Esta semana, los lectores de este diario nos enteramos a través de Ariel Dorfman de un curioso dato de contexto en relación con el asesinato de Bin Laden y el emisor excluyente del mensaje sobre esa muerte, el presidente Barak Obama. Obama es, a la manera norteamericana, el Billy Cristal del espectáculo de la muerte de Osama. Y en esa línea, la muerte de Osama estuvo doblemente destinada a terminar con su vida y a ser exhibida como un espectáculo de poderío y don de mando. La Fox ahora elogia a Obama.
El dato que aportó Dorfman, un escritor históricamente atento a los correlatos de la política y la cultura de masas, es que unos días antes, en la revista Action Comics, donde sale ahora, Superman había renunciado a su ciudadanía norteamericana. Ahora bien: ¿cómo leer eso tan drástico? Algo así, tan grave, no pasaba desde los ’70. Fue entonces que el Capitán América hizo lo propio cuando el Watergate era inminente. El Watergate fue una humillación “a lo norteamericano”, no porque fuera la primera ni la última vez que “lo norteamericano” se desviaba hacia lo políticamente delictivo, sino porque sí fue la primera vez que la prensa hacía visible lo invisible. La renuncia del Capitán América puso en suspenso valores que tenían que ser reconstruidos.
Los norteamericanos, que son raros y tienen pasión por las armas, se comunican a sí mismos rasgos importantes de su idiosincrasia a través de sus superhéroes, que no necesitan armas porque tienen poderes. Son, así, irresistibles: funcionan como el alter ego de millones de personas que se sienten los verdaderos ciudadanos de primera clase del mundo, y que por alguna razón creen que sus vidas son más valiosas que las de otros seres que viven más allá de sus fronteras, en los reinos bárbaros.
El Capitán América no tenía poderes tan especiales como Superman, pero su fuerza era tan arrolladora que ganaba todas las batallas. Fue contemporáneo de Superman, pero tuvo un origen más rastrero y explosivo: fue en principio un superhéroe creado como propaganda para las tropas de la Segunda Guerra, y encarnaba los valores que los norteamericanos reclamaban para sí: los democráticos, el american way de la democracia, que debe ser como la de ellos, bipartidista y tan garantista del establishment que el primer presidente negro de su historia, demócrata, Nobel de la Paz si fuera poco, termina caracterizando un asesinato como “un acto de justicia”, y proclamando un mundo más seguro, que paradójicamente ahora espera un próximo atentado y su nueva guerra. De cómic.
El Capitán América había nacido en la Gran Depresión, en Ohio, y llegó a sus veinte cuando Estados Unidos estaba por declararle la guerra a Alemania. Su enemigo era Hitler, el mismo enemigo del neoliberalismo en sus orígenes. En esa polaridad de hace más de medio siglo –la democracia liberal norteamericana versus los regímenes totalitarios europeos– se forjó la personalidad del Capitán América, y es desde esa polaridad de la que todavía los norteamericanos y las derechas portadoras de ese relato quieren hablarnos a los latinoamericanos, dándonos sus definiciones sobre la libertad de expresión –equiparándola con la libertad de mercado– o explicándonos qué debemos hacer con nuestras economías, justo cuando la de ellos tambalea y por aquí logramos reponernos del desastre al que nos indujeron, no sin succionarnos.
Superman venía de Kripton, pero se había convertido en un hipernorteamericano, nada menos que periodista, un oficio vinculado con la búsqueda de la verdad. El Capitán América era un perfecto mortal y encima un alfeñique, quiso ser soldado y no lo aceptaron. Pero lo vieron tan interesado en combatir al enemigo que le propusieron integrarlo al protocolo de un experimento: le suministraron unas drogas para convertirlo en un Super Soldado, y eso fue. Su cuerpo quedó desproporcionado, pero con todos los atributos de su fuerza extraordinaria a la vista. Era un flor de patovica al servicio de la libertad. Tenía alitas con forma de cuerno en su cabeza, y un escudo con una enorme letra “A”, de América. Desde entonces, los norteamericanos se llamaron a sí mismos americanos, en un notable exceso semántico.
Con el fin de la guerra llegó la decadencia del Capitán América, aunque unos años después intentaron reflotarlo para que cazara comunistas. No pudieron reconvertirlo con éxito, porque para esa lucha ya no se necesitaban soldados, sino agentes de la CIA. No obstante, siguió su vida en cómics, y en los ’70 el Capitán América renunció a su nacionalidad, y anunció que de ahí en más lucharía tanto por la libertad como por la igualdad. Murió poco después.
A principios de mayo, por su parte, Superman anunció que renunciaba a su ciudadanía, harto de que sus apariciones sean tomadas como “acciones de la política norteamericana”. Recientemente, a Superman se le había ocurrido volar hasta Teherán para integrarse a una manifestación pro democrática, y recibió una lluvia de críticas por eso: lo acusaron de intervencionista y de injerencia en un país extranjero, tal como ahora el gobierno paquistaní acusa al norteamericano. La hostilidad de los iraníes contra Superman fue de temer: pasó 24 horas de pie e inmóvil, mientras los manifestantes de un lado (los oficialistas) le tiraban bombas molotov, lo escupían y lo insultaban, y los simpatizantes lo ovacionaban.
Superman reaccionó advirtiendo que el mundo ya no es lo que era, que está globalizado, y afirmó que “la verdad y la justicia y los valores norteamericanos ya no son suficientes, porque el mundo es demasiado pequeño y está muy conectado”. Renunció a la ciudadanía, esta vez no por humillación, como la del viejo Capitán América, sino por ansias de hacer justicia en todo el mundo sin que le reclamen nada. Lo norteamericano, que ya era “americano”, ahora va por lo global. Continuará, seguro.
*Publicado en Página12
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