Imagen Nodal |
Los recientes procesos
electorales que finalizaron en Bolivia y Brasil sintetizan las diferentes
dimensiones, los alcances estratégicos y los ejes políticos de las
transformaciones sociales en curso en Latinoamérica; ponen al descubierto sus
logros y carencias, sus horizontes y –en virtud de ello‑, sus desafíos. Está
claro que ganar elecciones no es equivalente a “tomar el poder” mediante las
urnas. Pero según interpreten esta afirmación, los gobiernos populares
progresistas configuran distintas estrategias políticas y definen sus agendas
políticas locales y regionales. Hay gobernantes que optan por lograr una
administración prolija para mostrar su eficiencia a los poderosos o para
conservar su posición, esperando ser aprobados por ellos. Otros, empeñados en
realizar cambios sociales raizales, buscan caminos para hacer de sus
administraciones herramientas políticas capaces de impulsar procesos
socioculturales de cambios revolucionarios.
Esta posibilidad fue clara a partir del triunfo de Hugo Chávez en
1998, cuando replanteó a su gobierno como una herramienta política para
construir con el pueblo el sujeto político colectivo capaz de buscar nuevos
caminos revolucionarios y construirlos. Desde entonces, y con el impulso que ha
significado para los pueblos del continente el triunfo de los movimientos sociales
encabezados por Evo Morales en Bolivia, se afianza cada vez más la hipótesis
política de que la disputa electoral puede abrir caminos democráticos para la
realización de transformaciones revolucionarias.
Para quienes actualmente ganan elecciones desde posiciones populares,
de izquierda o progresistas, la disyuntiva es clara: Convierten a sus gobiernos
en herramientas políticas para impulsar procesos populares revolucionarios de
cambios raizales, o se limitan a hacer un “buen gobierno” conservador, reciclador
del sistema.
El camino revolucionario está
marcado por la participación protagónica de los pueblos
La respuesta a esa disyuntiva política y los consiguientes
posicionamientos políticos que de ella se derivan, devienen el parte aguas
político del quehacer de los gobiernos populares latinoamericanos: mantenerse
en los cauces fijados por el poder y cambiar “algo” cuidando que “nada” cambie,
o colocarse en la senda de las revoluciones democrático‑culturales e
impulsarlas. Esta opción revolucionaria está marcada por un factor político
clave:la participación protagónica de los pueblos en el proceso de cambios, es
decir, para crear, definir y realizar las transformaciones en la concepción y
el quehacer del Estado, la democracia, el desarrollo, el buen vivir, la
descolonización, la interculturalidad, la despatriarcalización…
Ciertamente, a pesar de las diferentes opciones políticas
estratégicas, los gobiernos populares convergen hoy al compartir una postura
posneoliberal o antineoliberal, centrada en la recuperación del papel
socioeconómico del Estado en pos de obtener recursos para fomentar la inclusión
social, recuperar índices positivos en la salud y la educación masiva,
erradicar la pobreza extrema, apostar a la integración comercial regional y
continental. Estas convergencias no indican, sin embargo, que los diversos
gobiernos estén abocados a la realización de cambios estructurales orientados a
la superación raizal del capitalismo.
Hacer de los procesos democrático-populares procesos revolucionarios
es una posibilidad directamente articulada con el empeño conjugado entre
movimientos sociopolíticos, partidos de izquierda y gobierno popular para
fortalecer los procesos de construcción del sujeto político colectivo,
impulsando su participación en la toma de las decisiones políticas que marcan
los rumbos del quehacer estatal y político-social en cada momento, aportando a
la construcción de la conducción colectiva del proceso revolucionario en cada
país.
