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Uno
de los tantos problemas que afectan la vida política argentina es
otorgar valor a algo por quien lo dice sin reparar, en la mayoría de los
casos, en lo que efectivamente está diciendo, en la exposición de los
hechos, los argumentos y las razones en las que se fundamenta. Esto
ocurre de manera particular en tiempos de campaña electoral, donde las
pasiones –también las chicanas, las mentiras y las agresiones sin
sentido– suelen desplazar con facilidad a la sensatez, al raciocinio y a
los criterios que ayudan al discernimiento.
Lejos estamos de reivindicar la “pureza” de la acción política.
Tampoco de pedirles a los políticos que tengan “vidas ejemplares”. Está
claro que los dirigentes políticos –todos ellos y todas ellas con
independencia del lugar que ocupen– están obligados a cumplir su labor
con honradez, con transparencia y honestidad. Algo que no es diferente a
lo que se le debe demandar al resto de los ciudadanos. No son, sin
embargo, los políticos los responsables de determinar acerca de lo bueno
y de lo malo. Han sido elegidos para gobernar y para representar a la
ciudadanía, y no como ejemplos de moralidad o referentes de autoridad.
Otras y otros pueden ocupar, con diferentes argumentos y trayectorias,
esos lugares. Y en todo caso la selección de quienes sean elegidos como
referentes éticos o morales corresponde a cada ciudadano de acuerdo con
sus convicciones personales y con una escala de valores que excede
estrictamente lo político.
Pero al margen de ello se plantea otra dificultad de comprensión
respecto de aquello que la filósofa española Adela Cortina menciona como
“dogmas sociales”. Entre éstos describe aquel que consiste en “creer en
la verdad de una afirmación o en la fuerza obligatoria de un mandato
únicamente cuando lo formula alguna persona o medio de comunicación que
tiene para el receptor un incuestionable prestigio social. Y desde esta
perspectiva hay que reconocer que vivimos una época de puro dogmatismo
tenebroso, porque nadie se fija en lo que se dice sino en quién lo
dice”. Cortina no escribió esto pensando en la Argentina, y tampoco para
el tiempo electoral que vivimos, sino en un texto sobre reflexiones
ciudadanas editado en 1999. Pero, como si nos estuviera viendo, sigue
diciendo: “Ponga la verdad más evidente y más trascendental para el bien
de la humanidad en su conjunto en boca de un desconocido, y no logrará
que prácticamente nadie le reconozca ni que es verdad ni que es
importante. Ponga por contra la mismísima afirmación, sin modificarla un
ápice, en labios de un famoso o exprésela a través del periódico
oportuno, y se convertirá de golpe en la verdad del siglo, tanto por su
esplendor como por su trascendencia” (Cortina, A.; 1999, Los ciudadanos
como protagonistas, Galaxia Gutemberg–Círculo de Lectores, Barcelona, p.
76).
Quizá sea mucho pedir en tiempos de fragor electoral que los
ciudadanos nos detengamos a pensar en el sentido de lo que escuchamos,
en la razonabilidad de las propuestas, con abstracción de quién lo diga.
Pero admitamos que tomar decisiones –también decisiones electorales que
comprometen el sentido ciudadano– con el principal o único argumento de
haber descalificado previamente al vocero suele ser, por lo menos,
riesgoso. Cuando no falto de responsabilidad.
En todo caso se trata de juzgar a los dirigentes por sus
trayectorias y por la fidelidad o no al mandato que les fue confiado. La
ejemplaridad de sus actos en términos personales puede entrar en el
dominio de la ética y éste, sin duda, puede ser también un elemento para
la decisión final. Pero no el único.
Lo mismo sucede con la parte y el todo. Juzgar al todo por las
partes y no tomar en cuenta la complejidad de la construcción es caer en
la trampa discursiva que, por falta de argumentos para rebatir el
sentido general de los cambios, algunos eligen para minar todo, usando
una suerte de táctica que bien podría denominarse “guerra de guerrillas
discursiva”: colocar centenares de pequeñas cargas explosivas de
discurso. Ninguna de ellas tiene mayor valor en sí misma, pero
ejecutadas con habilidad y simultáneamente pueden dar la sensación de
que todo está derrumbándose.
Todo es parte de la versión moderna de la política, que se esfuerza
por instalar, sistema de comunicación mediante, las partes por el todo y
la verdad o no en función de generar empatías o antipatías con quienes
las expresan. Las buenas elecciones, en todos los sentidos, demandan una
mirada atenta al proceso y la complejidad, con sentido de mediano y
largo plazo.
*Publicado en Página12
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