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Contra todos los pronósticos
cercanos en el tiempo –digamos los de enero de este mismo año– la presidenta
Cristina Kirchner está en el centro excluyente de la política argentina. Con la
economía estabilizada y buenas expectativas populares para los meses venideros,
paritarias en pleno y normal funcionamiento, vergonzosamente derrumbada la
operación desestabilizadora que giró en torno de la denuncia y la posterior
muerte del fiscal Nisman, la jefa de Gobierno ejerce en plenitud su autoridad
política nacional y su condición de líder del movimiento gobernante. En el
campo de las propias precandidaturas sobresalen dos gestos muy visibles:
algunos de los que estaban anotados renunciaron a su postulación en respuesta
directa e inmediata a la solicitud presidencial; los dos que siguen en carrera
han convertido la cuestión de quién asegura la continuidad y profundización del
actual rumbo político en la materia central de la disputa interna. En el
terreno de los opositores, los dos rasgos más evidentes son la sistemática
elusión de la política –aconsejada por escrito en estos días por el asesor
Duran Barba, devenido ideólogo principal del PRO– y las tensiones entre Macri y
Massa alrededor de una eventual unificación de sus espacios políticos en una
alternativa antikirchnerista común.
El hecho de la centralidad presidencial a pocos meses de una elección
en la que Cristina no puede presentarse tiene una cantidad de profundos
significados. Estamos ante el naufragio de la estrategia principal del centro
coordinador del poder económico-mediático en la Argentina; no trabajaron todos
estos años principalmente para instalar un liderazgo opositor sino para que el
Gobierno tuviera que retirarse en medio de un caos político. Ese final era
necesario para dos objetivos igualmente esenciales: crear las condiciones de
legitimidad para un brutal ajuste económico y el regreso a la normalidad neoliberal
y escarmentar a la política argentina contra cualquier intento de reincidencia
en aventuras “estatistas” o “populistas”. Hay una enorme cantidad de episodios
que dan cuenta de esa estrategia que, por otro lado, no tiene nada de original
y constituiría una reedición de la saga del golpismo oligárquico, en este caso
sin marchas militares ni comunicado número uno y, en cambio, con alguna
modalidad institucional del tipo de las ya ensayadas en otros sitios de América
latina. Ciertamente, la estrategia sigue vigente y no faltarán nuevos intentos
de llevarla al triunfo, pero un operativo desestabilizador triunfante en plena
época preelectoral sería una innovación histórica.
Mucho podría hablarse del fracaso de los pronósticos políticos. De la
“teoría del pato rengo”, por ejemplo, que es una más de las chantadas de cierta
politología cínica que suele arroparse con la palabra “ciencia”. La previsión
política que practican los epígonos de cierta academia tiene un par de
presupuestos básicos: uno es que la política no tiene nada que ver con las
ideas, se reduce a una pragmática de acumulación de poder ciega a cualquier
referencia al mundo social, cuya única función es la de dar un veredicto
electoral acerca de las bondades de la publicidad de los diferentes candidatos;
la otra, derivada de la anterior y más difícil de enunciar públicamente, es la
intangibilidad de las relaciones de fuerza entre dominadores y dominados y el
fracaso de todo intento de transformar el orden real. Si se aceptan esos dos
supuestos, no puede dejar de pensarse que un presidente que no reelige camina
inexorablemente hacia la soledad y hacia su suplantación por otro que emerge
para continuar la misma saga de rutinas institucionales destinadas a proveer de
legitimidad democrática a un orden de poder intocable. Esta descripción (que,
en realidad es una prescripción) funciona bien en todo el mundo y muy
particularmente en las últimas décadas. Así es la política “normal”. Así
funcionó, en nuestro país desde la recuperación de la democracia, aunque matizada
por catástrofes sociales como la hiperinflación de 1989-90 y el derrumbe
general de 2001. Justamente ese último episodio marca la crisis de la política
normal en la Argentina. La consigna de aquel diciembre era “que se vayan
todos”, una expresión sospechosa de cualunquismo antipolítico que, sin embargo,
tenía en su interior un grito de rebeldía contra las alternancias vacías de
contenido y las instituciones que instituían la imposibilidad de toda
transformación.
