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Si me preguntaran con qué palabra definiría a los hombres y mujeres de
hoy, sin importar países o particularidades, yo diría queja. El hombre y la
mujer de hoy se queja, protesta, pide, reclama, se indigna. Esa idea cruza
culturas y clases sociales. Se queja la clase media argentina porque el pan
kirchnerista tiene demasiada miga, el joven español porque no quiere seguir
manteniendo parásitos reales, el negro africano porque no lo dejan vacacionar
en Europa, el europeo porque la calle se le llena de africanos. Se queja el
rico porque le cobran impuestos y el pobre porque no puede llegar a rico pero
si llega se quejará de tener que pagar demasiados impuestos. Se quejan los
jóvenes, los adultos, hombres y mujeres. Se quejan ante el intendente, ante un
cliente, ante un acompañante ocasional en la cola de un banco, con el taxista y
el peluquero.
Los hombres y mujeres de hoy actuamos como si se nos hubiera prometido el cielo y nunca hubiera llegado el delivery. Entonces protestamos. En la calle, frente a los periodistas, a las amantes, antes los hijos, los vecinos, y por supuesto en las redes sociales. En la era de la comunicación cualquier queja, por imbécil que sea, será acompañada por medio millar de personas de cualquier parte del mundo que la compartirán y se subirán al carro de la queja.
Uno puede estar protestando
contra algo y al rato contra otra cosa, incluso antagónica, sin que sea una
contradicción, como la gente que protesta por el frío a la mañana y por el
calor a la tarde. O por la lluvia y la sequía. Al hombre/mujer de hoy se lo
verá protestando desde Facebook, medios, correos, en la calle, en las paredes
de su calle, en el trabajo. ¿Protestar contra qué? Por muy diversa que sea la
queja, se podría usar ese viejo apotegma que pregonábamos cuando escuchábamos
canciones de protesta: se protesta contra el sistema, esa entidad imprecisa
formada por la política, los sistemas financieros, comunicacionales,
policiales, militares, administrativos. Es decir lo que nos gobierna, a falta
de un Dios más presente.
Es que protestar es sencillo. Si
usted supierala envidia que me dan los periodistas y pensadores que están en
contra del sistema que habitan e integran. ¡No se imagina lo fácil que es
escribir en contra de algo y lo difícil que es hacerlo a favor! Indignarse es
sencillo, basta con batir el parche de la frustración y poner cara de orto.
Defender la vida que se vive, el país que se habita, el sistema que se integra,
es ir contra la corriente, porque a cada paso (a cada remada) uno se topa con
indignados, molestos, frustrados, caras de vinagre, que atacan el mundo que
habitan como si lo hubieran hecho siempre otros. Y ese enojo no se tiene por
qué fundamentar (como sí se debe fundamentar cualquier defensa u opinión a
favor de lo que sea).
Ya sabrá usted, que lee mis
notas, lo difícil que es mostrar a este maravilloso país como cualquier otro,
con sus buenas y sus malas. A cada paso uno se choca con gente que, sin haber
leído libros que lo avalen, ni haber viajado para comparar, creen que este es
el peor país del mundo. No importan los fundamentos. Lo que importa es
protestar. Quejarse. Ser en definitiva, un hombre de esta época. Protestar, esa
es la cuestión. ¿Con razón, sin razón? Una razón siempre habrá, o la
inventaremos, o sobredimensionaremos algún dolor temporal, una ausencia, un
corte de luz, un semáforo esquivo, una muela cariada, un bache en la esquina.
La globalización unificó
criterios sobre gustos y sueños, de tal forma que la abstinencia por un jean
que nos ataca en Rosario, podamos satisfacerla en Miami. Así, los hombres y
mujeres nos vamos pareciendo. (Es verdad que hay particularidades, por ejemplo
las mujeres de Miami no se comparan con las de Rosario). Y así como las tallas
de las mujeres consumidoras se unifican en los talles S, M y L, el ímpetu de los
hombres y mujeres de hoy se va transformando en uno solo: protestar.
Esa furia imprecisa tiene un
primer destinatario: el mundo político. Basta leer los diarios. Una vez agotada
la queja contra el sistema político, la furia se volverá contra los bancos,
contra un nombramiento, contra un evento, contra el sentido de las calles,
contra los que hablan y contra los que callan.
Entonces, ¿en quién confía esa
gente para que lleve adelante el mundo que habita? Porque si ese mundo que se
habita fue hecho por los otros, y esos otros son los destinatarios de la queja.
¿Quién podrá defendernos? Curiosamente, el sistema. Esa gente que protesta
contra el sistema confía en el sistema.
Retrocedamos. El sistema, que
describí a lo indio más arriba, ha descubierto que cuando nos ponemos
protestones (es decir siempre) es más negocio dejarnos protestar que someternos
a través de dictaduras, represiones y matanzas. En eso, el sistema también ha
aprendido la lección. Matar, reprimir, tarde o temprano trae consecuencias, y
es caro. Se necesitan soldados, armas, medios de comunicación e idiotas útiles.
Es caro y poco práctico.
Lo dice Alessandro Baricco:
"No quiero decir que el dinero se haya convertido, de repente, en bueno, y
que haya decidido no volver a utilizar el instrumento de la guerra: quiero
decir que en este momento le parece técnicamente más fácil utilizar la paz. El
precio de la guerra se ha puesto caro hasta tal punto, en términos de
sufrimiento y desestabilización del sistema, que ha sugerido otra técnica (...)
la solución se ha demostrado infinitamente más práctica que lanzar un par de
bombas atómicas".
El sistema ahora deja que uno
proteste, porque lo único que hay una vez que uno se agota de putear el
sistema, es el sistema. Antes existía el sueño del mundo socialista; me temo
que ya ni un sueño es. Como si fuera poco, hace meses nomás, se esfumó el
Estado de Bienestar que Europa supo construir para que la gente no se meta a
hablar de revoluciones y de lucha de clases. Y esa masa de quejosos,
indignados, sean del país que sean, considera que a pesar de todo, lo que hay,
el paraguas (agujereado pero paraguas al fin) es ese sistema que a los vivos
nos deja subir algunos escalones como para que el agua no nos llegue al cuello,
a otros con menos suerte les muestra la zanahoria para que tengan un motivo
para ir adelante hasta palmar.
Otra lección colateral que nos da
el sistema es que a los pobres no los tiene que reprimir porque seremos
nosotros, los de la clase media, los que lo haremos. El capitalismo será todo
lo que uno quiera, pero no estúpido. Nos deja putear a los engranajes visibles
del poder, los otros tienen nombres tan raros y están tan escondidos que ni
sabremos que existen. Recuerde a John Berger: "En el pasado, fue una
táctica común de quienes defendían su país contra los invasores el cambiar las
señales camineras, de tal modo que la que indicaba Zaragoza apuntara en la
dirección opuesta, hacia Burgos. Hoy no son quienes se defienden, sino los
invasores extranjeros, los que invierten los signos para confundir a las
poblaciones locales, para confundirlas acerca de quién gobierna a quién, acerca
de la naturaleza de la felicidad, del alcance del quebranto o de dónde ha de
hallarse la eternidad".
Parajoda: cuando nos cansamos de
putear al sistema, volvemos a nuestras casas esperando a que el banco nos dé un
crédito para agrandar la casa, o la tarjeta nos financie un viaje de placer. Y
mientras vamos tirando, esperando que el año que viene sea mejor. Igual, nos
encontrará protestando.
*Publicado en Rosario12
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