Va de suyo que cualquier opción de cambio político-social transcurre
hoy dentro del sistema del capital. Sin embargo, unas se abocan a crear las
bases sociales, culturales, políticas y económicas para transitar hacia su
superación, mientras que otras buscan reacomodarse a lo existente para disputar
‑en el mismo terreno del mercado‑, un lugar de poder desde donde constituirse
en el “contrapeso” del Sur a la tendencia neoliberal global asfixiante. La
creación del bloque BRICS es un claro ejemplo de ello. Este bloque desafía la
hegemonía unipolar del poder del capital imperialista-guerrerista y su
voracidad de rapiña, saqueo y destrucción global y –en la coyuntura global
actual‑, resulta un freno a la locura de muerte que favorece la vida, al igual
que el MERCOSUR, la UNASUR, la CELAC… De conjunto, estos procesos y bloques
tienen en el presente un importante valor como salvaguardas de la vida de los
pueblos. No constituyen el horizonte de las luchas populares, sino su piso, una
base de apoyo inicial.
El ALBA, en cambio, se perfila como una apuesta estratégica de los
pueblos orientada a la creación y construcción de un mundo nuevo basado en el
buen vivir y convivir.
En los procesos de participación política los sujetos van tomando
conciencia de la necesidad de continuar sembrando las bases culturales,
sociales y económicas en las que madure y se abra paso su propuesta
revolucionaria encaminada a la superación definitiva de la civilización creada
y controlada por el capital. Para ello se preparan y organizan, buscando
permanentemente impulsar los procesos de cambio más allá de los límites que
fijen los gobiernos de turno.
Transformar el Estado
En su primera etapa, los gobiernos populares latinoamericanos
retomaron los postulados básicos de Keynes para la elaboración de su propuesta
socio-económica. Esta mirada compartida resultó, en cierta medida, la base de
un formato institucional para la constitución de los bloques regionales de
integración. De ahí que en la mayoría de estos procesos, la apuesta productiva
predominante esté marcada por lo que podría definirse como un neodesarrollismo
de “izquierda”.
Esto en sí mismo no es positivo ni negativo. No cabe pretender que
todo esté previamente definido y clarificado, menos aun cuando a los
gobernantes actuales les ha tocado hacerse cargo de sus países en situaciones
de crisis y fracturas sociales profundas, causadas por el saqueo y la
corruptela neoliberal. Pero es importante tenerlo presente como referencia
porque, ¿hacia dónde se encaminan estos gobiernos luego del empeño de los
primeros años buscando poner “en orden” una propuesta integral de gobierno?
Recuperar el papel social del Estado es central, pero ello es apenas
un primer paso en el inmenso océano de las transformaciones sociales. La mayor
y más dura prueba de ello ha sido el socialismo del siglo XX. Mayor
estatización que aquella es difícil de imaginar, sin embargo, no logró resolver
temas medulares como: participación y empoderamiento popular, desalienación,
liberación, plenitud humana… Tal vez fue precisamente por centrar los ejes del
cambio social en el quehacer del Estado y sus funcionarios, por concebir al
Estado como un actor social y no como una herramienta política institucional,
que el proyecto socialista derrapó de sus objetivos estratégicos iniciales y un
grupo de burócratas terminó suplantando el protagonismo popular, anulando al
sujeto revolucionario.
El Estado es apenas una herramienta, medular, pero herramienta. Puede
emplearse con la esperanza de recuperar un “capitalismo de bienestar”, sin
poner en cuestión el contenido y el papel de clase del Estado, ni las bases
jurídicas que configuran su institucionalidad. O puede convertirse –articulado
con la participación popular‑, en un instrumento político para impulsar cambios
revolucionarios, apostando a transformar las bases, el carácter, los contenidos
y el papel social de dicha institución.
Luego de dos o tres períodos de gobierno, el riesgo de caer en la
tentación de conservar lo que se ha logrado es grande, más aun teniendo en
cuenta los enormes desafíos que implica atreverse a “ir por más”, profundizar
los cambios, cuestionar los resortes claves del poder local-global del capital.
Conservar es fundamental, pero no se logrará deteniendo el proceso de cambios.
Detenerse es retroceder y empezar el raudo camino hacia el declive….
