Imagen Página12 |
La cuestión de la relación
entre medios y fines está siempre, implícita o explícitamente, en el centro de
la discusión política. Entre nosotros en los últimos años, adoptó el sentido de
las “formas” características de la presidencia de Cristina y del accionar del
gobierno en general. Nada inocentemente quienes condenaban esas formas tenían
todo el dispositivo preparado para obturar cualquier discusión sobre el
“contenido” de la política de los gobiernos kirchneristas. Se producía una
brusca quiebra discursiva: bajo el culto de la forma se escondía el problema de
siempre, la relación entre fines y medios. Claro, el denuncismo, que entonces
era republicano, construyó un mundo en el que todo depende de si los
funcionarios públicos roban o no roban. Allí empieza y termina toda discusión.
En consecuencia se excluye toda posibilidad de discusión realmente política.
La discusión política discute sobre la finalidad de la acción
política; se pregunta sobre cuáles son los fines de la comunidad política y se
discute entre quienes sostienen los derechos individuales –particularmente los
que tienen que ver con la propiedad y con el capital– son el pilar del orden
político o si hay algún bien común que tiene que estar por encima de cualquier
interés individual o corporativo; dentro del antagonismo polar tienden a surgir
compromisos intermedios. Discute también sobre los medios y las formas de
organización del poder, sobre los derechos de individuos y grupos sociales,
sobre la distribución más aconsejable de la riqueza social desde el punto de
vista de su relación con cierta idea de finalidad política. Claramente la
democracia está obligada a poner un límite constitucional y legal a la variedad
de medios a los que pueda echarse mano para resolver los antagonismos sobre los
fines políticos deseables.
Sin embargo esos límites son, en última instancia, relativos: cambian
a través de la historia y son desbordados con cierta frecuencia por situaciones
de hecho. Tanto la situación de hecho como los cambios históricos significan el
peso de la cuestión de los fines. Dicho de otro modo, con abstracción de la
cuestión de los fines de la acción, cualquier medio vale o cualquier medio no
vale. La ignorancia de que la prioridad de los fines no es una cuestión moral
sino política –es decir no está en la especulación teórica sino en la práctica
de los hombres y las mujeres– ha hecho que sobre Maquiavelo, el autor de una
cosmovisión política revolucionaria cuya actualidad atraviesa la nuestra, un
fariseo que justificaba cualquier medio con tal de llegar a un fin. No,
Maquiavelo no justificaba nada, porque él no hablaba desde una academia moral
sino desde una posición política. Simplemente decía: en la práctica, en la
acción real de las personas lo que organiza los medios es el fin. Y todos los
intentos de construir un decálogo acerca de los medios “permitidos” a la acción
política podrán ser muy edificantes y sugestivos pero con la política no tienen
nada que ver.
Quienes quieren conservar el orden vigente –no el gobierno de turno
sino el orden que está por encima de él– tienen un lógico interés en
privilegiar los medios sobre los fines, sencillamente porque el orden político
y la finalidad que lo subyace están penetrados por los valores de las clases
privilegiadas. Nuestra historia está cargada de avances y de conquistas
parciales sobre ese orden, muchos de esos pasos están reflejados en leyes
laborales y sociales, en nuevos derechos, en frenos a la autoridad del poder
económico. Sin embargo, el núcleo duro del orden –el que atañe a la propiedad y
al capital– se mantiene. Concretamente nosotros, los argentinos, tenemos un
profundo atraso constitucional en lo que concierne al lugar de la propiedad
privada en nuestro orden social. Un atraso que, por lo menos, nos lleva al
siglo XIX antes de que la encíclica Rerum novarum inaugurara la llamada
Doctrina Social de la iglesia que enunciaría poco después la cuestión de la
función social de la propiedad. Esa situación tuvo un remedio que, no
casualmente, fue fugaz: la Constitución aprobada en 1949 estableció un cambio
filosófico central en nuestra tradición constitucional al subordinar la
propiedad al interés general y a la justicia social. Un bando militar suprimió
esa carta constitucional y nunca más la cuestión volvió al centro del debate
político.
