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La semana pasada, cuando se cumplieron 40 años exactos de la muerte de
Arturo Jauretche, escribí en este mismo diario una nota titulada "¿Es
necesario traicionar a Jauretche?". Hoy, debido a ciertos revuelos
que armaron algunas de mis palabras, la voy a "emprender" contra el
otro "pope" del pensamiento nacional, Raúl Scalabrini Ortiz, de quien
el 30 de mayo pasado se cumplió un nuevo aniversario de su desaparición
física.
No hay en estas notas ni atisbo de
espíritu iconoclasta, ni de desautorizar a los "padres fundadores"
del ideario nacanpop, sino una invitación a atravesar con nuevas variables esa
tradición ideológica argentina, pero que no desconoce raíces fuera de nuestra
fronteras.
Porque así como el nacionalismo
aristocrático encontró sus fuentes en Charles Maurrás y en mi admirado Miguel
Unamuno, es obligado decir que Scalabrini y Jauretche hundieron sus manos en
las teorías económicas de Friedrich List, el alemán que a mediados de siglo XIX
pergeñó el sistema de innovación nacional basado en el desarrollo de la
siderurgia y los ferrocarriles.
Y ni siquiera el nacionalismo
revolucionario se permitió el lujo de prescindir de las teorías foráneas
tomando como palanca al marxismo, al trotskismo y a los estructuralistas y
frankfurtianos de mitad del siglo XX. Es decir, y esto hay que tomarlo como una
ironía, ni siquiera el pensamiento nacional es "demasiado" nacional.
La semana pasada escribí que
"no hay posibilidad de mantener viva una tradición sino es traicionándola.
Quien repite una tradición, lejos de mantenerla viva, le echa tierra en su
sepultura cristalizando formas vacías. El que repite no reflexiona. El que
piensa se ve obligado a cuestionar, actualizar, traicionar aquello que ya fue
pensado. Sólo piensan una tradición, se sienten parte de ella y la mantienen
viva aquellos que la traicionan. El Peronismo hoy –y el Kirchnerismo como magma
que lo mantiene caliente– debe traicionar al Pensamiento Nacional, debe
cuestionar sus formas, sus condensaciones coaguladas, sus calambres. Y debe
abrir nuevos diálogos con la modernidad, la posmodernidad, la liquidez, la
pluralidad, la democratización de las sociedades, los medios masivos de
comunicación, resemantizarse, complejizar los discursos y los conceptos,
deslindarse de viejos maniqueísmos, adquirir nuevos significantes.
El pensamiento nacional debe
construir un nuevo mapa de referencias conceptuales –de hecho lo hace en baja
intensidad, apenas perceptiblemente– que "traicione" de buena manera
los viejos marcos teóricos del nacionalismo popular y del revolucionario de los
años sesenta y setenta.
Muchos cultores del pensamiento
nacional cuestionaron fervorosamente la palabra "traicionar". Debo
reconocer que es fuerte, pero es fuerte, sobre todo porque, quizás fue un
error, decidí no explicitar la operación metafórica de hacer jugar en tríada
los vocablos "Tradición", "Traición" y
"Traducción". Y allí se encuentra delimitado el delicado campo de
batalla, en el "Traduttore Traditore" italiano. La pregunta, entonces,
es ¿cuándo es necesario traicionar y/o traducir a los últimos exponentes del
pensamiento nacional?
Traducir a Scalabrini Ortiz no es
repetirlo marmóreamente. No es subir la foto del autor de El hombre que está
solo y espera al Facebook, reproducir un texto completo en una revista o imitar
su estilo literario. Traducir a nuestros tiempo a Scalabrini, a Jauretche, a
Hernández Arregui, a Abelardo Ramos, a Eduardo Duhalde, Rodolfo Ortega Peña,
Rodolfo Puiggrós y tantos otros intelectuales nacionales y populares
desplazados implica también la posibilidad de traicionarlos, es decir, de no
cumplir a pie juntillas las operaciones culturales que ellos hicieron.
Entrar en la danza de nombres de
quienes mantienen o no la tradición nacional y popular es una tarea ingrata.
Los nombres de aquellos que me vienen a la cabeza –José Pablo Feinmann, Horacio
González, Norberto Galasso, Jorge Bolívar, Silvio Maresca, Alberto Buela,
Francisco Pestanha, Mario O´Donnell y tantos otros que han partido en estos
tiempos como Alberto Methol Ferré, Amelia Podetti o Rodolfo Kusch, en un
abanico de "izquierdas, centros y derechas" que mantienen lo nacional
latinoamericano como cuestión común–, lamento decirlo, han superado ya los
setenta años casi todos. ¿Habla mal de ellos este dato? Y no. El paso del
tiempo es uno de los peores flagelos a los que es sometida la vida. De lo que
habla mal es de las generaciones posteriores.
"La gran deuda de las nuevas
generaciones –escribí en mi nota del domingo pasado– es que todavía no han
podido construir un conglomerado de ideas que conjuguen lo nacional con el
siglo XXI. Aún no han podido matar a los maestros sagrados".