Conservar lo logrado requiere profundizarlo, radicalizarlo, ampliar el
protagonismo de los pueblos en la toma de decisiones, transformar la
institucionalidad del capital reemplazándola por otra que responda a los
intereses populares… No hay otra posibilidad en Latinoamérica, territorio azotado
secularmente por la dependencia, la colonización, la corrupción y el
sometimiento de las élites locales a los designios del poder imperialista.
Recuperar el Estado para el quehacer social es un paso inicial, pero
solo podrá tomar un rumbo revolucionario si se abre a la participación de los
movimientos populares en la toma de decisiones, en la realización y la
fiscalización de las políticas públicas y de todo el proceso de gestión de lo
público, abriéndolo a la pluralidad que imponga su diversidad.
Históricamente contrapuestos Estado y sociedad y, particularmente,
Estado y movimientos sociales populares, hay grandes cambios que realizar para
abrir el Estado, las políticas públicas y la gestión de lo público a la
participación de los movimientos populares, indígenas, sindicales, campesinos…
para que puedan asumirse colectivamente como protagonistas con derecho ‑y
obligación‑ de participar en la toma de decisiones. Y ello no se producirá de
golpe; requiere tanto de procesos jurídicos que lo habiliten, como de procesos
político-educativos de los funcionarios públicos y de los movimientos sociales
y la ciudadanía popular en general. En este proceso los sujetos van
reconceptualizando las políticas públicas y la gestión de lo público en función
de sus realidades, identidades y modos de vida, sus cosmovisiones, sabidurías y
conocimientos, y –articulado a ello‑, van definiendo el quehacer y alcance de
“lo estatal”.
Apoyar estos procesos está entre las tareas político-revolucionarias
de quienes se posicionan como conducción política: no sustituir al pueblo
organizado, sino convocarlo, escucharlo, construir de conjunto, estimular y
contribuir a organizar su protagonismo. Sumar y no restar. Dirigir no es
mandar, sino orientar, coordinar y guiar el proceso, en primer lugar, aportando
con el ejemplo concreto de nuevas prácticas en los lugares de trabajo y
territorios del hábitat cotidianos.
Obviamente, como lo ejemplifican las experiencias concretas de los
procesos políticos latinoamericanos actuales, esto configura un escenario
sociopolítico y cultural contradictorio, sinuoso y complejo que se torna
frecuentemente incomprensible para los propios protagonistas y, tal vez por
ello, “peligroso” para quienes imaginan que los procesos de transformación
social ocurren o deberían ocurrir según establece el “manual de
procedimientos”, por decreto o mágicamente, o protagonizados por ángeles que
supuestamente atravesarían los cismas históricos como quien se desplaza
suavemente por un lecho de “pureza inmaculada”.
¿Se cometen errores? Seguramente, aunque se minimicen, siempre habrá
errores, pero no serán responsabilidad de un grupo de funcionarios, sino por
decisión colectiva de las mayorías participantes, precisamente una de las
garantías fundamentales para minimizarlos. En tal caso, la reflexión colectiva
y el saldo, no conducirán a una derrota frustrante, será sobre todo aprendizaje
y crecimiento colectivos para nuevos emprendimientos revolucionarios.
La transición revolucionaria
implica la descolonización y viceversa…
La transformación del Estado y su apertura a la participación de los
pueblos, el reconocimiento de la diversidad de sus identidades sociales,
culturales, de sus cosmovisiones, saberes, sabidurías y modos de vida diversos…
es parte de un inter-articulado proceso revolucionario democrático
intercultural que configura procesos de descolonización, en los que se
proyectan y profundizan los horizontes estratégicos de los gobiernos populares
revolucionarios. Esto se relaciona directamente con la definición de los perfiles
sociopolíticos de lo que hoy podría entenderse como procesos de transición
hacia una nueva civilización, superadora del capitalismo. Y tiene como elemento
constitutivo central a la participación popular; en ella radica la posibilidad
revolucionaria de los gobiernos populares de la región.
