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Solemos, con la palabra
“curro”, aludir a una simulación oscura y provechosa, que parte de un respeto
ficticio hacia aquello que sólo se practicará en términos de ventajas sigilosas
y no declaradas. Su remoto origen, en el arte siempre impreciso de las
etimologías, quizás haya que buscarlo en los sucesivos y oscuros usos populares
de una expresión que, sin que nada sea seguro, acaso provenga del “corral”
donde se encierra a los animales. Los rebotes misteriosos a lo largo de miles
de años que dan las palabras, con sus sonidos e inflexiones, las hacen cargar
significaciones de apariencia opuesta, pero son las necesarias bifurcaciones de
todo idioma, nunca conforme con su carcelaria literalidad.
Así, “curro” tiene acepciones de trabajo, acicalamiento, pendencia,
explotación sexual. Y en una acepción que los diccionaristas convienen en que
es sólo argentina, deviene en uno de los difundidos sinónimos de estafa, menos
pesado que el desfalco, y más incisivo que un “cuento del tío”. De alguna
manera curro es el reverso picaresco del trabajo.
¿Cómo definimos a un jefe de Gobierno de la ciudad capital de nuestro
país? Como alguien que debe saber perfectamente las implicancias del uso de
esta imantada y resbalosa palabra. Lo sabe, y saberlo implica que luego de
usarla, deberá recurrir el posterior gambito de su desmentida. “Los derechos
humanos son un curro”, ha dicho. Y los que de inmediato cuestionaron este
asombroso “dictum” se encontraron con un movimiento complementario, la
“desmentida”, que tiene el necesario componente de dejar flotar en la
incertidumbre lo dicho (así opera más eficazmente) y proponerlo a la
indulgencia con que tratamos los “lapsus” de la lengua. Pero, así, como lapsus,
es que vale. Casi toda la conversación política que escuchamos entre no-sotros
obedece a la lógica del lapsus, el disculpable resbalón del lenguaje que hace
que lo dicho quede fresco e inactual a la vez. Hablar por medio de lapsus es
hablar como el apostador del casino, arriesga fichas, calcula cuántas, las
retira, las pierde, las vuelve a recuperar, hasta el balance final, la casa de
empeños o la fina artesanía de la ficha que encaja, que produce efectos, que se
introduce en el casillero ideológico adecuado. “Que avisa, que hace daño”, como
dicen los relatores de fútbol ante la inminencia del gol.
En este caso, se trata de un grave embate contra los derechos humanos,
que como disposición conceptual poseen, desde luego, cierta abstracción. Son
una moderna figura del derecho, que alude a declaraciones como la del 1789
francés, o a la de las Naciones Unidas casi dos siglos después –no siendo las
únicas–, que fundan un humanismo universalista. Ellas abren sin duda la
discusión con las versiones culturalistas que pasan esos derechos por filtros
de singularidades históricas atendibles, pero que en nuestro país no són solo
un bello concepto abstracto de ribetes kantianos, sino que componen una de las
claves descifradoras de nuestro inmediato pasado, con nombre y apellido.
Nada se dice casualmente, pero es cierto que el lenguaje político
parece siempre un brote casual, y no pocas veces lo es, pero cuando se aloja en
la particular selectividad de los medios de comunicación tiende a abonar las
sumatorias prefijadas de las frases hechas, esos golpes performáticos que puede
durar un día o superar su estado efímero y tornarse consigna de época. “Los
derechos humanos son un curro.” Sin embargo, disculpen, dice el jefe de
Gobierno. “No todos los derechos humanos”, esos que devotamente respetamos con
la religiosidad de un Francisco de Vitoria, sino los que se han propagado en la
conciencia social del país en las últimas décadas y forman parte de actuales
políticas de gobierno. Traducción: son un curro cuando los derechos humanos
surgen de las formas que adquirieron en la más reciente actualidad argentina. Y
como la palabra curro, aun dirigiéndose a un público dispuesto a practicar el
retroceso histórico que esto implica, parece demasiado exigente, se la
transforma luego en un verdadero concepto equivalente, ya con valor de
legislación circunspecta: los derechos humanos, tal como hoy practicados,
serían una forma de revanchismo. Y así ya encontramos aquí un programa completo
de acción, cuyo pivote consiste en enviar al desarmadero general de las ideas a
uno de los pasos decisivos que, de Alfonsín a Kirchner, ha dado la sociedad
argentina. ¿Tenemos los recursos profundos para responder estas jugadas que
tienden a desvencijar lo actuado por la democracia adjetiva, como si fuera un
Rasti mal aparejado, apto para ser desencastrado ya mismo entre la chacota del
“curro” y los apóstrofes de cuño integralista de un ex mayor del Ejército?
