstancias complejas para el acceso a esa ansiada propiedad privada. La historia de idas y vueltas en planes de acceso a viviendas destinadas a personas de recursos escasos (o nulos), también forma parte del sistema de sojuzgamiento que el Poder ejerce sobre las mayorías aplastadas por sus manejos economicistas oscuros y degradantes. Hábiles desarmadores de la posible (aunque difícil) cohesión ente las distintas capas sociales, se han encargado siempre de ofrecer algunos beneficios para una parte de eso que se da en llamar “clase media”, un conglomerado tan diverso como idealizado, de manera de lograr, también con ello, un supuesto “ascenso” social que induzca al desprecio de quienes no lo logran.

Un paso más en la disgregación, no le viene nada mal a los articuladores de la destrucción de la esperanza en una sociedad mejor. El acceso a la propiedad marca definitivamente a quienes no la poseen, los separa de “la gente”, los hunde en el barro del olvido y el desprecio de sus inmediatos vecinos en la escala social de la que les han cerrado la puerta. Parias en su propio territorio nativo, terminan “asilados” en conglomerados de casuchas amontonadas por el viento de la insolidaridad y el odio de clase de las ciudades grandes (que no “grandes ciudades”).

En esos lugares, las “villas miseria” que pululan por todos los ámbitos urbanos, también se desatan procesos similares del sentido de propiedad, llegándose a establecerse precios inauditos por alquileres de “pocilgas” con formas aparentes de viviendas. Allí también se desatan luchas por el poder de la privatización del espacio disponible, tan escaso como la capacidad de pago de sus habitantes. La indignidad a su máxima expresión, inundando las conciencias de miserias humanas, que se superponen a las económicas que les llevaron hasta esos sitios del horror urbanizado.

Aparecen, cada tanto, “planes” para modificar ese nefasto modo de sobrevivencia. Generalmente, son espasmos que nacen al calor de reclamos de los vecinos de los estigmatizados “asentamientos”, que desatan sus iras en tomas de tierras ajenas. Dejando de lado las miserables actitudes que pudieran darse por parte de algunos sectores políticos, tratando de aprovechar esas circunstancias para sumar adeptos o demostrar incapacidades de los gobernantes de turno, esos estallidos no son otra cosa que la “pus” que emerge de la herida social nunca sanada.

La “propiedad” aparecerá otra vez en escena, como demostración de poder de quienes la tienen e imposibilidad de quienes la necesitan. Lucha de clases evidente, de ahí surgen siempre perdidosos los que nada tienen, señalados como usurpadores o ladrones por los escribas de ese Poder que inunda mediáticamente las entendederas de las mayorías.

El Estado, cuando está conducido por un gobierno de claro orígen popular, no puede supeditar su accionar a los enojos de los poderosos propietarios de casi todo. No puede ni debe dar cabida a otra cosa que no sea la reparación histórica de lo que se ha ido conformando como eterno, hecho desatado y sostenido por los mismos que empujan a los millones de desarrapados a la ignominia de la miseria programada, en nombre de un desarrollo que nunca llega para la ancha base de la pirámide de las injusticias.

Es otra oportunidad que la historia nos da para cumplir con aquellos ideales que se supieron alguna vez construir con el Pueblo como bandera. No hacen falta presupuestos exorbitantes ni construcciones de fantasía. Sólo hace falta implementar lo que ya se hizo alguna vez, soltando las amarras de ese oscuro puerto de la corrupción habitacional de los grandes barrios, para proceder a otorgar el suelo que cada familia necesita para desarrollar su proyecto propio, con la sola base del básico núcleo sanitario e infraestructural que abra la puerta de la dignidad para todos.

Entonces sí podremos cambiar el concepto de propiedad, tan atrapado por el individualismo acérrimo y el desprecio de clase. Será, mucho más que la acumulación de simples planes de viviendas, una construcción de muros que, paradójicamente, ya no separen, sino que unan a los nuevos propietarios en la certeza de ser parte de una Nación que, a partir de ahora, también les pertenezca.

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