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¿Por qué nos producen tanta
sorpresa los bruscos virajes producidos por algunos referentes muy
caracterizados y públicamente identificados con la gestión de Cristina Kirchner
que pasaron a integrar la proveeduría de votos parlamentarios para la derecha
neoliberal? Tanto por una abundante literatura teórica como por la simple
práctica cotidiana, sabemos que la política tiene en su interior un profundo
componente oportunista, una necesidad inexcusable de adaptación a los tiempos y
a las circunstancias; así lo exige la política como profesión, la política como
red institucional que necesita agentes que la ejecuten y que vivan de esa
práctica. Es muy bien recibida en cualquier sobremesa decente la queja sobre
esas prácticas, pero lo cierto es que no son tan diferentes de las que funcionan
en cualquier grupo humano más o menos organizado. La mercantilización de la
vida no rige solamente para la profesión política, ocurre también en “las
mejores familias”. No hablamos de la “mercantilización” de los sobornos para
votar en una u otra dirección: eso es simplemente un delito. Hablamos de la
preocupación por la carrera, por el éxito, por la visibilidad. No parece ser
exclusivo de la política.
Corridos de la mirada moral, que suele ser una mirada falsa y mezquina
que no se mira a sí misma, estos episodios plantean otra cuestión, que es la
más importante. Queda la naturaleza de la política como práctica, lo que la
diferencia de otras lógicas “profesionales”. La política es una profesión, pero
no una profesión cualquiera; requiere una legitimación ideal que no puede ser
la de un sector, la de una parte. No trabaja en los límites de una corporación
sino que habla desde el lugar de lo universal, habla desde una idea de bien
común. Este aspecto, dicho sea al pasar, es el camino de entrada para la colonización
de la política por el marketing, que es algo así como una ciencia que
transforma una ambición personal en un discurso con repercusión colectiva. El
médico está deontológicamente obligado a curar, el abogado a defender la
aplicación de las leyes, la ética del político consiste en la función de
defender a su pueblo bajo una forma específica de interpretar el bien común. Si
hay una ética política, ésta tiene un estatus superior a cualquier deontología
parcial: la da la existencia de un fin colectivo digno de ser buscado y
perseguido; un fin para cuyo logro sea necesaria la existencia de un partido,
de una fracción, de un dirigente.
La naturaleza de la sorpresa ante las deserciones no hay que buscarla
tanto en la moral individual, como en la política. De lo que se trata es de la
extraordinaria e inédita experiencia que hemos vivido los argentinos, de puesta
en escena de conflictos y contradicciones que habían sido duramente derrotadas
primero y adormecidas después bajo el imperio de las apelaciones a consensos y
pacificaciones, necesarias después de tanta barbarie como la que se vivió
después de aquel otoño de hace casi cuarenta años. Si la política tiene dos
caras, una burocráticoprofesional y la otra cultural y moral, el reino del
neoliberalismo rompió esa dualidad, acostumbró a la sociedad a una visión en la
que la segunda cara desaparecía. ¿Para qué haría falta una visión del bien
común? Si justamente el bien común del neoliberalismo está en la inexistencia
de ese bien común, según lo predicara brillantemente uno de sus pensadores
originales, Friedrich Hayek. La ley del mundo neoliberal es la competencia
entre individuos y el único sentido en el que vale hablar de libertad, está en
la creación de condiciones para que esa competencia no tenga obstáculos y de
ese modo sea premiado el más apto en ella. Cuando se lleva a la política, de
todos modos, esa doctrina tiene que ser matizada bajo la forma de políticas
sociales focalizadas o voluntariados solidarios para que tengan alguna cabida
en el discurso los perdedores eternos de la lucha competitiva. Pero el hecho es
que el neoliberalismo tiene en su horizonte la destrucción de la política. La
política es Estado, son leyes, reglamentaciones, burocracias, clientelismo,
despilfarro, corrupción... Claro, algunos tienen que estar en el gobierno, en
el parlamento, en el partido para que el Estado siga existiendo como un
“garante” de esa libertad, enfrentando cualquier contestación de los
perdedores. Entonces la política se vuelve el reino de las palabras vacías y huérfanas
de historia, el mundo de los maquilladores de discurso, el mundo de la
audiencia mediática. La profesión política se convierte en simple
administración y en reproducción simbólica del mundo de la “libertad”.
