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Los del interior vivimos dentro
de dos aldeas globales a la vez. Una es la promocionada, la posta posta, allí
donde EEUU domina y marca el ritmo, con dictaduras, negociados y política de
apriete. Luego está la otra aldea global, la aldeíta, la de entrecasa, la de
todo un país que vive al ritmo de su acromegálica capital, Buenos Aires. A
diferencia de países donde más de una ciudad ejerce el rol de capital (España),
Argentina tiene la bien llamada Cabeza de Goliat lejos del cuerpo. Y paga las
consecuencias.
Hay toda una sintomatología derivada de esto. La más evidente es la de
vecinos de pueblitos que enrejan sus casas porque en Berazategui asaltan a un
taxista tres veces por día. La aldea global criolla nos vende que todo mal de
Buenos Aires debe sufrirse en la piel de cada argentino. En el interior abundan
los lugares con estándar de vida privilegiado, sin inseguridad (o poca y nada),
sin contaminación, sin desocupación (hasta ahora) y que sin embargo viven
angustiados al ritmo de los lamentos de Mirtha o de los noticieros del prime
time. Yo vengo de un pueblo así.
Hay más síntomas. Una capital que siempre estuvo a contramano del
proyecto político que llevó el país adelante y que logró contaminar al resto
del país con una enfermedad que pagaremos caro si es que la sobrevivimos.
También nos traspasaron el miedo al cambio de paradigma, la caceroleada de
gorda indignada, el miedo al otro, al negro, al que te pide la hora por la
calle, al trapito, al limpiavidrios. Todo apoyado en el sobredimensionado poder
de los medios concentrados allí, mientras que nosotros podríamos haber seguido
viviendo con nuestros problemas sencillos, caseros, domésticos: el
aburrimiento, cierta falta de posibilidades, y poco más.
Durante años barajé la idea de escribir un libro sobre este tema. Lo
fui descartando porque nadie iba a leer semejante porquería, algo así como el
muestrario de un provinciano resentido que no pudo triunfar en la capital y que
se pierde apenas se aleja de Florida. Luego comprendí que mientras artistas,
escritores, jugadores de fútbol y vedettes sueñan con irse a la capital a
triunfar, lo que viven allí sueñan con escapar al interior y a la vez del
miedo, del ruido, de la acromegalia que les dio poder y a la vez les quitó
humanidad. Es verdad que muchos temas son comunes a la capital y al interior,
la mayoría para desgracia del interior. Lógico, la doble globalidad se verifica
allí.
Al fin de cuentas es un asunto de autoestima. Nosotros, los del
interior, los rosarinos, los cordobeses, y los pueblerinos trasplantados varias
veces como yo, debemos recuperar lo que somos, el orgullo de serlo, y a la vez
darle la espalda a la capital que nos contamina con sus mañías. Si como
contraprestación recibiéramos plata, fama y chicas valdría la pena, pero
recibimos ninguneo, limosnas (en la jerga se llama coparticipación), u olvido.
Eso sí, a la hora de las campañas nunca faltan los que se llenan la boca con el
rol de las economías regionales y se sacan fotos con el primer Qom que
encuentran.
Quizá esta nota no sea justa (ni les caiga bien) con un montón de
amigos, familiares y lectores, pero quiero decirles que se queden tranquilos,
que si Buenos Aires entra en guerra, Argentina los va a ayudar; y para que me
perdonen el berrinche los voy a invitar a pasar unos días en mi casa para
bañarse a troche y moche en la Pelopincho mientras escuchamos los pajaritos y
disfrutamos del tiempo que dura el doble, del aire que es el doble de limpio,
de los ruidos que son la mitad de molestos y de la gente que todavía (excepto
los que viven enrejados y asustados de los lejanos zombis asesinos del
conurbano) te saluda como vecino y no como extraño.
Para un país que está apostando a la desindustrialización vendría bien
recordar que lo que se come en Buenos Aires se produce en su totalidad en el
interior. Cada papa, cada bife, cada berenjena es Made In Provincia. Y alimentamos
los clubes de fútbol de Buenos Aires con jugadores sanitos y altos,
cabeceadores por naturaleza. Y ni hablar de las vedettes y chicas de tapa de
Gente que de haber nacido en Buenos Aires hubieran sido flacas desnutridas,
fabricadas a yogurt descremado, pero en el interior crecen a puro chorizo en
grasa y comiendo frutas al pie del árbol. De ahí las curvas que hay que tomar
en segunda y la consistencia al tacto (si es que te dejan auscultarlas).
Tal vez sea aquello de que Dios está en todos lados pero atiende en
Buenos Aires, que hace que muchos provincianos se esfuercen por no parecerlo y
así se van adoptando hábitos capitalinos, en general los peores, y todas las
ciudades se terminan pareciendo. Estacionar en el centro de Rosario o de
Córdoba es casi tan imposible como al lado del Obelisco. Y ni hablar de
ciudades donde la violencia vernácula compite codo a codo con las peores
noticias del conurbano. Y lamentablemente, de a poco, pero rápido, se va
perdiendo esa parsimonia que nos garantizaba cero estrés y larga vida. Y lo que
llega a cambio es apuro y frenesí al divino botón.