En tiempos de disputa de poder como ocurre hoy en Bolivia, Ecuador,
Venezuela… florecen las luchas de pueblos y comunidades indígenas, de
campesinos/as y diversos sectores sociales por participar plenamente de la democracia,
ampliándola, es decir, luchando por extender la igualdad y la libertad a sus
relaciones sociales, económicas, culturales y políticas. Esto es parte de las
luchas políticas y culturales de los pueblos encaminadas a la transformación
raizal de la democracia, rompiendo el paradigma neoliberal que considera a la
democracia (y el Estado) como un terreno carente de conflictos, un ámbito
neutral de competencia de intereses.
Poniendo fin a las relaciones de poder instauradas por la democracia
excluyente y elitista del capital, los pueblos construyen desde abajo otra
democracia, un nuevo poder (popular), un nuevo Estado para el Buen Vivir y
Convivir, otra hegemonía: la de los pueblos.
La construcción de hegemonía popular requiere de un tipo de
organización y conducción políticas que articule protagonismo y conciencia
colectivos como sustrato del poder popular, basado en la solidaridad y el
encuentro, en el reconocimiento y la aceptación de las diferencias sin
pretender su eliminación, entendiéndolas como riquezas y no como “defecto”.
Esta lógica no puede basarse en la antagonización ‑y exclusión‑ de lo
diferente, sino en la complementariedad, en la búsqueda de espacios donde la
diversidad sea cada vez más naturalmente incorporada ‑aunque con conflictos y
debates‑, propiciando el trabajo interarticulado, intercultural, de lo diverso.
Se trata de revitalizar una concepción de la política que, anclada en
los sujetos del cambio, ponga la batalla por la hegemonía en el corazón de la
disputa colectiva por el poder popular a crear y construir. Esto supone
recuperar la política y lo político como eje central del quehacer de los
gobiernos revolucionarios anudado con lo social, lo cultural y económico e
implica dar un vuelco a la representación política tradicional enquistada en
los partidos, incluyendo a los de la izquierda.
No se trata entonces solo de convocar para escuchar, sino también de
generar ámbitos donde los diversos actores puedan crear, proponer, decidir y
ser parte del proceso de realización, reapropiándose de sus experiencias en un
proceso que contribuirá al empoderamiento colectivo. Es aquí donde la eficacia,
la participación y la democracia, se entroncan con la descolonización y la
interculturalidad enuna interrelación compleja, sin indicios de simplificación
y perfilan los actuales procesos de transición hacia el nuevo mundo que tienen
lugar en tierras indo-afro-latinoamericanas. En ellos destaca el protagonismo
de sectores históricamente discriminados y marginados, hoy (auto)reivindicados
como ciudadanos de pleno derecho.
–Se ponen en cuestión saberes y
poderes
Interculturalidad y descolonización llaman a dejar atrás el
eurocentrismo negador de los pueblos indígenas, afrodescendientes, mestizos, a
dejar atrás todo tipo de discriminación, a pensarse todos y todascomo
sujetos-ciudadanos con plenos derechos y capacidades. Llaman también a abrir
espacios políticos a las mujeres con sus pensamientos despatriarcalizadores, y
a promover la participación plena de todos/as los marginados/as o excluidos/as
acorde con sus capacidades, sus identidades culturales, sexuales, etc. En
resumen, se trata de abrir el ámbito de “lo político” al terreno intercultural
parareconfigurarlo desde este lugar, reclamando una mirada colectiva que dé
cuenta de los disímiles intereses de los diversos actores y sectores que
conforman el llamado “campo popular”.
Esto supone hacerse cargo también de las diferencias y pugnas de poder
que tienen y tendrán lugar entre los diversos sectores del campo popular, en
proceso de ruptura y superación de la hegemonía de la colonización. Teniendo en
cuenta que la conquista y colonización de América ‑genocidio mediante‑,
implantó el capitalismo en estas tierras, los actuales procesos de
descolonización comprenden todo el período histórico, desde tiempos de la
llegada del capitalismo a nuestras tierras de la mano de la conquista y
colonización hasta la liberación del yugo del capital en lo económico-social y
cultural, en el modo de vida, de percepción, de conocimiento, de
interrelacionamiento humano y con la naturaleza.
