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Las elecciones son una rutina
de la democracia. Esto no es una verdad eterna pero es un consenso de época. De
la época de la “tercera ola democrática” que nace con la revolución de los
claveles en Portugal en 1974, sigue con las transiciones en España y Grecia,
con el fin de las dictaduras militares en el Cono Sur y se extiende por todo el
mundo a partir de su plena unificación con la caída a partir de 1989 del campo
del socialismo centrado en la Unión Soviética. La palabra “rutina” refiere a la
estricta periodicidad de la elección, a su permanencia en el tiempo sin las
alteraciones espectaculares de la crisis, la guerra, la revolución o el
cuartelazo. Pero tiene también otra resonancia: la de la ausencia de pasión, la
desdramatización del evento.
Este último significado está asociado al sentido común hegemónico que
se fue consolidando paralelamente a la mundialización de la democracia liberal.
A lo que Chantal Mouffe llamó “consenso centrista”, que consiste en el
corrimiento de las viejas derechas y las viejas izquierdas hacia la moderación
y el equilibrio. La disputa electoral se fue reduciendo a una competencia por
el manejo de la estructura administrativa del gobierno cuya finalidad es
sostener un orden ya determinado, cuya ley principal es el funcionamiento sin
trabas del mercado capitalista. La discusión específica de cada momento y de
cada país puede llegar hasta el modo en que se reparan los “daños colaterales”
que ese orden produce, es decir la inédita concentración de la riqueza y su
contracara, la exclusión de vastos sectores sociales. Está en juego la gestión
y no la dirección histórica en la que va una sociedad determinada. Ese no
parece ser el clima con que una parte considerable de los argentinos está
viviendo en estos días. La extraordinaria pasión popular que produjo el cierre
multitudinario de la presidencia de Cristina Kirchner da testimonio de la
diferencia. Y por otro lado el discurso predominante en las filas del nuevo
gobierno la ratifican. Hay una atmósfera de quiebre, de discontinuidad profunda
que unos y otros viven y expresan. El alivio de unos es la angustia de otros. Y
quiso la historia que los números electorales terminaran simbolizando la
existencia de dos hemisferios casi iguales en el ánimo político de los
argentinos. Ese “casi” es una diferencia exigua, pero sus consecuencias
prácticas son enormes. Claro que no se trata de que todos los argentinos
estemos respirando ese aire. Justamente lo paradójico consiste en que los menos
apasionados y los menos comprometidos, es decir los que no viven la tensión
central de estos días, conforman el sector que finalmente decide el resultado
de una elección. Así son las reglas de juego y quien escribe las defiende
contra los arrebatos elitistas de los que de modo más o menos vergonzante
insinuaban su preferencia por el voto calificado, en los días en que en toda la
Argentina había fraude electoral, es decir antes que la derecha ganara el
ballottage. Pero la cuestión es que los sectores más activos e intensos de
ambos campos están ante el hecho de que el campo adversario tiene una fuerza
muy considerable en términos de apoyo popular. Cada uno de ellos tiene dilemas
a resolver.
La coalición gobernante necesita ensanchar su base de apoyo, extender
la confianza entre los sectores populares que apoyaron al kirchnerismo e
incluso entre otros que le dieron su voto confiando en las promesas de mantener
las conquistas sociales que reiteradamente hizo Macri en la campaña electoral.
Eso desaconseja el shock como camino al “sinceramiento” que es en estos días el
nombre pudoroso del ajuste antipopular. Pero la fuerza ganadora de la elección
no surgió de la nada: pudo llegar donde llegó porque fue la expresión política
de una coalición social que resistió activamente las políticas del kirchnerismo
y, en sus núcleos más poderosos e influyentes, apostó muy fuerte a una caída
estrepitosa del “régimen”. Esos apoyos no son gratuitos. Parece que lo sabe
Macri, a juzgar por el gabinete que designó. Es el equipo de las
multinacionales y el conservadorismo político a los que se suman algunos
políticos, para asumir, seguramente, la tarea de evitar que un conjunto de
managers y solucionadores de problemas dispongan medidas que funcionan bien en
el Power Point pero pueden terminar por alienar el de por sí insuficiente y
condicional respaldo popular que sostiene al gobierno. Ahí es donde empieza a nacer
un proceso que puede resultar muy interesante en su desarrollo: el destiempo
entre los intereses del bloque social que el gobierno de Macri representa y las
necesidades políticas que éste tiene para la reproducción y ampliación de su
poder.
