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Estados Unidos aceptó comenzar
a destruir el muro con el que bloqueaba a Cuba. Mucho se ha dicho en estas
horas sobre el pasado oprobioso para el pueblo de Estados Unidos y para toda la
humanidad que constituía el ataque de la principal potencia mundial a un
pequeño país cuyo crimen principal consistía en no haber negociado su soberanía
nacional y en no haber renunciado a su propio proyecto político y social. Se
cierra una etapa en la política global; en cierto sentido, como también se ha
dicho, se cerró definitivamente la época de la Guerra Fría, cuyo
resquebrajamiento empezó con la caída del Muro de Berlín.
Pero esta periodización histórica tiene sus límites: la Guerra Fría
había terminado, en sus efectos prácticos que organizaban la conciencia global,
con la disolución de la Unión Soviética. Desde ese final en adelante se había
perfilado un orden mundial unipolar, con Estados Unidos en su indiscutible
liderazgo. La renuncia al sabotaje anticubano, por parte de las actuales autoridades
estadounidenses, luce como una señal de reconocimiento de que ese dominio
mundial incompartido ha agotado sus posibilidades. Es la asunción de un nuevo
cuadro de situación en la arena global, uno de cuyos síntomas más visibles es
el progresivo retroceso de la diplomacia imperial a la hora de legitimar sus
políticas en los organismos mundiales: el dirigente demócrata John Kerry ha
reconocido el aislamiento de Estados Unidos como fruto paradójico del bloqueo.
La idea de seguir pagando tamaño costo político para satisfacer los delirios
restauradores de algunos cubanos muy influyentes del estado de Florida no
resistía la más modesta mirada de realismo político sobre la estrategia
regional y mundial de la superpotencia.
Menos se ha hablado del futuro que emerge de la audaz decisión del
gobierno de Estados Unidos, para Cuba y para toda América latina. En el breve
discurso con el que informó sobre el acercamiento entre los dos países, Raúl
Castro (foto) habló de un “socialismo próspero y sostenible” como el horizonte
hacia el que avanza Cuba. La premisa que se sostiene, así, para el futuro de la
isla es la continuidad del socialismo como marco político-ideológico del
desarrollo y su robustecimiento por un mejor funcionamiento de la economía con
una apertura controlada de los mercados, que ya había comenzado en los últimos
años y seguramente se profundizará en adelante. El programa del gobierno cubano
vivirá en medio de fuertes tensiones políticas con su inmediato y gigantesco
vecino que tiene en la mira una Cuba “liberalizada” que pueda conservar una
continuidad simbólica con la revolución pero que adopte franca y radicalmente
el rostro de un nuevo paraíso del neoliberalismo, incluido el formato político
de una “democracia representativa” limitada por un pacto de sumisión a la
capital del imperio.
No hay futurología política que pueda prever de antemano el curso de
esas tensiones. Pero sí puede decirse que son tensiones bienvenidas. En primer
lugar, por las condiciones que hicieron posible la nueva relación de fuerzas en
el plano continental: por el chavismo, por el ALBA, por la Unasur y por el giro
popular en general en América del Sur. En la práctica Cuba ya había roto el
bloqueo: gobiernos de países que hace pocos años votaban a favor del bloqueo
(la Argentina presidida por De la Rúa, por ejemplo) habían pasado a construir
una fuerte alianza con la isla revolucionaria. Cuba ya no era una amenaza
fantasmal para América latina, sino una voz influyente en el plural coro de la
soberanía y la integración regional que se constituyó desde principios de este
siglo. La experiencia socialista cubana había dejado de ser una anomalía
continental para ser un interlocutor necesario de las nuevas fuerzas orientadas
a la construcción de nuevas realidades “posneoliberales”. La decisión de Obama
reconoce esa nueva realidad, que debe ser pensada de modo articulado con la
grave crisis que recorre el mundo del capitalismo desarrollado, una verdadera
crisis civilizatoria con claras repercusiones geopolíticas. Para los que gustan
hablar de finales de ciclos, el acercamiento histórico de estos días bien
podría formar parte de los reacomodamientos geopolíticos propios de una crisis
del ciclo neoliberal abierto hacia mediados de la década del ’70 del siglo
pasado.
Ya Cuba no está aislada. Ni política, ni ideológica, ni
económicamente. Nace una nueva etapa en lo interno y en lo externo para el
régimen heredero de la revolución de 1959. Lo interno y lo externo –entendido
particularmente esto último como el sistema de relaciones políticas interestatales
latinomericanas– forman en este caso una unidad interesante y promisoria. Lo
“externo” es el nacimiento y desarrollo en los últimos años de una nueva
cultura de la lucha emancipatoria: ya no existe una doctrina revolucionaria
sostenida en una filosofía de la historia con un punto de llegada preconcebido.
En su lugar hay un movimiento popular plural por sus herencias ideológicas,
plenamente instalado en las diversas realidades nacionales y con una gran
experiencia acumulada en el ejercicio del poder estatal, con su carga de
problemas y responsabilidades concretas. Es decir, se trata de una cultura
transformadora liberada de los estrechos cánones que constituían las filosofías
de la historia predominantes en los movimientos revolucionarios de los años ’60
y ’70 del siglo XX, y enriquecida por el reconocimiento de la contingencia
política como hoja de ruta de la política de cambios, en el lugar que antes
ocupaba una teleología de manual con etapas, aliados y formas concebidos como
necesidad ineluctable. Es una nueva cultura de la transformación política y
social que en su pluralidad interna reconoce como gran principio organizador la
tríada de la inclusión social, la soberanía nacional y la integración regional.