Por ello, interculturalidad y descolonización constituyen pilares
claves promotores de la nueva civilización, anclados en la equidad, la
solidaridad y la búsqueda de armonía en la convivencia humana y con la
naturaleza y, todo ello, sustentado en un nuevo modo de producción y
reproducción social, cuyo ciclo garantice la reproducción de la vida humana y
de la naturaleza.
Aprender de las prácticas
emancipatorias de los pueblos
La construcción de un nuevo mundo implica crear colectivamente una nueva
racionalidad del metabolismo social. En tanto se trata de transitar procesos
inéditos, la participación de los actores sociales resulta una de las claves
sociopolíticas y culturales fundamentales de los actuales procesos
revolucionarios.
En este empeño, la creación cotidiana de los pueblos es clave. Por
ello, entre las labores revolucionarias de intelectuales “orgánicos”
comprometidos, está la recuperación crítica de las experiencias concretas de
los movimientos indígenas, de trabajadores, de mujeres, de pobladores, de los
sin tierra, etc., para reflexionar –en conjunto‑, acerca de las enseñanzas de
lo que colectivamente van creando y construyendo.
La investigación-acción participativa, articulada con procesos de
educación popular, desempeñan en ello un papel fundamental, particularmente, en
lo que hace a la recuperación y sistematización de las experiencias locales de
los pueblos, donde germina lo nuevo, aunque fragmentado, o balbuciente.
–Una nueva mentalidad, un cambio cultural, epistemológico y político,
se impone
Esto habla de la importancia actual que reviste para las ciencias
sociales romper con la tradicional mirada “cientista” acerca de los estudios
sociales, sus dinámicas y problemáticas. Se trata, en síntesis, de asumir el
camino de la ruptura epistemológica con el viejo “saber hacer” y “saber
pensar”, para reconstruir una nueva epistemología, desde los pueblos, con los
pueblos, construyendo integral e interculturalmente nuevos saberes (colectivos)
con los sujetos.
Hacerse cargo de la batalla ideológica
cultural
–Que no te “cuenten” los
adversarios cómo creas y construyes lo nuevo
Si los procesos de revolución sociopolítica, democrática y cultural no
son recuperados por los pueblos ‑sus creadores y protagonistas‑, el recuento y
la síntesis la hará el adversario político, con la intencional cuota de
tergiversación ideológica de la realidad a la que está acostumbrado para
mantener su hegemonía y dominación. A través de libros de textos, de los medios
de comunicación masiva y de las redes sociales, nos re-contarán nuestra
historia como si fuera ajena, llena de errores y desvaríos, pues harán el
recuento a partir de sus parámetros culturales y sus intereses económicos y
políticos. Este es, de última, el derrotero “subfluvial” del debate
civilizatorio en curso. Llama a asumir con centralidad el proceso de
descolonización o –caso contrario-, someterse a la continuidad de la
colonización de las mentes y la espiritualidad, para someter a los cuerpos.
La educación política, la batalla cultural en los medios de
comunicación masiva, en las escuelas, en las comunidades, en las organizaciones
sociales y políticas, son parte de la permanente toma de conciencia del proceso
de creación colectiva del nuevo mundo. Y resultan entre las claves de la
construcción del poder popular desde abajo.