Hay una larga serie de
justificaciones para este problema. La amputación atroz que la dictadura
militar realizó sobre el trasvasamiento generacional, el abandono sistemático
de la "cuestión nacional" que realizaron los operadores culturales de
los gobiernos de Raúl Alfonsín, Menem y Fernando de la Rúa y el cimbronazo que
significó la emergencia de plagas ideológicas tales como "el pensamiento
único", la "globalización", el "fin de la historia" y
las caídas tanto del bloque socialista como del neoliberalismo.
¿Por qué es necesario
traicionar/traducir a la actualidad al pensamiento nacional? Sencillo, porque
ha pasado más de medio siglo de la última actualización doctrinaria, por
decirlo de alguna manera naftalínica. Y para realizarlo, creo conveniente
plantear algunas cuestiones concretas:
a) ¿Debe el Pensamiento Nacional
seguir aborreciendo el ideario progresista en vez de tender puentes a sectores
que pueden ser aliados estratégico en su discusión contra hegemónica? ¿Cuál es
su relación con las pluralidades, los bastiones democráticos, los derechos
civiles e individuales que forman parte del ideario liberal y que han sido
asumido por los sectores populares? ¿Es posible tejer ententes con el
"liberalismo político" que no se visualicen como conservadores ni
reaccionarios?
b) ¿Qué hacer con el derecho de
las minorías, con las cuestiones de género, los nuevos fenómenos culturales
–los grafiteros, por ejemplo, la cumbia villera, el hip hop– las identidades
supra e infra nacionales, la desarticulación de los imaginarios nacionales? ¿De
qué manera articular el Estado–Nación con el inevitable continentalismo? ¿Qué
lazos culturales, históricos, idiomáticos, religiosos sirven hoy para realizar
esa tarea?
c) En 1910, Manuel Gálvez, en El
Diario de Gabriel Quiroga, intenta buscar una misión –la construcción de una
Patria– para resolver la crisis existencial del protagonista. Sesenta años
después, Leopoldo Marechal, en Megafón o la Guerra, propone dos batallas –una
celestial y una terrenal– como aventura intelectual para el personaje central
de su novela. ¿Con qué aventuras espirituales debe lidiar hoy el pensamiento
nacional? Luego del nacionalismo católico de los años 30, de la Teología de la
Cultura, de los enfrentamientos teológicos de los setenta, de la aparición de
un Papa argentino ¿qué rol ocupa el catolicismo en la construcción de la
identidad nacional? ¿Y los diálogos inter religiosos? ¿Y las cosmovisiones de
prehispánicas? ¿Qué hacer con los nuevos individualismos? ¿Las flamante formas
familiares? ¿El hedonismo, la liquidez, la antipolítica y el descompromiso
colectivo? ¿Cómo se dotan de sentido moral y dignidad espiritual las políticas
sociales?
d) ¿Cómo dialoga el Pensamiento
Nacional con la UNASUR? ¿Con la multipolarización? ¿Y con el posible ingreso al
BRICS de la Argentina? ¿Cómo se logra evitar una reprimarización de la
producción si se negocia con economías complementarias pero con una división
internacional similar a la del siglo XIX? ¿Es posible pivotear entre Estados
Unidos y el BRICS para poder agregar la mayor cantidad de valor trabajo a los
productos primarios? ¿Cómo se navega entre dependencias actuales y posibles
dependencias futuras? ¿Cómo se diseña un mercado interno que, al mismo tiempo,
pueda exportar valor agregado?
e) ¿Es necesario diagramar una
nueva teoría del Estado después del desguace? ¿Un nuevo debate constitucional?
¿Reelaborar estrategias hacia los sectores del trabajo luego de las profundas
transformaciones que sufrió el mercado y el mundo del trabajo? ¿Y las
herramientas políticas como los partidos, los frentes, los movimientos de
base?
f) ¿Cómo se logra una
comunicación nacional, popular, democrática, moderna, sin caer en repeticiones
asfixiantes de estéticas anquilosadas ni sobreactuaciones nacanpops culposas o
tradicionalistas y reaccionarias que expulsen a millones de jóvenes cuyas
realidades están tan lejanas del Reaggetón de Miami como de El Payador, de Lugones?
Estos son algunos de los puntos
que, creo yo, deben volver a plantearse. Y faltan muchos otros, claro. Frente a
estas cuestiones, poco y nada tienen que decir los pensadores nacionales y
populares que vivieron y reflexionaron sobre la Argentina de hace medio siglo.
Por eso es necesario traicionarlos y traducirlos. Porque ellos no están para
hacerlo. Y no hay mejor forma de respetar la tradición que continuarla
cuestionando.
La presidente de la Nación,
Cristina Fernández de Kirchner, lo dijo en su discurso, en la Plaza, del 25 de
mayo pasado, cuando habló del gran desafío del siglo XXI: "el de
estructurar el pensamiento nacional de las futuras generaciones".
¿Y por qué hay que hacerlo? No se
trata de una cuestión especulativa o simplemente teórica. Es una cuestión
estrictamente política. Se trata de construir un marco teórico que pueda poner
racionalidad, previsibilidad, coto a futuros desmanes y devaneos ideológicos
del Movimiento Nacional y Popular en los próximos años. Que no sea todo
posible. Que haya un costo para aquellos que quieran pegar un nuevo volantazo
del Peronismo hacia el Neoliberalismo, por ejemplo, como ocurrió décadas
pasadas.
*Publicado en Tiempo Argentino
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