La derecha –ayer oposición republicana y hoy en ejercicio violento y
dudosamente legal del gobierno– no quiso ni quiere ninguna discusión política
sobre los fines, sobre cómo se expresan, a través de qué medios se les abre
paso. Ha reemplazado esa discusión por un dualismo curioso: vagas retóricas
sobre la “reconciliación” y sobre la honestidad –ascendida a máximo valor de
Estado–, por un lado, y ortodoxia salvaje y vertiginosa en sus políticas
públicas, por otro. Bajo el rótulo pragmático (“hacemos lo que le conviene al
país”) se esconde el sesgo profundamente clasista del rumbo que hasta ahora
solamente ha asegurado fines tales como la brusca redistribución regresiva de
la riqueza pública, el aumento de la tasa de ganancia del sector empresario
concentrado de origen multinacional y local y la consecuente caída del salario
y del nivel de vida popular. Claro, además de todo eso y como no podía ser de
otra manera, el rumbo se sostiene con balas por ahora de goma y con atropellos
a la libertad de la protesta social como ejemplifica centralmente la detención
ilegal de Milagro Sala y lo ilustran ominosas y ya abundantes experiencias de
violencia estatal contra sus expresiones. No debería caber ninguna duda entre
nosotros: el cambio de Cambiemos no es un cambio en las formas (por lo menos no
para mejor) es un brusco cambio político-ideológico sobre los fines comunes que
deberíamos perseguir los argentinos. Para intentar hacerlo pasar, además de la
represión se utiliza una temporalidad por etapas que muchísimas veces hemos escuchado
en las últimas décadas: primero hay que “ordenar la economía”, “garantizar la
seguridad jurídica”, “alentar la inversión privada”; después se verán los
frutos cuando la expansión del capital derrame hacia abajo y asegure el empleo,
los buenos salarios y el bienestar general. Pero en las cuestiones
políticamente conflictivas esa temporalidad, además de falsa y manipuladora, es
impotente. Nadie sacrifica su vida en torno a una promesa de ese tipo. Y menos
en un país en el que ya hemos experimentado lo que el papa Francisco dice de
este modo en su exhortación Evangelii gaudium: “Algunos todavía defienden las
teorías del derrame que suponen que todo crecimiento económico, favorecido por
la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo mayor equidad e inclusión
social en el mundo. Esta opinión que jamás ha sido confirmada por los hechos,
expresa una confianza burda en ingenua en la bondad de quienes detentan el
poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico
imperante”. Debe ser por ideas como ésta que nuestras clases más pudientes y
los comunicadores del establishment han aplacado su entusiasmo por el papa
argentino.
El hecho es que la Argentina va entrando en una zona en que el
conflicto sobre los fines que debe perseguir nuestra sociedad y sus relaciones
internas de prioridad puede aparecer con una claridad pocas veces vista. Es por
eso que es inevitable que en los próximos días asistamos a una nueva ofensiva
político-mediática para poner en escena un festival de denuncias contra funcionarios
del anterior gobierno, incluso, probablemente de su presidenta. Es una
operación que tiene tres agentes: el propio gobierno macrista, los grandes
medios de comunicación y los personeros del establishment miembros del poder
judicial. Será una especie de superprograma de Lanata en el que se expondrán
las mejores operaciones mediáticas de los últimos años. Con esta caricatura de
las formas se intentará conseguir un objetivo fundamental de la derecha, el de
construir un balance negro de la última experiencia política de los argentinos
con la finalidad de facilitar el avance en el nuevo rumbo y desacreditar la
agenda alternativa de los argentinos. Es, en este caso, no una agenda teórica
ni el fruto de una reunión partidaria que adopta una ambiciosa plataforma
electoral sino una intensa experiencia política de los argentinos que volvimos
a discutir sobre distribución de la riqueza, prioridad de los sectores más
vulnerables, combate a los monopolios, nuevos derechos sociales, autonomía de
la política respecto de las corporaciones poderosas, soberanía nacional, es
decir fines políticos que presuponen un sistema de valores que lo anima.
La cuestión de poner los fines de la política en el centro de la
escena tiene un importantísimo significado democrático porque apunta a desnudar
los conflictos más profundos, celosamente ocultados por los sectores del
privilegio, detrás del decorado de las formas. Esos conflictos que más de una
vez se “resolvieron” con persecución, proscripción y muerte y que hoy los
argentinos nos hemos ganado y tenemos que seguir ganando nuestro derecho a
resolverlo pacífica y democráticamente.
*Publicado en Página12
No hay comentarios:
Publicar un comentario