El pensamiento del “curro” ha avanzado mucho en el país, en este
momento de su historia, y de manera muy facilitada porque es palabra inscripta
en nuestros hábitos y experiencias de hablantes. Cuando se convierte en una
manera de hacer política, como sinónimo de lo que perciben como la ilegitimidad
general de las biografías y de los discursos que señalan con evidente
dramatismo el nervio de lo actual, entonces proviene de un grupo político (no
es el único) que está encargado de las acciones genéricas de la retrogradación
colectiva, a partir de ciertos artificios del lenguaje. Recordemos que así
comenzaron. Cuando en cierto momento de la evolución del idioma coloquial en la
ciudad de Buenos Aires, una porción de hablantes juveniles, en la fragua
inesperada de las conversiones y reconversiones de la microscopía de los tratos
diarios, comenzó a decir “va a estar bueno”, de inmediato hubo oídos para estos
ingeniosos y casi imperceptibles forzamientos de la expresión. En las agencias
de publicidad del hombre que pronunció la palabra curro, se comenzó a trabajar
intensamente. Escuchar al pueblo, en los antiguos decires de la política, era
una cosa. Para ellos, en cambio, es esta audibilidad del chascarrillo avispado
en la puerta de una sandwichería.
¿De qué se trataba? De estar adentro del lenguaje colectivo que pasaba
por su momento de transfusión a diversificadas formas de anhelo, apetencias,
consumos culturales, industrias del esparcimiento. Sabían que investigaban un
cimiento último de las cosas, que comenzó con la primera enseñanza impartida al
futuro jefe de Gobierno porteño, sobre cómo dar largos saltos sobre adoquines
–contra el habla abstracta que aludiría a kilómetros de macadam o de tuberías–,
y concluye con el descenso al infiernillo del habla, para fincar allí al sujeto
político, superar la propia idea –aun abstracta, de corrupción– y llegar a la
piedra filosofal última. El curro de los derechos humanos. La máxima torsión
para la que creen, en vísperas electorales, que el mundo social ya está
preparado. Produciendo así el verdadero revisionismo histórico, no el que habla
de batallas de siglos anteriores, sino el que sin revisar documento alguno ni
remover viejos mitos de su lugar se coloca ante una brutal revisión y
desmontaje del presente, como si hubiera sido una escenografía colocada de apuro
por unos ocurrentes actores ambulantes.
¿Cómo lo hacen? Recurriendo a una vertiginosa contra-industria
cultural. La que viene de los estratos marginales del habla, donde a veces
bullen decisivos detritus que retratan con sombría singularidad un pensamiento
que tiene más fuerza que el decir público de la política, y que se sitúa como
yuyo sedicioso en los intersticios de las conversaciones solemnes. Pues bien,
contra lo que puede pensarse, no hay que hacer lo mismo que ellos –aunque a
veces pareciera que se lo intenta– pues para eso se dijo que se venía a
recobrar una genuina productividad del ser político. La palabra curro tuvo tal
fuerza que hasta la ha adoptado un digno fiscal, que debería redefinir su
enojo, puesto que esta expresión agrieta también su participación en los
juzgamientos a las juntas militares realizados en los años anteriores a éstos.
Incluso, se notan los preparativos para poner la cuestión aun por detrás del
propio prólogo de Ernesto Sabato al Nunca Más, que aun con situarse en una perspectiva
que no ahondaba en las raíces últimas del conflicto, se basaba en una
demonología que, sin duda, como parte de la literatura que él mismo escribía en
aquellos tiempos, debemos ver hoy con nuevos atisbos que incluya que, incluso,
ese texto también está en peligro. Comprendámoslo en nuestros intereses de
reflexión y análisis. No nos privemos de declarar en público –también– los
traspiés que evidentemente han ocurrido, en el dominio de los derechos humanos,
en momento que los vimos también como un concepto abstracto, dándoles a las
reparaciones un significado que, por ingresar muchas veces al campo del justo
resarcimiento económico, corrían el riesgo de debilitar su sentido
trascendente, no mensurable por las reglas comunes de ningún instituto público.
Estas deben seguir actuando, como de verdad lo siguen haciendo. Pero, al mismo
tiempo, no debemos descansar sobre ninguna leyenda a la que se la crea
consumada por entero, pues a veces son las mismas leyendas –burlonas de la
historia– las que dejan colar una palabra que las maldice para poner a prueba a
los que cándidamente habitan en ellas.
*
Director de la Biblioteca Nacional.
Publicado
en Página12
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