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Las listas de Jorge Capitanich
arrasaron en las PASO chaqueñas y tiñeron las fiestas mayas chaqueñas. Entre el
viernes y el lunes millones de personas circularon por Avenida de Mayo en Buenos
Aires, miles asistieron al traslado del sable de San Martín y en esos días se
inauguraron el Sitio de Memoria sobre la represión más trascendente de esos
años y un centro cultural que por su ambiciosa propuesta se proyecta de aquí en
adelante como eje de las expresiones y actividades de la cultura de todo el
país. El 25, cientos de miles se agolparon en la Plaza para escuchar a la
Presidenta y recordar tanto la fiesta patria como la asunción de Néstor
Kirchner en el 2003. La política atravesó los festejos y enojó a una oposición
que poco a poco se va nucleando alrededor de Mauricio Macri, un empresario de
centroderecha que lo primero que hizo cuando asumió como mandatario porteño fue
embanderar el Gobierno de la Ciudad con el color amarillo de su partido.
La historia siempre tiene una mirada política porque sus
protagonistas, su desarrollo, sus investigadores y sus intérpretes la tienen o
la han tenido. Y los políticos tienen una raíz histórica más allá de su
voluntad. No salen de un repollo sino que expresan continuidades y rupturas de
condicionantes anteriores a ellos, que constituyen sus matrices. Aunque no las
asuman, consciente o públicamente, las van a estar expresando.
La historia y la política no son lo mismo pero están irremediablemente
entrelazadas. Como en todos los órdenes relacionados con la política, cuando se
habla de despolitizarlos, lo que se está diciendo en realidad es que hay que
respetar la política que se impuso sobre las demás. Es la exigencia que se
formula desde un lugar de poder para que se respete a aquella mirada política
de la historia que, como es hegemónica, puja para que se la asuma como natural,
originada en alguna esencia del universo que en realidad es nada más que el
sentido común impuesto por esa hegemonía desde ese poder.
Aun así hay una identidad histórica que no se alimenta de una sola
vertiente (por la hegemónica o por la opuesta), sino que de alguna manera se
constituye por todas, como la personalidad de un individuo que tiene ángulos
tan diferentes y contradictorios. Se puede discernir entre unos y otros, pero
no se puede excluirlos si lo que se busca es reconocer una identidad que se
cristaliza en un momento del pasado que se proyecta hacia el presente.
Por eso, y a pesar de eso, separar en forma tajante la historia de la
política es imposible. No fue casualidad que la protesta más airada por la
supuesta apropiación de las fiestas de mayo por el kirchnerismo proviniera del
diario La Nación fundado por Bartolomé Mitre.
Como cuando propugna la “objetividad periodística”, cuando reclama por
la apropiación de la historia, el diario La Nación abjura de su origen, de los
motivos para los que fue fundado por ese hábil político conservador. Es casi
una broma de la historia que La Nación sea portavoz de ese reclamo porque si hubo
alguien que quiso apropiarse de la historia y lo hizo fue Bartolomé Mitre. Con
mucha sagacidad y con un entendimiento profundo de los decursos recónditos del
poder, Mitre emprendió la monumental tarea de escribir la primera versión más o
menos científica de la historia argentina y fundó un medio de comunicación como
La Nación. La historia mitrista, con sus buenos y sus malos ideológicamente
concebidos, logró instalarse como historia oficial y todavía hoy muchos la
asumen así. El impulso de fundación de La Nación fue tan poderoso que se
proyectó hasta el presente, cuando se mantiene como la voz principal del
conservadurismo. Mitre, que fundó además un linaje aristocrático al modus
argentino (su familia era de origen griego de apellido Mitropoulos), era un intelectual
y un político de raza con gran sentido del poder, lo que le permitió influir en
toda la segunda mitad del siglo XIX atravesando confrontaciones, guerras y
luchas intestinas. Su historia argentina y su diario fueron concebidos como
armas de la disputa de un hombre siempre a la ofensiva, dispuesto a todo para
instalar su ideario conservador porteño.