Ese consenso neoliberal sufrió entre nosotros un fuerte sismo en los
últimos doce años, muy particularmente después del conflicto desatado por las
grandes patronales agrarias en 2008. Surgió un relato antagónico con el
neoliberalismo. No nació en el mundo intelectualuniversitario, nació del conflicto
político. Nació como nacen realmente los procesos políticos, como una forma de
la lucha por el poder. Como un modo de decir hacia dónde queremos ir, quiénes
son los amigos y quiénes los que se oponen. El relato no puede nacer sino
dentro de una memoria histórica, un modo de contar la historia del país. El
neoliberalismo tiene también su propia memoria histórica cuyo relato siempre
empieza más o menos así: “La Argentina es un país rico que fue echado a perder
por un gobierno populista, autoritario, ineficaz y corrupto”. Así se habló en
1930, en 1955, en 1976, cada vez que los sectores del privilegio asaltaron el
poder para defender sus intereses que consideraban amenazados. El relato, tan
denostado por el neoliberalismo, tanto en sus variantes duras y clasistas como
en las progres y sensibles, no es otra cosa que la proclamación pública del
sentido de una experiencia política. Lo único que puede hacer que la política
no sea solamente una profesión, lo único que, en última instancia, permite
enfrentar la mercantilización de las instituciones.
Por eso las deserciones producen conmoción en estos tiempos. Porque
los políticos profesionales que defendieron el gobierno de Cristina Kirchner lo
hicieron no solamente ni tanto desde una pertenencia partidaria, burocráticamente
entendida, sino desde la difusión de un sentido político que se estaba
supuestamente defendiendo. En eso, en el abandono inexplicado de un sentido de
la acción, consiste el daño y no en las clásicas apelaciones morales a la
lealtad y contra la traición. Porque, aunque suene feo, la deslealtad y la
traición también pueden ser herramientas de la política con sentido histórico.
Miremos la historia de nuestro patriotismo fundacional y de sus principales
figuras y encontraremos más de una deslealtad, más de una traición, sin las
cuales no hubiera habido independencia nacional. Lo dañino no está en que un
diputado cambie de un partido al otro sino en el mensaje público que hay
implícito en esa acción: en este caso el mensaje dice que todo el sentido de la
acción de los últimos años que el diputado (o senador) predicó frente a
cualquier cámara o micrófono era un simple recurso profesional sin ningún
alcance intelectual y moral. Es una proclama del vacío de sentido de la
política.
Hablamos de cuestiones que con el tiempo se irán convirtiendo en
anécdotas sin importancia pero que hoy tienen una significación que va más allá
de personajes menores. Porque la gran encrucijada que vive el país no se deja
resumir en la pregunta sobre qué partido ganará la próxima elección. El gran
objetivo estratégico del neoliberalismo gobernante es el desalojo rápido y
compulsivo de las huellas político-culturales de la experiencia kirchnerista.
No se limita a un balance de un gobierno determinado; se notó mucho en el discurso
de Macri al Congreso: no solamente se criticaba una gestión sino que se
expulsaba discursivamente de la escena pública una manera de entender el país,
el Estado, la sociedad. La corrupción es el espantajo que se agita, pero es una
contraseña muy familiar a la antipolítica argentina, cada vez que ciertos
sectores recelan del ascenso de las clases populares alentada por esa
“corrupción” y ese “despilfarro”. Resulta sin duda curioso que personajes que
formaron parte, en sitios muy decisorios, de lo que se relata como el reino del
saqueo y el desgobierno sean recibidos con bombos y platillos por la Argentina
decente y reconciliada.
Probablemente las renuncias y los virajes sean el anticipo de una
etapa compleja en el terreno parlamentario y partidario de quienes defienden
una idea alternativa al neoliberalismo. Sin embargo, eso no será otra cosa que
una medición más realista de las relaciones de fuerza políticas en este país.
Porque relaciones de fuerza no son solamente los votos sino, ante todo, el
estado de la conciencia, de la cultura en un país. En esas relaciones reales de
fuerza empieza la etapa. Y esas relaciones no se modifican ni con impaciencia
ni con voluntarismo. Hoy existe un mundo masivo, intenso y activo que, en las
plazas, en las calles y en locales partidarios sostiene la vigencia y la
continuidad del kirchnerismo: es un capital que ninguna otra fuerza tiene y es,
más allá de las formas, el recurso desde el que puede arrancarse para la
construcción de una subjetividad política alternativa al neoliberalismo. Desde
ahí, sin sectarismo ni censura global a los políticos. Una fuerza política que
no será no podría serlo una continuidad mecánica de lo que se vino haciendo
estos años sino su superación histórica, su puesta en capacidad de atravesar
exitosamente la etapa en la que los sectores dominantes del país procuran
destruirla.
*Publicado en Página12
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