Construir la fuerza
sociopolítica de liberación
El desafío civilizatorio supone un debate y una pulseada permanentes
con el poder. Y ello no es una “tarea” de vanguardias, no es una cuestión de
partidos políticos… Se trata del quehacer permanente del sujeto político
colectivo del cambio: partidos políticos de izquierda, movimientos sociales
populares, pueblos todos, reunidos, articulados intercultural y horizontalmente
en una fuerza sociopolítica de liberación capaz de traccionar los procesos de
cambio hacia mayores transformaciones, confluyendo en un gran proceso de
cambios raizales donde irán superando desde la raíz –y desde su interior‑, el
sistema del capital, su modo de producción y reproducción sobre el que se erige
todo el sistema de relaciones sociales, culturales, económicas y políticas y
jurídicas y las instituciones que lo representan, sostienen y perpetúan.
Este desafío resulta central en procesos como el que tiene lugar en
Brasil, donde el impulso revolucionario supone un viraje hacia el protagonismo
político social popular. Está presente también, aunque con otras intensidades,
en procesos como los de Bolivia y Venezuela cuyos gobernantes están empeñados
en profundizar el camino revolucionario iniciado, ampliando la participación
popular, los procesos de descolonización, los diálogos interculturales y las
búsquedas de un nuevo modo de producción de que abra las puertas de la
humanidad a un nuevo tipo de desarrollo basado en el buen vivir y convivir
entre nosotros y con la naturaleza.
En Brasil, el gobierno de Dilma se vio prácticamente arrinconado por
un posible retorno a la era de la plena hegemonía neoliberal, y ello no ha sido
solo por los embates mediáticos (externos) de sus adversarios, sino el
resultado de concepciones políticas propias, que llevaron al PT a gobernar a
través de acuerdos parlamentarios en bloques, a no escuchar a los movimientos
sociales y sus históricos reclamos, como, por ejemplo, la reforma agraria, a
desoír el reclamo de los jóvenes y sus movimientos en las grandes ciudades,
cuyas protestas se pretendió estigmatizar y reducir tras el calificativo de
“clases medias” disconformes y opuestas a un pueblo supuestamente contento y
conforme con la Bolsa Familia…
Hace tiempo ya, el PT pudo haber abanderado la construcción de un foro
de encuentro y articulación entre partidos de izquierda y movimientos sociales ‑en
Brasil y en el continente‑, abriendo cauces a una nueva política.
Silenciado el Foro Social Mundial por los apetitos hegemonistas
internos, y con un Foro de Sao Paulo tercamente encriptado en su arcaico
sectarismo político, la fuerza política de los de abajo se expresa donde se
abren cauces para ello. Así, movimientos sociales históricos de Nuestra América
con la presencia de Evo Morales, no dudaron en estar presentes en Roma, en la
convocatoria del Papa Francisco a los movimientos sociales, para discutir ejes
centrales de acciones globales encaminadas a la defensa de la vida.
–Hoy como ayer, ser de
izquierda no es sinónimo de ser revolucionario
Se puede ser “la izquierda” del sistema capitalista y gobernar para
reflotarlo. Pero como lo ejemplifican Bolivia y Venezuela, se puede optar por
otro carril, y en vez de intentar hacer “buena letra” con los poderosos de
siempre, impulsar articulada y mancomunadamente con los movimiento sociales y
los pueblos todos, procesos revolucionarios de cambios sociales, abonando el
camino de las revoluciones democráticas culturales que se profundizan con la
participación cada vez más protagónica de los pueblos que ‑en tales procesos‑,
tendrán la oportunidad para autoconstituirse en sujeto político del proceso
revolucionario, creando y construyendo día a día avances de la civilización
superadora del capitalismo, constituyéndose en fuerza político-social capaz de
traccionar y conducir los procesos de cambio en revolución permanente.
Apostar a ello está entre las potencialidades políticas
revolucionarias que laten en los procesos abiertos con los gobiernos populares
latinoamericanos desde los movimientos indígenas, los movimientos de
trabajadores de la ciudad y el campo, desde los movimientos de mujeres, de los
pobres y excluidos por el poder del capital. Ampliar espacios para profundizar
su participación es impostergable; el tiempo de hacer “como qué…” se ha
agotado.
*Publicado
en Nodal
No hay comentarios:
Publicar un comentario