Es de aquella hora cero de la política argentina –o una más entre
tantas que parecieron serlo, la vida lo dirá– que emergió la experiencia
histórica que hoy llamamos kirchnerismo. Para algunos fue la emergencia de un
gran simulacro que, aprovechando la desesperación y la ilusión que recorren toda
crisis, construyó un relato liberador como artefacto legitimador de un saqueo
de los bienes colectivos por parte de un grupo de aventureros políticos. Para
otros, más realistas, más peronistas y bastante cínicos, fue el recurso del
peronismo para reproducir su poder que es como decir el único poder viable en
la patria: así como hubo que tener un peronismo neoliberal en los años del
derrumbe soviético y el dominio global incompartido de Estados Unidos, era
necesario un peronismo estatista y popular para los tiempos del derrumbe de
aquella fórmula política que tuvo a Menem como su emblema y a Cavallo como su
arquitecto. Tal vez, quién sabe, sea ahora el tiempo de un peronismo más
moderado y dialoguista para responder al nuevo ciclo argentino. Las dos interpretaciones
–la del simulacro y la del péndulo eterno podría respectivamente llamárselas–
tienen un mismo problema: miran exclusivamente los procesos desde el lado de la
subjetividad de los líderes y de las maquinarias políticas. Así la historia se
convierte en el desenvolvimiento de un juego en el que los líderes reducen
costos y maximizan beneficios actuando inteligentemente sobre una masa social
inerte y carente de toda voluntad independiente. Viene al caso un artículo
escrito por Juan José Sebrelli en la época en que escribía artículos notables.
Es de 1956, se llama “Aventura y revolución peronista”, fue incluido por la
secretaría que dirige Ricardo Forster en el primer volumen de los Manifiestos
políticos argentinos y dice, entre otras cosas y refiriéndose a quienes
explicaban al peronismo por la personalidad autoritaria de Perón y el
resentimiento social de Evita: “No nos explican por qué razón Perón y Evita
eligieron ese modo de sublimación y no otro cualquiera. Tampoco nos explican
–al mostrarnos en Perón y en Evita a dos paranoicos, exhibicionistas e
histriones– cómo esos dos seres grotescos, dignos de lástima, han podido
cambiar el curso de la historia de su país y definir con su nombre toda una
época”. Agrega más adelante en la misma dirección “Perón no inventó el
peronismo; por el contrario, puede decirse que ese conjunto de condiciones
políticas, económicas y sociales que es el peronismo lo inventó a Perón,
encontró en él una forma de expresión y un nombre, que podría haber sido
cualquier otro”.
No se trae la cita para instalar arbitrariamente una analogía entre el
peronismo inicial y el kirchnerismo, lo que sería materia de otro trabajo. Se
la trae para reinstalar un método para pensar la política. Para sacarla del
vértigo opinológico, de la operación efímera y de la primicia banal y colocarla
(o más bien volver a colocarla) en el sitio de las grandes corrientes
históricas que recorren el mundo y dentro de las que es necesario pensarnos a
nosotros mismos si no queremos cultivar una presunta excepcionalidad argentina
respecto del resto del planeta, tan pretenciosa como banal. El peronismo
original, insistentemente pensado como una rareza política argentina, fue el
nombre y la forma local de un proceso mundial que transformó el capitalismo de
los mercados “autorregulados” en el capitalismo estatalmente regulado y el
llamado estado social que consagraba un pacto entre el capital y los
trabajadores apoderados de nuevos derechos. Tal vez se pueda pensar nuestro
2001 como un capítulo intenso y dramático de la crisis mundial del paradigma
capitalista que rige mundialmente desde la crisis de mediados de los años
setenta del siglo pasado. Sin la pretensión de exagerar las simetrías, digamos
que los años en los que se impuso mundialmente el capitalismo salvaje dominado
por la fracción financiera del capital, en nuestro país se instalaba la más
cruel de las muchas dictaduras que atravesaron nuestra historia, cuyo
componente “civil” (básicamente empresarial, de la entonces llamada Asamblea
Permanente de Gremiales Empresarias, de la Sociedad Rural y de los grandes
grupos financieros) está quedando plenamente iluminado más allá de la
vergonzosa conducta judicial que impide hacer justicia en esta cuestión.
El kirchnerismo es muchas cosas. Es la estructura territorial federal
del Partido Justicialista. Es una coalición política y social heterogénea, en
la que conviven heroísmos con oportunismos y claudicaciones. Pero el sello
histórico del kirchnerismo, lo que construye su potencial futuro es el de ser
el nombre argentino de un proceso de resistencia a la homogeneización
neoliberal del mundo. Un proceso que vibra en nuestra región con marchas y
contramarchas. Que empezó a crecer en Grecia, en España y en toda la Europa
pobre y dependiente del capital financiero global. Y que en la Argentina está
desmintiendo las profecías seudocientíficas que lo reducen a un accidente fugaz
de nuestra historia. Es un relato que está lejos de terminar de ser contado.
*Publicado en Página12
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