martes, 24 de noviembre de 2020

EL CIELO DE LOS RICOS

Imagen de "Steemit"
Por Roberto Marra

Hay cielos y cielos. No se trata del que vemos normalmente al alzar la vista, ese del color que supuestamente iluminó a Belgrano para crear nuestra bandera. No ese que maldecimos cuando el sol nos cocina en los veranos. Tampoco el que, oculto tras espesos nubarrones, nos inunda con esos “diluvios” que suelen darse a veces para recordarnos las trapisondas que cometemos con nuestro Planeta. Los cielos de los que hablamos son aquellos que, desde la religión cristiana, son el paradigma de la felicidad que nos espera cuando llegue la hora de morir.

Claro que, de acuerdo a ese modelo bíblico, no todos lograrán el acceso a ese paraiso prometido. Sólo los “buenos de espíritu” obtendrán el “ticket” que les permita a sus almas entrar al disfrute eterno de “la otra vida”. Está fijado en los versículos de ese libro sagrado para la fe cristiana, que de los pobres será el Reino de los Cielos. En realidad, dice “de los pobres de espíritu”, señalando a la humildad como la virtud que hace a un buen cristiano accesible el paso a la felicidad eterna post mortem.

A partir de esa definición bíblica, no es difícil darse cuenta quienes podrían lograr tales accesos y quienes no debieran poder hacerlo nunca. Se trata, aún para las personas no creyentes, de marcar límites a las acciones degradantes de aquellos y aquellas que se manifiestan en actos reñidos con la moral que dicen poseer y defender. Se trata de señalar las incongruencias entre los supuestos propósitos de esos actos y sus consecuencias sociales. Es la manera de colocar ante la vista y la razón de toda la sociedad, los efectos oprobiosos de los argumentos falaces que sirven de base para el armado de un relato que los ubica a sus autores como “héroes” de la “decencia” y el “honor”, escudos de las maldades cometidas para el acaparamiento material que impide el desarrollo virtuoso de millones de sometidos a sus arbitrios.

Los poderosos, entendidos como quienes poseen la fuerza real y virtual que les otorga la ventaja de los paradigmas que ellos mismos construyen para embrutecer y someter al resto de la sociedad, fabrican su “cielo” en la Tierra. Generan sus propios “paraísos”, a los que convierten en arquetipos de felicidades para el pobrerío y, sobre todo, para quienes asoman un poco más la cabeza de la línea de flotación en el mar de la injusticias, esa clase media que resulta la más proclive a tomar los mensajes de los ricos como propios.

A partir de allí, no resultará extraño que, cuando alguien perteneciente a ese sector del privilegio autofabricado a fuerza de sojuzgamientos y padeceres inconmensurables de millones de personas, perece, toda la sociedad asume como destacable su muerte, importante para todos y todas, infinitamente más que si muriese alguno de los trabajadores que le hizo posible la elocuente riqueza que acumulara el difunto en cuestión.

El final de un “importante empresario”, como suelen titular los pasquines con ínfulas de periodismo, es mostrado casi como una “gala”, donde el histrionismo de los conductores de noticieros nos pudiera hacer pensar, si estamos desprevenidos (estado mayoritario permanente de la población), que se trataba de un “excelso” ser humano, un hombre (o mujer) que cumplía con sus “deberes cristianos”. Seguro que será ensalzada su figura por algún sacerdote de esos que gustan estar cerca de los poderosos de turno, muestra obscena de la falsedad de su pertenencia a la religión de la que sólo sabe balbucear rezos sin sentimientos reales de ningún tipo, devotos como son del dinero que los arrogantes ricachones les proveen para que intenten “salvar sus almas”, tarea imposible por antonomasia.

Nada tiene de extraño, entonces, que los muertos “famosos” sean colocados como ejemplos de vida. Sus pestilentes fortunas sirven de suave colchón donde caen todas sus maldades invisibilizadas, para que su pasado se diluya en un mar de frases huecas que alaben sus falsos altruismos, sus modestias imposibles, sus generosidades inexistentes. Todo forma parte de una puesta en escena que haga difícil modificar el estado de las cosas, que inviabilize las rebeldías de los sometidos por esos “grandes muertos”, que ataje a tiempo la comprensión de la realidad que pudiese elevar la conciencia de toda la sociedad maltratada hasta el hartazgo por esos falsos “benefactores” de la sociedad.

Entre lágrimas, un notable cortejo de idiotizados creerá un deber sentir dolor por ese “noble” desaparecido. Más terrenales, una horda de desaforados herederos comenzará con las crueles batallas judiciales para quedarse con la fortuna del recién fallecido, mostrando (para quien quiera verlo) la catadura inmoral de los integrantes de ese colectivo de monstruos con formas humanas que habitan el oscuro submundo de los ricos. Mientras tanto, el alma (si es que la tenía) del ricachón en cuestión, parte en busca de un Cielo que no pudiera ser su destino, salvo que hasta eso hayan logrado privatizar.

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