Los nombres de las calles, los de las plazas y sus estatuas, en
Argentina, sobre todo en Buenos Aires, tienen las mismas elecciones y
prioridades que la historia de Mitre, aunque poco a poco ha comenzado a
flexibilizarse. Por eso, en un momento de su discurso, el 25 de Mayo, en la
Plaza de Mayo, la Presidenta advirtió a los que criticaban la designación del
nuevo centro cultural en el viejo Correo con el nombre de Néstor Kirchner. “Si
es por criticar nombres, nosotros podríamos revisar los nombres de muchas
calles”, advirtió.
El discutido nombre va más allá de una reivindicación personal. El
nuevo centro cultural está concebido para dar testimonio de una época del país
y ha sido diseñado con ese propósito. Y Néstor Kirchner es el nombre que mejor
da cuenta de esta época. Si no hubiera sido por el ex presidente pingüino, el
viejo Correo sería un monumento a la hamburguesa o un shopping al estilo de las
bellísimas Galerías Pacífico o del hermoso edificio del Abasto, dos joyas
arquitectónicas que fueron abandonadas y privatizadas por la cultura del
neoliberalismo.
En vez de hamburguesas y shopping, la nueva época propone un gran
centro cultural federal, un polo de cultura de la Nación, un gran centro
público que no tiene por qué ser menos que los privados donde sólo pueden
acceder los que tienen plata para pagar la entrada. Hay una concepción detrás
de esta obra imponente tan criticada por los que privatizaron Galerías Pacífico
y el Abasto y quisieran privatizar el Colón. Dirán que es un concepto
“peronista” o “populista” o “estatista” priorizar la cultura sobre el shopping
y la hamburguesa y que además no se piense a la cultura popular como una
limosna, como una excreción de la gran cultura de las elites y, en cambio, se
admita al pueblo en un ámbito que envidian los privatizadores. Son visiones
diferentes. El nuevo centro cultural representa una de ellas, de la que a su
vez el fallecido ex presidente Néstor Kirchner es su expresión más cabal. No se
trata de una glorificación faraónica sino de la proyección de una época, por lo
que bautizarlo con su nombre tiene sentido.
La oposición hace una construcción de negación total del oficialismo.
Es un esquema que no puede consentir nada bien hecho por su adversario. Es la
estrategia de negar todo, cerrarse a todo, plantear cada acción del oficialismo
como un examen final. Pero es una estrategia peligrosa, porque el kirchnerismo
es hiperquinético y genera situaciones todo el tiempo como una metralla que
golpea sobre ese muro de negación que en un punto se resquebraja. Sobre esa
base, las alianzas del macrismo y los radicales y un crecimiento razonable en
las encuestas, los medios opositores habían creado laboriosamente un clima
propicio y triunfalista para la candidatura de Mauricio Macri. Pero una
estrategia tan rígida de negación se derrumba como un castillo de naipes cuando
se genera una expectativa por el fracaso de los festejos de la Semana de Mayo y
ese esperado fracaso se convierte otra vez en una convocatoria de millones de
personas. Arrastrada por esa estrategia de los medios opositores, la oposición
pasa del triunfalismo a la depresión. La Semana de Mayo fue de apogeo para el
kirchnerismo, que también aportó otros contenidos a su propuesta democrática.
Lo hizo con la exaltación de los derechos humanos en la inauguración
del museo de la ex ESMA y del general San Martín con el traslado de su espada,
el sable que nunca se desenvainó contra sus compatriotas. También allí hubo una
intención política clara: esta democracia toma el San Martín que combatió por
la libertad y nunca contra sus paisanos, y los derechos humanos que violaron
las dictaduras. Fueron los dos símbolos que se promovieron esa semana más allá
de las protestas de algún sector de la oposición y la hipocresía de La Nación.
Por encima de ese debate menor, e incluso de la apuesta más tacticista
electoral del Gobierno, hubo un aporte que trasciende todo eso: una democracia
sin golpes militares y respetuosa de los derechos humanos.
*Publicado en Página12
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