Claro que ese dilema no puede ser encarado sino en conjunto con una
táctica frente al adversario. Es decir, la forma como se moverá el macrismo
frente a la fuerza que hasta aquí gobernaba y que constituye claramente la
oposición principal. Ahí surge un primer y curioso problema que es el de la
denominación de esa persona colectiva. ¿Es el peronismo?, ¿o es el
kirchnerismo? En términos orgánicos y formales que terminan siendo centrales en
la práctica, se trata del Frente para la Victoria. Pero pensado en relación al
dilema aquí presentado, la cuestión no admite dudas: la posibilidad de manejar
con relativa armonía la dialéctica entre el programa estratégico y la
reproducción de apoyos populares está en íntima relación con la capacidad de
dividir el frente opositor y no de cualquier manera sino de una que aísle al
kirchnerismo, lo separe de la estructura justicialista. De ese modo se ganan
espacios de negociación con el peronismo “sensato” convenientemente aceitados
por premios específicos y, al mismo tiempo, se debilita el potencial
conflictivo que inevitablemente crearán las medidas de sinceramiento. Esta
estrategia necesita un principio de justificación y éste se construirá sobre la
base de un cierto relato de la época kirchnerista a la que se explicará como un
simulacro populista que reclutó a su favor a mercenarios pero también a
creyentes bien intencionados que demostrarán serlo apenas se atrevan a trabajar
contra la grieta, es decir a cruzar el charco. También en este caso habrá
premios especiales.
Estamos asistiendo a la puesta en escena de esa estrategia de ataque
contra el virus kirchnerista. Un eslabón muy visible de esta cadena es el
decreto que constituye el nuevo ministerio de Comunicación y que reforma de un
plumazo la ley más debatida desde que se recuperó la democracia, la que regula
los servicios de comunicación audiovisuales. La autoridad federal para esa
regulación, nacida legalmente como agencia autárquica, pasa a convertirse en
una oficina dependiente de un ministerio. El decreto, y de ser necesario el veto,
pasan a ser armas principales de un gobierno que ganó las elecciones con la
promesa de restablecer la institucionalidad democrática. La llamada ley de
medios es una de las primeras víctimas del operativo deskirchnerizador. Ahora
viene la incógnita de cómo actuarán las bancadas del FpV en las Cámaras puesto
que los DNU pueden ser anulados por el Congreso. Y ese escenario es el más
propicio para poner en tensión al peronismo y al kirchnerismo entre quienes
asumen la herencia de estos años de gobierno y quienes decidan abandonarla.
Por supuesto que los dilemas de la fuerza que acaba de perder las
elecciones no son menos complejos y tienen que asumirse, además, en la
atmósfera poco estimulante de la derrota. Está claro que la renuncia absoluta a
la defensa de los avances conseguidos durante los gobiernos kirchneristas –lo
que convendría en principio al oficialismo– no es una alternativa viable ni
siquiera para los más interesados en dar por terminado el malentendido que duró
doce años: un peronismo que decidiera no asumir como propios los resultados de
una experiencia de gobierno prolongada y exitosa durante tantos años se
colocaría en la ruta de la disgregación. Otra cosa, hay que aclararlo, es el
libro de pases que el macrismo abrirá generosamente para los desengañados;
estamos hablando de procesos orgánicos y no de carreras individuales. De modo
que lo que sería ideal para el macrismo –una rápida demarcación entre
seguidores del régimen y peronistas sensatos– parece una meta bastante difícil.
La interna del FpV luce más como una batalla posicional de largo aliento que
como una drástica explosión. En esa batalla juegan muchas variables. Por ahora,
para gran parte de la sociedad el “otro” respecto del macrismo es la
experiencia de gobierno peronista-kirchnerista. Además la propia lógica de los
reagrupamientos políticos parece indicar que frente a un gobierno de derecha
(el de Macri lo es, más allá de las discusiones sobre si es una nueva derecha o
la derecha de siempre) es muy difícil el desarrollo de una oposición digamos de
centroderecha. El corte de etapas políticas es tan abrupto que colocarse en el
medio puede equivaler a quedarse en el vacío.
El dilema del FpV abarca muchas cuestiones: el de la construcción de
un sistema de conducción, de unidad en la diversidad, es uno de ellos. Pero
también está el de dar cabida política a las nuevas formas de convocatoria que
se desarrollaron en la última etapa de la campaña electoral y que son una
importante reserva de apoyo y de movilización popular. Y la cuestión principal
es la del liderazgo político y estratégico. El masivo acto del miércoles último
está mostrando que los que soñaban con un rápido crepúsculo de la figura de
Cristina tienen que tomar nota de que muy probablemente se haya tratado de eso,
de un sueño. El corazón de la estrategia del macrismo es el deterioro y el
aislamiento de Cristina. No es ajena a esa la ofensiva discursiva y práctica
contra algunos símbolos de la comunicación política de la época, como 6,7,8 y
Página/12. No casualmente Cristina puso la cuestión de la defensa de la
libertad de expresión en el centro de su discurso de despedida.
*Publicado en Página12
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