Ese nacionalismo popular ha nacido y crecido en los marcos de lo que la
tradición socialista reconoce como “democracia burguesa”, que sitúa como su
piedra angular el sufragio universal y libre; muchas de sus penurias actuales
pasan por cómo conservar esa preeminencia electoral necesaria para la
consistencia y la irreversibilidad de las transformaciones nacionales en las
condiciones de una intensa presión política de las clases dominantes ejecutadas
fundamentalmente a través de los grandes oligopolios informativos. Pero el
hecho es que la actual ola transformadora se abrió paso en un contexto de plena
libertad política, lo que muestra que no hay ningún vínculo necesario entre
transformación política y arbitrariedad estatal. No se sigue de este
razonamiento ninguna pretensión de juicio liberal sobre las peripecias de la
Revolución Cubana, como las que han calado muy hondo en cierto “progresismo”
que se obstina en ignorar las cuestiones de la lucha por el poder, a la hora de
juzgar las cualidades institucionales de un régimen. Puede ser que a los líderes
de la Cuba posrevolucionaria se le puedan hacer reproches en materia de
libertad política, pero hay un reproche que no se les puede hacer: el de haber
permitido el triunfo de los planes de aniquilación del proyecto revolucionario,
cuya herramienta más significativa acaba de quebrarse. El fin del bloqueo no
terminará con las ínfulas restauradoras de Estados Unidos, pero obligará a
hacerlas circular de otras maneras, menos lesivas para la economía y la vida
cotidiana de los cubanos. Los revolucionarios cubanos y sus herederos pudieron
sostener su régimen en el marco de un asedio brutal proveniente del país más
poderoso del planeta; ahora tienen que asegurar su reproducción y su
autotransformación en nuevas condiciones de época.
Cuando se estudia la Revolución Cubana surgen con claridad sus raíces
nacional-populares y democráticas. Fue la lucha contra la tiranía de Batista,
producto deletéreo del dominio yanqui sobre la política de la isla, la que
reunió en un solo haz la reivindicación de la soberanía nacional y la
democracia con el antiimperialismo. El desarrollo socialista de la revolución
fue el resultado de la inscripción de ese itinerario revolucionario en las
realidades ideológicas, políticas y geopolíticas de la época en la que triunfó.
Finalmente no hay que olvidar –como no lo olvidan los líderes cubanos– que fue
la ayuda soviética la que permitió la anomalía inédita de un régimen
antiimperialista en las barbas mismas del coloso norteamericano. A tal punto
llegó esa inscripción geopolítica que Cuba fue el teatro de la más real de las
amenazas de destrucción planetaria cuando la famosa crisis de los cohetes en
1961, en la que Estados Unidos y la Unión Soviética se amenazaron mutuamente
con el recurso de la guerra nuclear. El régimen político cubano no fue un
capricho ni una meta programática mecánicamente concretada por los
revolucionarios del Moncada: fue el resultado de una batalla específica por el
poder, la forma de la construcción política soberana propia de la época de la
Guerra Fría con una de las superpotencias contendientes situada a pocas millas
de La Habana.
Los flujos y reflujos de la historia han puesto a la Revolución Cubana
y a sus herederos en un nuevo marco regional y mundial. La han colocado frente
al desafío de defender sus conquistas sociales populares –reconocidas hasta por
sus más encarnizados enemigos– en un nuevo momento mundial. Cuba es hoy y puede
serlo más aún en la etapa que se abre un actor prestigioso e importante dentro
del arco multicolor de naciones y de movimientos populares que rechazan la
cosmovisión neoliberal y construyen trabajosamente proyectos alternativos
orientados a la igualdad y a la construcción de democracias profundas y
participativas que no se limiten a ser decorados institucionales del dominio de
las corporaciones más poderosas. Los pasos de la política del gobernante
Partido Comunista de Cuba pueden ser evaluados desde esta perspectiva. Es un
punto de vista que constituye una de las virtuosas conquistas del fin de la
Guerra Fría, que fue también el fin de los relatos ideológicos dogmáticos y
cerrados y la apertura para la creatividad política, ideológica, social e
institucional de los nuevos actores de la transformación del mundo.
*Publicado
en Página12
todo lo que viene del norte, es mal venido, para mi. descreo de las buenas intenciones yankys. son ampliamente sociòpatas y disfrutan con las mentiras, el maquillaje, el photoshop.
ResponderEliminarespero que la amada cuba no pase a ser una nueva haití, donde parte de la ayuda era a contraparte de que el arroz en lugar de ser haitiano, sea de usa, así que ahora ademas de haber talado casi todos los bosques , tampoco casi tienen su arroz, y todo eso, por unos pesos de nuestro archiconocido fmi . ¿tendrá algo que ver la contaminación de las tabacaleras que devino en adictos al cigarrillo que han hecho juicios millonariso, que luego devino en la prohibición mundial del humo. !del humo¡ No creo que los tabacales y tabaccaleras cubanas sobrevivan a esta amistad, a menos que usa reconozca los atentados a fidel y pague indemnizaciónes acordes al magicidio deseado.