Para explicar dónde nace este desequilibrio habría que ir muy atrás y
meterse con la historia, unitarios y federales, lo que significaría empezar a
escribir ese libro que no pienso escribir. Aunque quien sabe. Mejor ver lo más
obvio, el olvido al que hemos sido sometidos muchas veces, cuando se hablaba de
cultura argentina y se mostraba sólo lo que sucedía en la calle Corrientes. O
que se hable de Argentina y se piense exclusivamente en Buenos Aires como si un
porteño y un jujeño tierra adentro tengan algo en común.
El asunto es mirarse más el ombligo de provinciano (sucio de tierra,
no de smog). Y reconstruir simbólicamente el interior y sus bondades como los
otros construyeron el discurso de las dos aldeas globales. La aldea global es
un construcción política que se fue dando según se iban dando los avances
tecnológicos y los cambios sociales. Los poderosos de siempre se pusieron al
frente, y si bien no controlan todos los hilos como durante el colonialismo,
dominan los hilos más importantes, por ejemplo, Internet.
Y para que nosotros sepamos que la aldea global grande tiene dueño,
centro, capital, cuando Godzilla aparece es en Nueva York, no en Berabevú.
Hasta ese bicho entiende lo de la aldea global y se cruza el planisferio
(Godzilla es nipón) para estar atento a los caprichos de la globalización y sus
titiriteros. Así el cine nos muestra que cada ataque terrorista sucede en NY o
similares, mientras que los verdaderos atentados (y con muertos, no con
figurantes) se dan casi siempre lejos de allí, a veces en lugares cuyo nombre
nunca oímos antes.
De la misma forma, si asaltan a un taxista en Berazategui nos asaltan
a todos, mientras que si sucede una tragedia en un pueblo de Salta la noticia
se resumirá como tragedia en Salta, sin precisión de lugar ni particularidades.
Y será olvidado rápidamente. Nunca dejo de indignarme cuando en libros ponen
Santa Fe como lugar de nacimiento de Saer siendo que nació en Serodino. A la
distancia entran en el mismo rincón del planisferio. Para un neoyorkino y un
porteño es más o menos lo mismo.
Veamos el lado bueno. Tal como vienen las cosas con el país, y con el
precio de los pasajes al extranjero, el gran negocio del interior es ofrecer
Planes de Exilio Interno (ojo que es una gran idea: copyright de Chiabrando).
"Deje de correr para no llegar a ningún lado. Exíliese en Carlos
Pellegrini. Cuatro mil habitantes. Cien mil pájaros. El peor ruido es el de
bicicletas sin aceitar y los ronquidos a la hora de la siesta. Incluye una
casita con piso de tierra y un parral donde tomar mate o tereré según haga
calor o frío". Luego le agregaremos mística, al estilo de un exilio
parisino: reuniones, documentos, como para que los exiliados no desaceleren de
golpe sus vidas y se sientan casi muertos.
A eso le sumaremos el kilo de berenjena a un peso en el interior y a
doscientos en Buenos Aires. Pero por solidaridad con los hermanos porteños y
aledaños les daremos una credencial para que vengan a comprar berenjenas al
interior y puedan cruzar las fronteras sin ser mirados con desconfianza ni ser
culpados de pagar los impuestos en Buenos Aires y venir a tratarse en los
hospitales del interior. O deleitarse con sus geografías femeninas.
Al irse se les regalará dos alfajores santafesinos y una selfie ante
un santuario del Gauchito Gil (supercherías que ayudan a vivir, otro de los
tantos regalos que el interior le hace al resto del país, o sea Bs. As.)Para
que la oferta sea más tentadora habría que crear nuevas fiestas. A la de la
Chaya y la del Chipá le podríamos agregar la del Tero, la de la Mecedora de la
Abuela, la del Buñuelo de Naranja. Y al fin la fiesta del Silencio. Miles y
miles de personas haciendo silencio (otro ideón; copyright de Chiabrando).
Quizá no baste. Entonces habría que comenzar a hacer nuestro propio
cine con monstruos autóctonos. No Godzilla, pero sí una lampalagua gigante que
muta monstruosamente por el alto índice de orina en las playas de La Florida.Ya
me imagino al escena final, la lampalagua enroscada en el Monumento a la
Bandera mientras émulos del Chacho Peñaloza y Facundo Quiroga la apuñalan a
faconazos tan impiadosos como justicieros. Y con el tiempo hasta podríamos
tener nuestro propio Papa nacido en Cañada de Gómez, y la visita de un
presidente de EEUU que se muera de ganas de ver un clásico Ñuls-Central.
*Publicado en Rosario12
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